Este artículo, que aspira a reflexionar en torno a la pregunta sobre cómo nace un nuevo orden en el arte –y, más específicamente, en la poesía–, nació como respuesta a la invitación cursada al autor por 17, Instituto de Estudios Críticos, para participar en el XXVIII Coloquio Internacional “¿Cómo nace un nuevo orden?”, organizado con la colaboración del Institute for Cultural Inquiry (ICI, Berlín) y El Colegio Nacional de México.

La premisa que lo antecedió dice que, aunque todavía no tengamos las palabras para enunciarlo, algo como un nuevo mundo (una nueva era, una nueva época, un nuevo escenario) se vislumbra como forzoso, dado el actual estado de cosas. Para decirlo como lo dijeron los organizadores del encuentro, “se trata, más bien, de una intuición [...] que, a su modo, es una certeza. Es la hipótesis de la novedad. Es decir, de la emergencia de algo distinto”, de algo que ya se percibe “incluso, quizá, con los ojos cerrados”. Para indagar en esa inminencia y sus posibilidades se convocó a “científicos, artistas y especialistas en humanidades” y se les pidió que hicieran el ejercicio de imaginar ese advenimiento “en la materia, en la historia, en la sociedad, en el arte, en la política”. La pregunta sobre un nuevo orden, además, forma parte de una investigación que, bajo el nombre de “Emergence”, lleva adelante desde 2014 el ICI, y que “pone en tela de juicio al pensamiento orientado a la eficiencia, la productividad y el éxito, basado en la planeación y los objetivos, anclado a una matriz racionalista, determinista”.

El coloquio tuvo lugar en el Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México entre el 23 y el 25 de enero de este año. El texto que ofrecemos a continuación está basado en la ponencia presentada en la mesa “¿Cómo surge un nuevo orden en el arte?”, integrada, además de por el poeta Eduardo Milán, por el compositor Mario Lavista y el artista visual Carlos Amorales.

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1) Cómo está la cuestión

Debería hablar de lo que más o menos manejo, es decir, de la poesía. Pero el encadenamiento de preguntas formulado en la invitación señala de tal manera un horizonte de desesperación real, que me parece casi natural salirme de las casillas poéticas. Desbordar el límite y volver.

