Para el analista y el político, la política puede llegar a reducirse a la metáfora “surfear una ola”. Los acontecimientos se van sucediendo y el político tiene que ir acomodando el cuerpo para no caer de la tabla. Es por eso que normalmente, desde la politología, se mira al político como un ser cínico que busca su supervivencia en medio de una marea que lo arrastra. Esta imagen se parece a la del “emprendedor” que, utópicamente, compite y lucha por sobrevivir en el mercado. Luego, los mismos analistas nos preguntamos cómo es que la democracia “está en crisis”. Pues bien, cuando se asume que los políticos son seres implacables y cínicos, se les está habilitando a comportarse de ese modo, ya que “es lo normal”. Es una profecía autocumplida; una idea generalizada en el pensamiento vulgar por medio de argumentos como “el político está ahí por interés personal y por el éxito”.

No obstante, pese a que la respuesta científica mayoritaria sea la de interpretar al político como un mercader del voto, tampoco se ha de negar que el fenómeno –la ola– existe. Metafóricamente, los espíritus de época se despliegan en forma de acontecimientos y coyunturas con las que el político debe lidiar no sólo para sobrevivir, sino para conducir o influenciar la inercia de esos espíritus (palabras, ideas, conceptos) hacia lugares más cercanos a sus valores ético-políticos. Esos espíritus superan ampliamente al político y al partido, pero es su responsabilidad dirigirlos o resignificarlos y no simplemente acomodarse a la ola. Esto no quita que no pueda haber cálculos, acomodamiento a discursos dominantes o, en definitiva, puro electoralismo. Sin embargo, todo eso también está supeditado a palabras, ideas, conceptos y momentos históricos. Y una de esas ideas-ola es el nacionalismo.

No es algo novedoso. Ya durante la Primera Guerra Mundial el grueso de las organizaciones marxistas llamaron a la desobediencia del pueblo contra una guerra de oligarcas librada por el pueblo y los trabajadores. Sin embargo, las grandes mayorías salieron a la calle a celebrar que la guerra había comenzado y bandas de música tocaban en las calles como si fuera una fiesta. Se creía por aquel entonces que la guerra sería una purga histórica necesaria para el progreso. El nacionalismo chauvinista se apropió del espíritu de la época, lo que se llevó por delante la oposición marxista, forzó a los socialistas a votar a favor de créditos de guerra en Alemania y provocó la división entre socialistas y comunistas. Además, todo ese caos provocó la Revolución Rusa de 1917 y la caída de los imperios alemán, otomano y austrohúngaro, naciendo múltiples nuevos estados como resultado; origen de los grandes problemas geopolíticos en Oriente Medio hasta la fecha. Nada más y nada menos.

Al menos en la mayor parte de Europa, la relación de la izquierda con el nacionalismo siempre ha sido problemática. Cuando aparece en el horizonte la idea atávica del repliegue hacia el interior de la comunidad y del abandono del mundo corrupto que nos corrompe, la izquierda parece incapaz de canalizar el descontento de las masas. El último ejemplo de esto ha sido el Partido Laborista británico, derrotado de manera arrolladora por el Partido Conservador de Boris Johnson.

El nacionalismo brexit

El referéndum favorable a la salida de Reino Unido de la Unión Europea (UE) agarró a todos los partidos con el pie cambiado. La diferencia entre el Sí y el No fue mínima. En ese momento de sorpresa, la oportunista Theresa May intentó apoderarse del liderazgo conservador con un eslogan que bien podría haber inventado un niño que no entiende el significado de una palabra: “Brexit means brexit”. Esa primera actitud infantil de May se transformó pronto en la ingenua confianza de que Reino Unido podría negociar un tratado de salida de la UE favorable a sus intereses, es decir, no limitar demasiado la libre circulación de capitales y mercancías pero sí hacerlo con las personas, a la vez que recuperaba la soberanía en política exterior. Pero la UE no estaba dispuesta a facilitar esa salida e imponía una frontera “dura” en Irlanda del Norte, la parte de la isla vecina en la que Reino Unido conserva un pedazo de territorio irlandés.

Las razones de la UE no son menores: si se diese a cualquier Estado la posibilidad de salir conservando lo que le conviene y desechando lo que no, se legitimarían las posiciones de los partidos que se salen del consenso centrista y cosmopolita europeo, en otras palabras, los de ultraderecha. Los burócratas de Bruselas funcionan ya con una autonomía pasmosa y toman decisiones políticas de altos vuelos que favorecen con mano de hierro la supervivencia de la institución a la que representan sin que ningún pueblo los haya elegido estrictamente. La miopía de no haber interpretado la “cuestión griega” como un aviso y la “cuestión británica” como una oportunidad para reformular la UE es lo que está alimentando a esa ultraderecha anti estatus quo.

En el otro lado de la cancha, se produjo otro movimiento sorpresivo. Jeremy Corbyn, uno de esos ancianos herederos de la old left británica, lograba imponerse de carambola en las internas laboristas, haciéndose con la jefatura del partido. Así, el giro a la izquierda del laborismo se convertía en obligado, y en las elecciones de 2017 Corbyn mejoró notablemente los resultados obtenidos en 2015 por Ed Miliband apelando a las esencias del laborismo pos Segunda Guerra Mundial: nacionalización de sectores estratégicos, protección de los servicios públicos, etcétera. A la vez, Corbyn también formaba parte de una parte de la izquierda británica que nunca vio con buenos ojos la integración en la UE.

