En el siglo y medio transcurrido desde su edición en dos partes (1868 y 1869), la novela Mujercitas, de Louisa May Alcott, estuvo en catálogo en forma ininterrumpida en su versión original en inglés, que se suma a traducciones en múltiples idiomas. Es imposible llegar a una cifra confiable de ventas, pero es seguro que se trata de uno de los libros más leídos de todos los tiempos y también –cosa que el huracán feminista de los últimos tiempos contribuye a aclarar– uno de los más influyentes en establecer un cotidiano doméstico protagonizado por mujeres como un asunto relevante y en validar modelos de realización femenina que incluyen el del casamiento y la maternidad (siempre por amor) pero que contemplan también el de otorgar prioridad a la realización de una vocación personal distinta, además de señalar algunos de los grandes escollos sociales en esos caminos.
Siendo así, no sorprende que haya una adaptación cinematográfica de Mujercitas para cada generación. En Hollywood hubo dos en el período mudo (1917 y 1918), una en 1933 (de George Cukor, con Katharine Hepburn), otra de 1946 (de Mervyn LeRoy, con Elizabeth Taylor), otra de 1994 (de Gilliam Armstrong, con Winona Ryder, Kirsten Dunst y Claire Danes), sin contar versiones televisivas (largometrajes o miniseries) y versiones (cinematográficas o para televisión) producidas en Brasil (1959), España (1963), Reino Unido (1970), México (1973), Japón (1981 y 1987, ambas en animé), Italia (1989) y Turquía (2008). Y probablemente haya más.
Esta nueva versión radicaliza la tendencia, ya exhibida en la de Armstrong, de usar la historia como un vehículo para un superseleccionado de las actrices jóvenes del momento. Esta posibilidad se cumplió aquí mejor que nunca, gracias a que, a partir del éxito de Lady Bird (2017), la productora Columbia decidió que la guionista contratada Greta Gerwig podía ser también la directora del proyecto. Y a esta altura todo el mundo se muere por trabajar con Gerwig (supongo que todas esas estrellas participarían aun con los honorarios de cine independiente que la directora manejó en Lady Bird, y deben de haberlo hecho con más ganas aun con los mucho mayores honorarios de cine “dependiente” de esta Mujercitas). La película cuenta con Saoirse Ronan (de Lady Bird), Florence Pugh (recién salida de Midsommar y rumbo a Black Widow), Eliza Scanlen (de la miniserie Sharp Objects), Timothée Chalamet (el rompecorazones estadounidense del momento), Louis Garrel (el rompecorazones europeo del momento), Laura Dern (sin palabras), Bob Odenkirk (de la serie Better Call Saul) y eminencias como Meryl Streep y Chris Cooper. Casi que está también Emma Stone, pero tuvo que ser reemplazada por Emma Watson.
Como era de esperar, Greta Gerwig puso cierto énfasis y explicitó el componente feminista (como en el diálogo en que Jo dice que está “podrida de que la gente diga que la mujer sólo sirve para el amor”, o el parlamento pragmático de Amy sobre el casamiento como “una propuesta económica”, o el diálogo de esta con Laurie sobre la casi inexistencia, en el momento de la anécdota, de “genias” reconocidas como tales).
La más notoria originalidad de esta versión está en la cronología barajada. Esencialmente alternamos entre un presente (episodios del segundo volumen del libro de Alcott) y flashbacks del pasado (el primer volumen). El primer salto temporal hacia atrás está señalizado con un sobreimpreso (“7 años antes”), pero a partir de ahí la alternancia ocurre en seco, y el espectador tiene que inferir por el contexto en qué momento está, y esto demanda atención. Algunos espectadores lo disfrutarán como un desafío de apreciación estética, muchos lo lamentarán como una dificultad innecesaria antepuesta a la comprensión de la historia. La dificultad, además, se acentúa por la prescindencia de Gerwig con respecto a la apariencia de las protagonistas. En el pasado, Amy efectivamente se comporta como una niña de 12, que es la edad que tiene en el primer volumen del libro, pero está encarnada por la misma Florence Pugh de 22 años que en el presente de la anécdota asumimos que tiene 19.
Esa dificultad, sin embargo, facilita una serie de paralelismos (las dos enfermedades de Beth), y además permite administrar la información para clarificar elementos de la trama y enfatizar aspectos de los personajes. Al empezar la película con Jo en Nueva York, ponemos el acento en su dedicación a la escritura y su independencia, ampliamos la dimensión de su paso de una escritura sensacionalista y comercial (establecida en la primera escena) a una de tipo personal (al final del clímax). Además, el artificio contribuye a poner el pasado como una reminiscencia, y es uno de los recursos para pronunciar la identificación de Jo con Alcott (la película que estamos viendo es el libro que ella pronto va a escribir). Esa identificación, así como el zarandeo cronológico, da origen a uno de los aspectos geniales de esta película (y que no deriva del libro): se genera una ambigüedad sobre si la unión de Jo con Friedrich ocurrió en el mundo “real” de la película (como sí ocurrió en el mundo “real” del libro de Alcott) o únicamente en el libro que ella escribió y que estaríamos visualizando, y en ese caso Jo permanece, al igual que la Alcott empírica, soltera.