Se nos invita a pensar a pesar de –o luego de– tantos finales, tantas muertes –la de la modernidad, la de la historia, la del hombre– y se propone un orden, palabra que puede molestar hoy si se plantea desde una lógica populista autoritaria, pero que aquí cae en su lugar no como sometimiento, control y administración de la vida, sino como lo opuesto a caos, a este caos de finales que no terminan de suceder. Desde ya digo: estas muertes tienen para mí esa resonancia barroca del poema atribuido a sor Juana Inés que repite “que muero porque no muero”. Las muertes culturales y los finales culturales se han venido sucediendo desde fines de 1970 con el agudo y lúcido libro de Jean-François Lyotard La condición postmoderna. En 1992 fue secundado –en la finalización como amenaza– por Francis Fukuyama con su El fin de la historia y el último hombre, una propuesta de clara filiación de derecha hegeliana que sirvió como justificación de la entrada de Estados Unidos en Irak dirigida por George Bush padre. La hegemonía norteamericana se planteaba no con claridad sino sin alternativa. Ahora, como para frenar la cadena desencadenadora de muertes y finales, aparece el horizonte real que la ciencia, despojada ya de toda neutralidad, se atreve a enrostrarnos: la amenaza de un desastre sin fecha aunque con plazo (aproximado, claro, como todo acontecimiento). Pero después de este el mundo va a dejar de ser lo que es. Como señala Jorge Riechman, poeta y activista ecosocialista, “los seres humanos no quieren saber lo que saben”. Es como si la propia existencia necesitara ese desplazamiento constante del “ya se sabe” como condición de un nuevo saber, que se emplaza en el lugar dejado por el desplazamiento. Como un ver el posible de la vida desde un no-saber. Y un no-saber es ese vínculo entre el que escribe poesía y el que la lee: un contacto entre dos que no saben. Claro que hay poetas que se ofenden si se les dice eso, pero yo he insistido en eso en mi poesía. Giorgio Agamben, en dos extraordinarios textos, “Sobre la dificultad de leer” y “¿Qué es el acto de creación?” (ambos de El fuego y el relato, 2016), plantea esto de manera directa y contundente: “La obra maestra se manifiesta cuando mantiene la imperfección”. Y la poesía es el acto que reconduce al lenguaje a ese lugar donde (y del que) no se sabe. Claro que esa mirada, para la gran mayoría de practicantes y oficiantes de la poesía, ese quitar saber a lo que hacen, es el derrumbamiento. Pero el derrumbamiento, en el caso del límite impuesto por el horizonte del desastre que ya se sabe, es que no hay después para no saber. No habrá posibilidades de contemplar a la especie en su imperfección. Menciono algunos rasgos del desastre: calentamiento y acidificación de mares y océanos, derretimiento de los casquetes polares y glaciares, deforestación, deshielo del permafrost; agotamiento de los recursos naturales, incluidos los más vitales; crisis energética y necesidad de abandonar los combustibles fósiles, así como la aberración que es la energía nuclear; una población mundial creciente en condiciones ecológicas que amenazan con el colapso de sistemas enteros de producción agrícola; migraciones masivas de población; epidemias y pandemias. Nada de esto entra en la cabeza de las compañías transnacionales que lucran con las prácticas extractivas, ni de los regímenes estatales que no son más que gestores del capital. Ni en las de los responsables de la ausencia de horizonte de millones y millones de jóvenes por todo el mundo capitalista (que es el único que hay). ¿De qué sirve decir que se habla en nombre del pueblo cuando se pierde la especie? Por otra parte, ¿hay algún pueblo señalado como metapueblo, o una especie como metaespecie, algo que los sobreviva en algún más allá?

2) Y el arte y la poesía, ¿cómo están?

En sus “Lecciones de estética” dictadas en la Universidad de Berlín en 1828, Hegel, tal vez el último filósofo del absoluto, dice: “Bajo todos estos aspectos el arte, por lo que se refiere a su destino supremo, es y sigue siendo un mundo pasado. Con ello, también ha perdido para nosotros la auténtica verdad y vitalidad. Si antes afirmaba necesidad en la realidad y ocupaba el lugar supremo de esta, ahora se ha desplazado más bien a nuestra representación. Lo que ahora despierta en nosotros la obra de arte es el disfrute inmediato y a la vez nuestro juicio, por cuanto corremos a estudiar su contenido, los medios de representación de la obra y la adecuación o inadecuación entre estos dos polos. Por eso, el arte como ciencia es más necesario en nuestro tiempo que cuando el arte como tal producía ya una satisfacción plena. El arte nos invita a la contemplación reflexiva pero no con el fin de producir nuevamente arte sino para conocer científicamente el arte”. Eso es lo primero. Luego, en 1848, Baudelaire dice en el “Umbral” de Les fleurs du mal: “ Hipócrita lector-mi semejante-mi hermano”. Esa hipocresía de ese igual que resulta el lector no es, me parece a mí, nada más que la constatación de un diálogo cómplice que ya no opera. El lector es el que “sigue el juego”. Eso fue lo segundo. Pero lo tercero había venido antes: Decía Hölderlin, en 1800, en la sección octava de su elegía “Pan y vino”: “¿Y para qué poetas en tiempos de penuria?”, en una frase que se tradujo a veces como “tiempos de indigencia” o “tiempos sin dioses”. Hölderlin alude a la ausencia de dioses en el contexto de la elegía. Y, sobre todo, lo que esa ausencia plantea en lo que toca directamente al escucha. Es decir, quién es interlocutor de la poesía, para quién se escribe. La agudeza del señalamiento de Hölderlin es, a partir de la última parte de la modernidad, siempre pertinente. A menos que uno quiera dar por terminada la cuestión poética en términos ya de un arte completamente socializado y cumplir, con las vanguardias, el ritual de disolución del arte en la praxis social. Pero eso, sabemos, fue una de las zonas de la utopía que se reificaron completamente. Lo cierto es que el planteo “finalista” viene de lejos, por lo menos desde el enclave Ilustración-Romanticismo, la bisagra entre dos siglos, el XVIII y el XIX. La formulación directa e importante en su significación es la de Hegel, porque no es nada metafórica. A partir de ese momento se desata para el arte y para la poesía una especie de concientización de la existencia de su arte entre la potencia y la no potencia. Las vanguardias estético-históricas de la primera década del siglo XX –en especial Dadá y cierta zona radical del surrealismo– son el último gran momento del conflicto, porque el conflicto a partir de 1914, literalmente, estalla también en el arte.

