“Montevideo, jueves 4 de julio de 2019. Querida Georgina: El tiempo apremia. ¡Qué entrevero en [ilegible] y cómo no fui lo suficientemente clara! A veces me distraigo demasiado, debo aprender a convivir con la distracción. Ayer leí una nota que decía: ‘No hay espacio para la debilidad’. Tuve mucho miedo y aún lo tengo, pero coraje al riesgo, animarme a temblar. Actuar es muy difícil, más aun lo es tomar decisiones, dejar seguridades por lo nimio. Quisiera moverme hacia otros verdes, dejar caer [ilegible] el árbol y trasladarme. ¿Van a estar en setiembre? Me pregunto qué cosas te emocionan, mientras te recuerdo el asunto de la confidencialidad, no narrar lo de hoy a la mañana, guardar el secreto. Agradecida y esperando la cosa suceda. Con mucho cariño, Leonor”.

Al final de la obra Casi sin pedir permiso, Leonor me entregó (al igual que a los demás asistentes) esta carta con mi nombre, en verde, en un sobre Suevia (es decir, anterior a 1937, pues la compañía Jesús Canabal y Hnos. Fábrica de Sobres que los producía se transformó ese año en IPUSA). En el sobre también hay una hoja de árbol. El papel de la carta es nuevo y algo rústico, arenoso. El texto está escrito a mano, con la misma tinta verde. En su anverso o reverso –no me decido, porque nada me indica el lado 1 o lado 2– figura, escrito a mano, pero en negro, el nombre de la pieza, seguido de “primera mañana, junio y julio” y el plano de la casa en la que sucede la obra con varios datos sobre ella, una manera de guiarme –retrospectivamente– por el espacio o de preservar para el futuro, en mi memoria, estos ambientes, para que los una con lo que sentí en cada uno de ellos. O con lo que me emocionó, como se pregunta en el texto. La carta, como Jano, es bifronte: el impersonal y genérico programa de mano es soporte de la epístola, en su forma más personalizada y viceversa. Lo incompatible convive.

Tácitamente respondí al pedido de confidencialidad de Leonor. Me lo tomé tan a pecho que no escribí una sola línea, no conté absolutamente nada, no confié ni a mi más querido amigo su trama, ni su organización espacial, ni sus ritmos y espasmos, tampoco hablé de la luminosidad y sombras del lugar, de sus olores, ni siquiera de cómo sabía el té (esto lo nombro ahora, pero tampoco digo nada sobre él) que Leonor sirvió aquel día. De mi boca nadie supo nada. Me permití sólo la más enfática recomendación. Hay que verla.

La primera persona, tematizada

Va de suyo que la “Georgina” de la carta no soy yo. Es la construcción de una espectadora, un personaje. Una Georgina que dura lo que dura la carta. Se funda en la lectura y perece con ella. Una Georgina ajena a mí. Un contenedor a completarse –por la lectora, por el lector, por mí– con lo que la emociona, la molesta o abomina. Tampoco es Georgina –que quede bien claro– la que está usando el “yo” en esta nota. Es otra construcción discursiva que cae con el punto final pero me permite preguntarme y preguntarte –a ti, lectora, y a ti, lector– por la Leonor que firma esa carta. Es decir, por la función de esta Leonor en la poética teatral de Courtoisie. ¿Esa voz es la de la actriz de Hiroshima (Pablo Stoll, 2010), Miss Tacuarembó (Martín Sastre, 2010) y Sinfonía para Ana (Ernesto Ardito, Virna Molina, 2017), de la fundadora de Salvadora Editora y de la escritora de Corte de obsidiana? ¿O es, como mi “yo” en su texto, puro personaje?

Nos encontramos por primera vez en marzo de 2019, en la muestra Una mujer está bordando. Instalación procesual de investigación del proyecto editorial Dramaturgia Uruguaya 1930-1973, en el Museo Zorrilla, organizada por Salvadora Editora. Mientras recorro su casa en julio, en la primera parte del espectáculo Casi sin pedir permiso, reconozco a esa Leonor con la que conversé sobre una de las hermanas Luisi aquella vez. Encuentro aquel modo de hablar de ritmo irregular, aquella gestualidad espasmódica, aquella manera de (des)organizar el discurso, ese tambaleo que nunca se resuelve a caer. Y el 28 de setiembre, único día dedicado –por razones que no revelo tampoco– a la segunda parte, la encuentro cuando volvemos a hablar, esta vez de sus tantos y fascinantes proyectos teatrales. Una metaconversación, en medio de un espectáculo que abandonó el jugueteo con el “espectáculo teatral” de la primera parte, para flirtear ahora con la “performance”. Y juguetear o flirtear, como la primera persona aquí, también es necesario: Casi sin pedir permiso parece sólo citar esos modos establecidos, esas formas ya clásicas (in primis, la obra en espacios alternativos, la performance artística, el gesto intermediático), pero en especial remite a la también ya establecida, usada y abusada escritura del yo.

(Auto)ficciones criollas

Si el relato autobiográfico, con todo lo que tiene de construido –de ficción, en definitiva–, es tan antiguo como San Agustín, fue Serge Doubrovsky quien, en 1977, creó el felicísimo –por el éxito que tuvo como término, no siempre por sus búsquedas o resultados– neologismo “autoficción” para hacer explícita una vuelta de tuerca respecto de lo autobiográfico, que explota en el período, con autores como el propio Doubrovsky o Christine Angot (autora, entre otros, del libro que da título a mi nota, Léonore, toujours, de 1994), y sigue; pero además sirve para repensar autoficciones anteriores. En dos palabras se puede fijar la autoficción –resumiendo, por cuestiones de espacio, lo que de ella se dice más a menudo– como “pacto oximorónico” que fusiona la autobiografía, que implica el testimonio real y la concordancia entre quien firma el texto, quien narra y el personaje principal, con las modalidades escriturales de la narrativa, reclamando también sus paratextos (el título, la tapa, la contratapa).