De esa forma, Gerwig se queda con (y nos proporciona) el pan y la torta. Es decir, por un lado, afirma que una mujer no tiene por qué casarse para realizarse en la vida, y expone críticamente (en la filosofía del editor del libro, el señor Dashwood) el imperativo cultural de que una mujer de rol protagónico en la ficción de aquella época obligatoriamente tenía que casarse (o morir) y, por otro lado, realiza también, y con respeto, emoción intensa y entrega, el happy end romántico del beso bajo el paraguas, con música rimbombante e incluso con el efecto eisensteiniano de duplicación del gesto para intensificarlo (ellos se besan en un plano y enseguida, en otro plano con un ángulo distinto, se repite el mismo beso). La película deja abierto el camino de libertad e independencia, pero no desprecia la opción de la pareja como una bobada “de nenas” ni reprime la posibilidad de la pasión. Es más, al convertir a Friedrich, que en la novela es un circunspecto profesor mucho mayor que Jo, en un tipo joven y apuesto como Louis Garrel, Gerwig deja claro en forma palpable para la joven platea femenina que Jo (la “real” o la de la ficción) será recompensada no sólo con compañía y estabilidad, sino con lo que pinta como una satisfactoria vida sexual. Pero uno no se decide sobre qué abrazo es más emotivo: si el abrazo con beso de Jo y Friedrich, o el abrazo de Jo al primer ejemplar impreso de su libro, precedido de una secuencia de montaje del proceso de fabricación –una tapa de un rojo apasionado–, que exhibe una atracción casi libidinosa, fetichista, por la impresión con tipos móviles y la dedicada artesanía de la encuadernación. Ese libro es casi el mismo que sirve como título de la película (un ejemplar con tapa roja de Mujercitas, de LM Alcott), aunque creo recordar que en esa escena, cerca del final, la autoría en la tapa es “JL March”. Obsérvese el precioso carácter libresco que tienen los créditos finales de la película.
Descontados los aspectos extraños referidos a las edades, el reparto es una maravilla. Ronan es una Jo contundente y pluridimensional, Chalamet es el mejor Laurie imaginable, Dern es la madre más adorable que podamos concebir, Pugh expresa todas las ambivalencias de Amy –el personaje más complejo–, Cooper como el señor Laurence es la nobleza en su mejor sentido.
Las idas y venidas temporales están ayudadas por la diversidad de estilos visuales. Hay diferencias entre presente (colores más fríos, claroscuros) y pasado (colores de una calidez anaranjada casi comestible, como un croissant dulce recién salido del horno), y también entre París (colorido y neto como las litografías de Currier & Ives) y Concord, y entre los momentos más felices (coloridos) y otros muy tristes (referidos sobre todo a la enfermedad de Beth) con los colores atenuados (sobre todo esa imagen increíble de Jo y Beth en la playa, con el cielo gris arriba y la arena gris abajo, sobre una tenue línea verde de pasto).
No hay referencia alguna al trascendentalismo, que fue, históricamente, el marco filosófico en que se formó la familia Alcott y que ayuda a explicar la tendencia de las familias March y Laurence a la bondad, la caridad, el servicio y la militancia igualitaria. Al omitir ese marco, de alguna manera se generaliza ese espíritu al universo de la película. Todo es bondad, y la maldad está lejos, fuera de campo, aunque vemos sus consecuencias. Aun los personajes que tuvieron que desarrollar una interfaz dura y autoritaria (Dashwood, la tía March) en el fondo tienen su corazón. Es un mundo en que las personas se dispusieron a ser buenas y ayudarse unas a otras, bañado en la música melodiosa y positiva de Alexandre Desplat. Podemos evaluarlo como una visión de mundo enajenada e ingenua, pero también como la propuesta de un modelo de mundo, que podría ser el que derivara de una politicidad feminista, consagrado en el extenso epílogo mudo de la película. En todo caso, esta obra preciosa, llena de abrazos (maternales, fraternos, amistosos, amorosos e incluso librescos), es ella misma un enorme abrazo en el alma de los espectadores.
Mujercitas (Little Women). Dirigida por Greta Gerwig. Basada en novela de Louisa May Alcott. Con Saoirse Ronan, Florence Pugh, Timothée Chalamet. Estados Unidos, 2019. En varias salas.