Quiero decir que la relación afirmación-negación ha sido continua en el arte y en la poesía desde hace dos siglos. Lo que escapa a esa conciencia no me interesa. Me interesa la tensión que produce el conflicto, las relaciones de pura contingencia a la que obligan al arte esos dos términos de una dialéctica mocha que no tiene síntesis y que hacen, por suerte, de bloqueo para que el arte se sitúe en esa zona segura e invulnerable a la que el riesgo no tiene acceso. “Poesia é risco”, dice Augusto de Campos. Y “risco” tomado aquí en la acepción portuguesa de “riesgo” y de “peñasco alto”, a donde hay que subir con dificultad, no trepar, que es de los actos más sencillos hoy en día. Insisto en que, desde mi punto de vista, el conflicto o la tensión entre el arte y su existencia, esa especie de desdoblamiento a que lo obliga cierta zona desde la larga modernidad –una modernidad que se plantea desde el Barroco y su desconfianza del mundo, y no desde su etapa última industrial y posindustrial– es para mí lo que le dio profundidad y dignidad como práctica acuciada por la autorreflexión y la teoría, más allá de su relevancia siempre presente de su ser-técnica. Creo en el arte como práctica y como lógicas de pensamiento.

Pero luego de los finales que no finalizaron (digamos), una parte del sentir y practicar la poesía –en la que me incluyo– se dedicó a discernir lo que era poesía de lo que no era y, luego, a ver a la poesía desde una óptica distinta: no como lo que es diferenciado de lo que no es, sino como lo que se vincula de otro modo con lo humano, con el cuerpo, con las otras artes, con la emancipación, con la fuga. Hay dos maneras de fugarse: una por la ventana y otra por la conciencia. La primera pertenece al terreno de lo literal, la otra al de la metaforización. Es decir, nos dedicamos no sólo a reconocer a la poesía como esa entidad individualizada por medio de un dispositivo, la metáfora, sino a verla como algo que se sale de lo metafórico hacia otros niveles de lenguaje. Sigue siendo lenguaje. Pero el empeño es tomar conciencia, en aquel momento y ahora, de cuál es el movimiento de eso que se llama poesía. ¿Por qué se produce esa necesidad de ver de nuevo a la poesía? Porque luego de un fenómeno histórico realmente significativo como las vanguardias estéticas y su profundo significado socializante (recordar el objetivo de ciertas vanguardias: la disolución del arte en la práctica social, para lo que, obviamente, se necesita un cambio social y un cambio en lo humano), la poesía se remite a un concepto unitario, como si la poesía necesitara recuperar su especificidad, a punto de perderse en manos de las vanguardias. Esto explica un poco la actitud dominante de los poetas ante esa poesía que reconocía esa parte estético-histórica llamada vanguardias. Es que si no se reconoce ese momento, uno no puede reconocer la relación muerte-vida-muerte ni de la poesía ni del arte. Si lo que se quiere es socializar a la poesía nuevamente o verla como un dispositivo, como lo ve Franco Bifo Berardi, un pensador verdaderamente significativo del momento actual del capitalismo: “Digo ‘la reactivación poética del cuerpo social’. Por supuesto, es una metáfora. Pero, ¿qué debo hacer? Yo uso metáforas. Y los poetas también lo hacen, usan metáforas. Pero cuando los poetas usan metáforas, no están hablando por sí mismos, o para dos o tres amigos íntimos, están encontrando palabras que pueden aclarar lo que estaba totalmente confundido. Para explicar a las multitudes lo que está en la base de la vida. Las metáforas son herramientas para la comprensión. Y palabras que funcionan como herramientas para la comprensión. Lo que necesitamos entender ahora es que el capitalismo es un cadáver. Y la única salida del capitalismo es reducir la presión del trabajo. De la obligación de trabajar”.

