La sinopsis sugiere algo muy similar a Las estrellas de cine nunca mueren (2017, de Paul McGuigan, sobre los últimos meses de vida de Gloria Grahame): película llorosa sobre actriz que fue estrella de cine pero está en patética decadencia, y encuentra cierta luz provisoria al vivir una historia de amor con un joven y animado admirador que contribuye a apartarla momentáneamente de la depresión y las drogas. Todo esto está, pero Judy es algo más que eso. No es propiamente una biopic de Judy Garland (1922-1969): no la vemos filmando o estrenando o promocionando ninguna película, y si no me falla el recuerdo, creo que no hay mención explícita a Meet Me in St. Louis (La rueda de la fortuna, 1944), a El pirata (1948) o a Nace una estrella (1954), ni siquiera al más famoso de sus maridos (el director Vincente Minnelli), aunque sí vemos, en una única escena, a la hija de ambos, Liza Minnelli. Tampoco acompañamos sus múltiples períodos de turbulenta caída en desgracia ni sus gloriosos regresos al tope.

La película asume la inteligente decisión de concentrarse en unos pocos meses de la vida de Garland. Se introduce el caos de ese período final (deudas, desalojos, dificultades para obtener contratos debido a su fama —justificada— de persona inestable, caprichosa, alcohólica y drogadicta). Luego, muy de acuerdo con el hecho de que esta es una producción británica dirigida por un británico y basada en una obra teatral británica, la acción se concentra en la serie de conciertos que la cantante hizo en Londres en 1968. El guion exhibe la habilidad de concentrar, en el rango de esas pocas semanas, todas las tensiones y todas las dinámicas que asociamos a una buena película clásica de ficción. La carencia económica del inicio se compensa con la provisoria estabilidad del contrato de cinco semanas, pero al final ya inferimos un nuevo momento de incertidumbre (es decir, tenemos crecimiento, apogeo y decadencia). Los declinios y los comebacks aparecen proyectados en el microcosmos de la temporada londinense: Judy brilla en la primera actuación, unos días después empieza a hacer macanas y es abucheada por el público y criticada por los periodistas, pero luego, para sorpresa de los incrédulos, deslumbra con todo lo que sabe hacer en un escenario, aunque, por desgracia, vuelve a tambalear. No vemos el apogeo de la cantante, actriz y entretenedora, pero lo dimensionamos y palpamos en la reverencia con que la trata el público en los momentos buenos. Los episodios que involucran a los personajes de Dan y Stan recuerdan y rinden tributo a su posición como “la Elvis de los gays”.

La temporalidad de la película se amplía con una serie de flashbacks a otro momento muy acotado: el período de la filmación de El mago de Oz (1939, de Victor Fleming), que proyectó a Garland al superestrellato cuando ella tenía 16 años. Todo lo relevante en la carrera de Judy Garland ocurre en el hueco, omitido de la pantalla, de 30 años entre ese momento y 1968. Las incursiones a 1939 son muchas pero breves, muy minoritarias en el metraje, que se concentra en la “actualidad” de 1968. Aparte de constituir las únicas visualizaciones de algún momento crucial de la biografía artística de Garland, esos flashbacks pretenden funcionar como explicación de los serios problemas personales del personaje. En esa visión, Judy, adolescente, frágil, inocente, fue tentada (o presionada) por el productor Louis B Mayer y por su madre (una arpía) a privarse de la vida que una joven debería tener, de modo de poder rendir mejor en el trabajo. La torturaron psicológicamente recordándole que no era muy bonita y que dependía de la máquina de la MGM para convertirse en ídolo. Vivió una vida de privaciones (poco reposo, dietas) y la indujeron a tomar pastillas, lo que le generó la adicción y el trastorno alimentario. Todo ello, sin duda, es terrible y parece tener su fundamento histórico, pero está tratado en forma un tanto simplista (y simplificada), porque la película navega en una moraleja difusa que pretende el pan y la torta, es decir, que Judy pudiera tener una infancia normal y luego disfrutar plenamente del cariño de un público que ella evidentemente deseaba (los momentos en que brilla en el escenario son los únicos en que la vemos realmente realizada). Y una cosa no existiría sin la otra, aparte de lo cual nadie puede asegurar que Frances Gumm (nombre de nacimiento de la actriz) hubiera alcanzado la felicidad como mujer “común” provinciana de los años 50, y seguramente no existirían para la humanidad sus películas ni sus grabaciones.

Además de ser plásticamente muy bonita, la película administra esas premisas en forma muy inteligente. Tardamos un montón en escuchar a Judy cantar una canción, así que todo el inicio es como una escalada hacia ese momento. Cada canción está trabajada en un estilo distintivo e implica una situación bien diferenciada. La primera de ellas, si recuerdo bien, va en un solo plano, y la toma frontal, casi siempre relativamente cercana, aparte de vincularse con las tomas televisivas de la época, certifica el hecho de que es la propia Renée Zellweger quien canta, y no haciendo playback, sino ahí, en el momento mismo de la toma. Dicho sea de paso, la Zellweger bien se mereció todos los premios que ganó por ese tour de force. Aparte de imitar la gesticulación tan peculiar de Garland, su interpretación es muy intensa y canta muy bien. La alevosa diferencia de capacidad vocal con la Garland del apogeo se justifica en la mención a una traqueotomía, pero no hacía falta: las cuerdas vocales de Renée Zellweger están en mejores condiciones que las de Garland en sus últimos años, que quedó ronca y con un rango disminuido.

En el primer encuentro de Judy con el pianista londinense, él toca la introducción de “Over the Rainbow”, pero ella se rehúsa a ensayar, posponiendo el momento. Va a ser recién al final de la película que escucharemos propiamente esta canción, que constituye la resolución formal a las alusiones a El mago de Oz, un clímax muy emotivo, y metáfora de la búsqueda de una felicidad que ella nunca logró disfrutar.

Judy Garland: la leyenda detrás del arcoíris (Judy). Dirigida por Rupert Goold. Basada en una pieza teatral de Peter Quilter. Reino Unido, 2019. En varias salas.