Tal vez sea porque el año empezó hace poco, pero no leí todavía nada que celebrara el aniversario número 100 de la aparición pública de los planes para construir una obra que nunca existió y que, sin embargo, jugó un rol central en el imaginario artístico-arquitectónico del siglo pasado. Era, en efecto, 1920 cuando el Monumento para la Tercera Internacional de Vladímir Tatlin empezó a ser exhibido, tanto en forma de dibujos como de una maqueta de gran tamaño, causando exaltación (por ejemplo, de algunos de sus compañeros de ruta constructivistas, como El Lissitzky) y desconcierto (de buena parte de la clase política: León Trotsky, entre otros, tenía reservas).

La obra se insertaba en el tempranísimo plan leniniano de erradicación de los viejos monumentos zaristas y de sustitución por otros que exaltaran la revolución bolchevique, aunque los gustos estéticos del líder comunista estaban bastante alejados de la ola abstracta y futurista que empezaba a aplastar el conservador mundo pictórico de los rusos. Tatlin, sobre todo a partir de 1913, había sido un campeón de la renovación plástica, abocándose primero a un cubismo vigoroso, fruto de un encuentro parisino con Pablo Picasso, y luego a piezas tridimensionales, compuestas por objetos preexistentes, que llamaba “relieves” o, cuando empezaron a aproximarse vertiginosamente a instalaciones, “contrarrelieves”: este momento todavía prefuncionalista del artista tuvo su apogeo en 1915 en la muestra 0.10. La última exposición futurista, compartida, además de con otros pintores rupturistas, con su gran enemigo Kasimir Malevich y su flamante suprematismo.

Empero, luego de octubre de 1917, comprometido con la causa revolucionaria, Tatlin empezó a alejarse de las meras preocupaciones formales en sus piezas, para volcar su talento hacia un arte utilitario o, más bien, hacia la borradura de cualquier arte que no tuviera, a la vez, fines prácticos para las masas, el “nuevo” sujeto. Fue en ese contexto que el Komintern (agrupación llamada también Tercera Internacional –ya que retomaba las dos primeras, promovidas por Karl Marx y Friedrich Engels en 1864 y 1889–, que se proponía la mundialización del comunismo para “la supresión del sistema capitalista y el establecimiento de la dictadura del proletariado”) pidió a Tatlin que proyectara un monumento que lo representara. Cabezas barbudas, rígidos bustos, hombres a caballo –con caballos inmóviles o rampantes–, escenas bélicas: hasta aquel momento el repertorio “monumental” estaba básicamente limitado a pocas figuras. Tatlin dio vuelta tanto esa iconología como la concepción misma de qué es un monumento: no sólo cualquier representación más o menos “realista” se desvanecía en el aire, sino que el monumento dejaba de mirar al pasado para tender al futuro, mientras se fusionaban disciplinas diferentes y se abandonaba el mero fin simbólico, dotando a la estructura de funciones (entre otras, la de emisora de radio).

El blanco de Tatlin, tal vez también teñido de cierta admiración, era la Tour Eiffel, lo efímero burgués por excelencia –había sido construida para la Exposición Universal de 1889–, tanto que el Monumento la tenía que superar por 100 metros, llegando a los 400 y convirtiéndose así, por lejos, en el edificio más alto del mundo. Sin embargo, otros estímulos jugaron en el imaginario del ruso: la elección del material, hierro y vidrio, es eco del célebre Crystal Palace, construido para otra Exposición, la londinense de 1851, alegoría, como sugiere Peter Sloterdijk, de la nueva sociedad consumista y de la civilización occidental protoglobalizada. No obstante, para Tatlin se trataba de dos materiales que permitían también resistencia y transparencia y que, por ende, sobrecargaba vistosamente.

Finalmente, si uno mira la fuerte inclinación del eje de la torre y la espiral ascensional que la vertebra, no es extraño pensar en algunas representaciones clásicas de la Torre de Babel, como la archifamosa de Brueghel el Viejo, la de los grabados de Matthäus Merian o la versión de Lievin Cruyl, popularizada por Athanasius Kircher (¿y este uso tatliniano de la espiral no habrá jugado un papel central en el revival de esta en la arquitectura moderna y contemporánea, del Guggenheim de Frank Lloyd Wright a la cúpula de vidrio del Reichstag de Norman Foster?). Pero en vez de ser propuesta como el locus de la disolución de un idioma único que conduce al caos, como en el cuento bíblico, la torre de Tatlin está pensada para reflejar una sola “lengua”, la comunista, que había que diseminar en pos del futuro próspero que significaba.

Así, la concepción temporal “hacia delante” se volvía central en el proyecto: en su interior, dejado “a la vista” (y aquí es casi obligatorio pensar en el Centre Pompidou que Piano y Rogers terminan en 1977), se hubieran ubicado tres grandes “volúmenes” rotatorios. En su base un cubo, casa de los Comisarios de los Soviets, completaría una revolución cada año; al centro una pirámide, sede administrativa del Komintern, la terminaría en un mes, mientras que un cilindro en la parte alta, que hospedaría un centro de difusión de informaciones y mensajes propagandísticos, haría un giro completo en 24 horas. Sería, en otras palabras, una “arquitecturización”, si se me admite la expresión, de la revolución permanente pensada por Marx (y no la de Trotsky, que es posterior), aplicada a las artes, además de ser, quizá, la obra más asombrosa del constructivismo.

Sin embargo, el Monumento a la Tercera Internacional no existe, nunca existió; su ácido y energético licuado de modernidad y utopía nunca pudo concretarse. Si exhibía una visión electrizante de las posibilidades por venir, también poseía características que la volvían inviable a la hora de ser efectivamente edificada, lo que ha sido leído, en forma un poco burda, como una metáfora perfecta de la distancia entre teoría y práctica en la Rusia soviética, y, por ende, del fracaso comunista. Por un lado, además de que Tatlin no era, estrictamente, un arquitecto, y de que había trabajado en el proyecto solamente con artistas, los planes son deficitarios desde cualquier lógica de la ingeniería; por otro, dada la escasez de materiales y fondos que agobiaba a la Rusia de la posguerra, la de Tatlin fue desde el vamos una empresa irrealizable. Probablemente, el artista siempre haya sido consciente de que se trataba de una hazaña esencialmente intelectual.

Y así hay que celebrarla: su eterno estatus de objeto inacabado, perpetuamente en potencia, permitió que generaciones de artistas a lo largo de los siglos XX y XXI fantasearan a su alrededor: desde los minimalistas 39 Monumentos a Tatlin que Dan Flavin hizo con tubos de neón en 1964 hasta Fuente de luz, la enorme y vacua lámpara de araña que Ai Weiwei construyó en 2007. Deja también la idea de que algo generalmente estéril, como un monumento, puede ser mucho más que un ejercicio de retórica o un patético objeto de veneración. Idea pocas veces aplicada, pero crucial.