La poesía, entonces, como conjunción de la sensibilidad social, la poesía como motor de contacto, de participación de lo social como del común. Pero yo pregunto, ¿cualquier poesía posibilita esa acción? ¿Alguna la posibilita más que otra? Sin duda, en un nivel de la inteligibilidad, cierto tipo de poesía es asimilable más que otra. Pero en el nivel de lo que propone Berardi, no lo creo. Pienso que otro cierto tipo de poesía menos inteligible o con un grado alto de ininteligibilidad funcionaría mucho mejor. Dice Giorgio Agamben: “El verdadero destinatario de la poesía es aquel que no está habilitado para leerla. Pero esto también significa que el libro, que es destinado a quien nunca lo leerá –el iletrado–, ha sido escrito por una mano que, en cierto sentido, no sabe leer y que es, por lo tanto, una mano iletrada. La poesía es aquello que regresa la escritura hacia el lugar de ilegibilidad de donde proviene, a donde ella sigue dirigiéndose”.

Lo que dice Agamben parece mistérico pero no lo es en absoluto. Porque una cosa es el lenguaje poético vuelto escritura y otra cosa es lo que la poesía posibilita a partir de un estímulo físico, a nivel de las sensaciones y de los sentidos. La movilización propuesta por Bifo Berardi integraría lo que dice Agamben en el nivel de lo no inteligible que hace que los seres humanos conjuguen, hagan conjunción (Berardi evita la palabra conexión y la relega a su campo maquínico). Si los humanos nos relegáramos a lo inteligible estaríamos –y para ahí vamos– en manos de las máquinas y perdidos en el ciberespacio: esas entidades funcionan a partir de códigos siempre inteligibles, aunque no claros para todos. Me metí en esta disyunción porque quiero evitar caer en la consigna del tipo “La poesía no se vende” o “Viva la hermandad de la poesía” y ese tipo de concentración de festivales en los que de 500 participantes cada uno lee una cuarteta de diecisiete sílabas que parece un haiku. Eso no me sirve para nada.

3) Lo que se parece a un seguir-con-la-existencia (que así entiendo “orden”)