Progresivamente, la ingenuidad de May se convirtió en ineptitud y sus enemigos dentro del Partido Conservador fueron creciendo. Su situación se hizo insostenible y el horizonte de unas nuevas elecciones con ella como candidata hubiera sido un suicidio. Finalmente, decidió dimitir y dar paso a un líder más capaz como Boris Johnson, un fundamentalista pro brexit y no un converso de última hora como May. Su labia políticamente incorrecta y su habilidad para confraternizar con la City (el distrito financiero) habían encandilado ya a la ciudad a Londres en su etapa como alcalde de la ciudad. La rotunda y encendida defensa del brexit –con o sin acuerdo con la UE– y su discurso nacionalista de reminiscencias imperiales lo han catapultado al éxito en las últimas elecciones.

Por su parte, el Partido Laborista siempre se mostró ambiguo respecto del brexit. Mientras que la mayoría de los cuadros estaban a favor de permanecer en la UE, la gente de Corbyn nunca fue muy favorable debido a un fenómeno parecido al francés o al estadounidense: los trabajadores blancos venidos a menos con un estilo de vida tradicional y no residentes en grandes urbes cosmopolitas observan con desconfianza el mundo en el que viven. Las certezas con las que vivieron comienzan a tambalearse –si no para ellos, sí para sus hijos– y meten dentro de la misma bolsa al feminismo, la teoría queer, la inmigración, la globalización, el cambio climático, la inseguridad laboral, la muerte de los pequeños negocios comidos por las grandes multinacionales, el comercio electrónico y las fake news. Este perfil de persona, en el imaginario corbyniano, es fundamental que sea representado por la izquierda para que no caiga en manos de una ultraderecha nacionalista en lo étnico, machista en lo moral y belicista en lo internacional.

Este contexto fue el que llevó al laborismo a buscar un equilibrio interno bastante incomprensible: tras meses de debates, se decidió que lo mejor era plantear un segundo referéndum en el que se decidiese si había brexit con acuerdo o si se permanecía en la UE. A la vez, Corbyn hacía hincapié en que lo importante no era el brexit sino los derechos sociales. Pero las elecciones no iban de eso, iban del brexit, de la ola de nacionalismo británico que Johnson supo dirigir como nadie hacia sus posiciones, quizá por puro oportunismo, quizá porque el hombre sabe lo que quiere hacer. Algunos pensarán que el elector británico es irracional e ignorante; sin embargo, aplicando la lógica básica, el elector mayoritario pudo haber considerado que sin soberanía nacional no hay programa social que valga; es decir, sin brexit no hay reforma ni transformación política posible. Sin duda, este argumento no carece de realismo y es tan verdadero como la posición de Corbyn, ya que la política es una cuestión de fe, no de ignorancia.

El nacionalismo conservador

En gran medida, la problemática de la izquierda con el nacionalismo se debe a que exacerba sus contradicciones. Mientras que el nacionalismo es una de las grandes ideas movilizadoras de las masas y uno de los elementos de identidad que más orgullosamente portan los individuos, la izquierda tiende al pensamiento cosmopolita, abierto, tolerante y contrario a la xenofobia y el racismo. La contradicción teórica es evidente, aunque lo teórico y lo práctico no son equivalentes.

Una división clásica entre tipos de nacionalismo se hace en base a las diferencias entre el francés y alemán. El nacionalismo francés se remontaría a los momentos de la Revolución, en la que la nación sería el pueblo que decide autodeterminarse y constituirse como nación soberana en contra de la soberanía del monarca. De ahí los términos “soberanía nacional” como sinónimo de “soberanía popular”. En definitiva, el nacionalismo sería la voluntad de decidir su destino político de un pueblo asociado a un Estado con fronteras. Una idea que se encuentra en los orígenes de lo que entendemos por democracia. Por su lado, el nacionalismo alemán sería esencialista: una nación se reconoce por su lengua y sus costumbres comunes, por su volkgeist (espíritu del pueblo). Por eso, este tipo de nacionalismo era perfectamente compatible con la existencia de un imperio y un monarca soberano. En la teoría, serían contradictorios, ya que en el nacionalismo liberal francés el pueblo sería el soberano.

Volviendo al día de hoy, ese ciudadano británico asustado ante la aceleración de los acontecimientos tecnológicos y geopolíticos y la falta de seguridad y certidumbres intenta refugiarse en aquello que le da cierta calma, es decir, en el concepto de “lo nuestro”, que siempre está mitológica y nacionalistamente construido en base a un pasado idílico y glorioso. Así, el nacionalismo actual enarbola esa tradición mítica y busca afirmarse en el mundo como nación soberana equivaliendo la nación a la corporación gran capital-Estado y no la nación al pueblo, por lo que el elemento democrático se va difuminando en este tipo de nacionalismo.

De esta manera y en conclusión, un nacionalismo progresista tendría que ser, sino populista, sí rotundamente plebeyo, y extender la participación política directa del pueblo en las decisiones. No sólo en la forma binaria de referéndum sino también de consulta con múltiples opciones. Sí podría apelar a cuestiones esenciales en un sentido de arraigo, pertenencia e identidad como aquello que ofrece seguridad, sin tener estrictamente que ver con el color de la piel o con el nacimiento. En definitiva, un nacionalismo republicanista y expansivo del concepto de ciudadanía para hacer al pueblo más soberano de su propia vida.