En “La autoficción: una ingeniería del yo” (2016) el dramaturgo Sergio Blanco, el más cabal representante criollo del género, escribe: “Cualquiera de mis autoficciones fueron escritas no tanto para exponerme, sino para buscarme. Todas ellas están escritas a partir de un yo que busca en la escritura una posibilidad de encontrarse a sí mismo para poder, de esta forma, encontrar a los otros”. Despojándose así de cualquier presunción narcisista, sugiere un “yo” que escribe y a su ficcionalización como vehículo de otro “yo” esencial, a ser encontrado. En el mismo texto amplía las implicaciones de esta operación: “La autoficción no sólo me va inventando, sino que me va corrigiendo, alterando, mejorando y a veces empeorando, construyéndome en un juego de construcciones infinitas. Finalmente se trata realmente de una verdadera ingeniería del yo”.

Foto del artículo 'Léonore, toujours: La autoficción criolla de Leonor Courtoisie'

La poética teatral de Courtoisie en Casi sin pedir permiso consiste en (y es una de las posibles lecturas, por supuesto, no la única, sino la mía) tensionar al máximo la modalidad “escritura del yo”. Si aquella juega con el oxímoron, es decir, con el choque de modos contrarios, con la imposibilidad, Courtoisie disuelve los yoes: no uno “real” que escribe o que conversa en la calle y uno, o muchos, ficcionales. En esta poética no cabe el recorrido edificante o demoledor del yo a través de la escritura. Courtoisie vuelve imposible mi pregunta inicial (¿O es, como mi “yo” en su texto, puro personaje?), porque la pregunta supone todas esas capas y aquí habría otra cosa. “Actuar es muy difícil”, escribe en la carta citada al principio, y su práctica parece querer dinamitar los ámbitos en que podemos entender ese actuar, separadamente, como dos actos diferenciados, como hace la Real Academia Española, en la vida o en el teatro.

La letra y el gesto

La tapa de Corte de obsidiana (Salvadora Editora, 2019), parte de la colección Nueva Dramaturgia Aduanera, luce un retrato en blanco y negro de Courtoisie que mira al lector. Los ojos quedan libres, pero buena parte de la cara está cubierta por las letras del título y su nombre. Las palabras se interponen, median, entre su rostro y nosotros. En el texto en primera persona, Leonor escribe y entrecruza, por lo menos, dos diarios de viaje y dos temporalidades: Santiago de Chile en 2014 y Ciudad de México en 2016. Las anotaciones didascálicas iniciales rezan: “El espacio se encuentra con su mampostería expuesta. La parrilla de luces está a la vista. La sala desnuda. Hay 48 botellas de tequila repletas”. El tono confesional del texto habita un sitio que desdeña lo accesorio (hasta la iluminación debe estar “a la vista”, porque nada de lo espectacular es inocente). Las 48 botellas repletas de tequila, advierto a los futuros lectores, no lo son. Para nada.

En Corte de obsidiana reconozco, de nuevo, la organización aparentemente llana, pero ritmada, poética, obsesiva, del discurso de las otras Leonores. Leyendo, filtro los viajes, la muerte de un gato, la muerte de un hombre, la desesperación con aquellos gestos, tiempos, movimientos. Superpongo el texto con sus otros “difíciles actuares”. Me pregunto en qué sentidos su tensionado tan extremo del yo dialoga, incide y problematiza las búsquedas del teatro uruguayo contemporáneo (y no sólo). O lo hará en el futuro. Miro de nuevo la tapa y ella me devuelve, alerta, la mirada.

Dramaturgas mujeres

Según explica Salvadora Editora en su sitio web, la colección en la que se publicó Corte de obsidiana, Nueva Dramaturgia Aduanera, es “la primera colección de la editorial, enfocada en dramaturgias escritas por mujeres contemporáneas latinoamericanas, en su mayoría con una, pocas, o ninguna obra estrenada”. Ofrece los títulos Ser o no ser Hamlet, de Euge Hadandoniou (Argentina), Cartografía para elefantes sin manada, de Laura Liz Gil Echenique (Cuba), Trastornos, de Eddy Janeth MH (Colombia) y Lugar y caída, de Gabriela Ponce (Ecuador). La editorial tiene otras dos colecciones. Dramaturgia Uruguaya 1930-1973, resultado de una investigación sobre dramaturgas mujeres, que publicó Los viejos, de Clelia Palas (1917-1999), ganadora en 1970 del concurso de la Comisión de Teatros Municipales y estrenada al año siguiente por la Comedia Nacional, con dirección de Jaime Yavitz, y Los tres amores, de Laura Cortinas (1881-1969). Una mujer se asoma a la ventana, “enfocada en dramaturgias escritas por mujeres contemporáneas uruguayas”, es la tercera colección de la editorial y lleva publicados La bestia de sal, de Florencia Caballero Bianchi, y Terrorismo emocional, de Josefina Trías.

Corte de obsidiana, de Leonor Courtoisie. Montevideo, Salvadora editora, 2019.