¿Qué puede venir que no pase por la conciencia del momento en que estamos? Entiendo la necesidad de algo nuevo, o el presentimiento de que algo nuevo se organiza desde los dos lados: desde el temor y desde lo que se podría llamar esperanza, aunque no me gusta la palabra: “Es una pasión triste”, dice Spinoza y le creo. La situación es complicada a todos los niveles (excepto el climático, del que no se salva nada): en los niveles económico, político, social, cultural. Y por supuesto, artístico y poético. Lo que ocurre, me parece, es que el arte se ha acostumbrado como práctica problemática. Pero, y es curioso, insignificante como problemática. Y después de haber terminado y seguido, es decir, después de presentarse como una práctica simbólica espectral. Hay una división clara entre producción y recepción. Una cosa es el lector y muy otra la producción. Esto es muy palpable en las artes plásticas, en las que el espectador acepta lo que sea. Tal vez por su dependencia del mercado, hay una imposición estética sobre la recepción. En literatura pasa algo similar. La dominante editorial es la política de éxitos de ventas y de éxitos temáticos. El arte sobrevive sin crítica. Hay comentaristas, creadores de opinión. La poesía es muy distinta. No sigue una política de ventas ni de éxitos. Pero sigue, y no sé si no es peor, una política de inteligibilidad. La coexistencia de todos los repertorios formales es un problema crítico, es decir, generado por una connivencia de la crítica con el consumo. Dice Adorno: “La crítica no daña porque disuelva –por el contrario, eso es lo mejor de ella– sino cuando obedece con las formas de la rebelión” (“La crítica de la cultura y la sociedad”, Prismas, Barcelona, Ariel, 1962, pág. 13). El resultado del debate de la modernidad-posmodernidad generó un nivel de tolerancia que terminó en una especie de irresponsabilidad generalizada y de aceptación de “lo que hay” como dato de valor. Cómo se inserta el arte (y la poesía) en el mundo actual signado por la incertidumbre es lo que se me plantea como pensable. De ahí a lo que puede venir, es un salto demasiado largo. Pertenezco a un mundo en el que había cierta seguridad, tan firme, parecería, que hasta hay todavía lugar para exigirle, en nombre de aquello, cierta posibilidad crítica a este mundo. Pero no sé si realmente la hay. El pragmatismo nos llevó a una situación límite. Vivimos al día y nos pasamos del día ante el mundo, sin pensar en el horizonte del mundo. Hoy existe la posibilidad de un desastre climático irreversible. Y no hay arte, poesía ni paradigmas culturales nuevos que nos vayan a aliviar la situación si esa amenaza sigue su curso o se agrava realmente. El capitalismo en su fase neoliberal llevó las cosas al límite. Los discursos, las elaboraciones de carácter político cedieron ante la realidad. El capital es pragmático y devastador. Desde América Latina, que a duras penas supera la mentalidad neocolonial que la funda y todavía se asoma, las elaboraciones teórico-prácticas son risibles. También las divisiones discursivas entre izquierdas populistas y derechas populistas: el Estado es plurideológico al convertirse en gestionador del capital. No se diferencian los actuales populismos en el plano socioeconómico, que es el que decide. La situación de una cultura de emergencia sería lo indicado en este caso, desde este continente. No hay ningún mito al cual volver. Podemos elegir desde qué lado luchar. No en el paradigma colapsológico. Un paradigma climático, no sólo ecológico: ecosocialista, me parece la opción. Pero no veo todavía movimientos indicadores de la gravedad de la situación que estén activos en América Latina por ninguna parte. La respuesta social está jugada –en los lugares en los que realmente está– en solucionar los problemas urgentes de sobrevivencia económica, elaborar el sin-horizonte que se viene o rebelarse –caso Chile– intempestivamente contra una desigualdad insoportable que obliga al sometimiento al trabajo para vivir endeudado y al día. En América Latina la lucha por alguna seguridad social está disociada del desastre climático. Y las prácticas extractivistas conforman para muchos gobiernos la casi divina solución de la cosa económica a corto plazo sin tomar en cuenta –o sin querer verlo– el desastre seguro a mediano.

Tal vez las muertes y los finales del arte y de la poesía sean manifestaciones oblicuas de su dignidad. Pero la lucha contra el sometimiento es una forma erótica de la vida. Se viene rebelando radicalmente la Naturaleza, una madre radical cuando es atacada. Mientras los poetas habían pactado con la duración y con el tiempo –suspender el tiempo sobre la obra para que el tiempo no actuara sobre ella– otorgaban al no tiempo de la discutible eternidad un aura muy especial. Contra esa aura del tiempo, el ahora de la vida parece ser la nueva sustitución. Sólo es una cuestión de vida o muerte de las especies, de la naturaleza y del hombre, esa especie de especie tan especial que olvida lo que sabe.