Pese a un presupuesto disminuido, el último Festival de Punta del Este, que se realizó del 15 al 21 de febrero, tuvo una programación muy atractiva y variada, y transcurrió en forma muy organizada.
Competencia oficial
En la competencia del festival, que se restringe al cine iberoamericano, los premios Mauricio Litman (que es como se llaman los galardones a mejor película, director, actriz, actor y premio del público) fueron otorgados por el jurado oficial (los uruguayos José Novoa, Martín Pommerenck y María José Santacreu, la brasileña Vera Carneiro y el colombiano Juan Zapata) y por el de la Asociación de Críticos de Cine del Uruguay (ACCU, integrado por Flavio Lira, Sergio Moreira y por mí).
La competencia fue una excelente oportunidad para observar películas ajenas al circuito masivo, y casi todas tuvieron mucho interés: artístico en algunos casos, ético en la mayoría e informativo casi siempre, ya que las películas de cinematografías con las que tenemos poca familiaridad son una oportunidad de entablar contacto con la historia, la sociología y la idiosincrasia de otros pueblos.
Hubo paridad de películas dirigidas por mujeres y por hombres. La programadora del festival, Daniela Cardarello, me dijo que esta paridad estricta no fue intencional, y no se había dado cuenta de ella hasta que se lo señalé. Esas películas no fueron seleccionadas para cubrir una cuota, sino por ser especialmente destacables, y, de hecho, la totalidad de los seis premios otorgados por los distintos jurados fue para tres de esas cinco películas de autoras mujeres.
Fue llamativa la cantidad de largometrajes que no están hablados en los idiomas hegemónicos de sus respectivos países: la brasileña La fiebre está casi toda en desano (un idioma indígena), la paraguaya Matar a un muerto está en guaraní, varios de los diálogos de la peruana Canción sin nombre son en quechua, y la española La inocencia está en catalán valenciano.
Sordidez y crecimiento
Chicuarotes (de Gael García Bernal, México) es una clara heredera de Los olvidados (1951, de Luis Buñuel) en su retrato de jóvenes en condiciones de pobreza y abuso en barrios periféricos de Ciudad de México. El Estado no tiene presencia y predomina la ley del más fuerte. El panorama sórdido incluye falta de perspectivas, alcoholismo, violencia doméstica, violaciones, secuestro, asesinatos, linchamientos. El rendimiento del reparto es muy bueno y el uso de la cámara es especialmente inteligente.
El Príncipe (de Sebastián Muñoz, Chile/Argentina/Bélgica) es una obra queer ambientada en una cárcel hacia 1970. Luego de degollar a su mejor amigo en una crisis de celos, el protagonista va en cana. La totalidad de los varones de la película tiene propensiones homosexuales. Las muchas escenas de sexo están al borde de lo que se considera “explícito” y siempre implican una actitud espasmódica, compulsiva, a veces en un límite borroso entre el consentimiento y la violación. Es también una historia de crecimiento y de ascenso: el Príncipe escala de frágil principiante a macho alfa.
La inocencia (La innocència, de Lucía Alemany, España) es una encantadora película de crecimiento centrada en una quinceañera de un retrógrado pueblito rural. Sólo tres de los personajes están interpretados por actores formados, y buena parte de las escenas son semidocumentales. Aborda la iniciación sexual, el embarazo adolescente, el aborto, los prejuicios, pueblo-chico-infierno-grande, conflictos generacionales, las dinámicas sociales de la adolescencia. El estricto naturalismo no va en desmedro de inteligentes toques cómicos, un clima muy sexy y algunas intensas escenas dramáticas. Carmen Arrufat, que nunca antes había actuado, ganó el merecidísimo premio Litman como mejor actriz.
Tiempo y movimiento
La forma de las horas (de Paula de Luque, Argentina) fue la más intimista e interiorizada de las películas de la competencia. Una ex pareja se reencuentra para deshacerse de la casa en que residió hace mucho tiempo. Hacen pensar en Alain Resnais los tiempos barajados, la cronología no unívoca, el asunto del amor entreverado con memoria/olvido, el estatuto de realidad incierto (¿estamos viendo cosas que ocurrieron o la imaginación de una escritora?). El film oscila constantemente entre dos polos: lo camerístico (escenas dialogadas con los dos protagonistas) y otras que abandonan lo narrativo para convertirse en una emancipación del ritmo del montaje, de la dinámica de los movimientos, como cultivando cierta autonomía de la forma audiovisual para expresar dimensiones inefables de las emociones y asuntos en juego (una actitud que no deja de evocar las pretensiones del movimiento impresionista de fines del período mudo, como Dmitri Kirsanoff, Jean Epstein, Abel Gance y Mário Peixoto). En distintos momentos interviene una bailarina que no parece pertenecer a la diégesis, aunque, en una preciosa secuencia que involucra espejos, aparece junto al personaje femenino. Esta obra se hizo con un presupuesto ínfimo, en tan sólo ocho jornadas de rodaje, sabiamente aprovechadas para una realización exquisita y sensible.
La voz de la floresta
La fiebre (A febre, de Maya Da-Rin, Brasil/Francia/Alemania) lidia con una familia desano que migró a Manaos, donde Justino trabaja como guardia de seguridad (que se siente “un cazador sin presa”). Muestra los contrastes generacionales (Justino no cree en la ciencia civilizada, su hija Vanessa va a estudiar Medicina), los prejuicios (el ambivalente elogio de ser un “indio domesticado”), el sentir dividido de quien abandonó sus raíces pero parece ser constantemente llamado por ellas, las idas y vueltas de la aculturación (un rito evangélico celebrado en idioma indígena). Es impresionante la naturalidad y calidez de los personajes principales, interpretados por personas sin antecedentes actorales. La realización es bastante formalista; construyendo una estructura de variaciones, cada escena remite a otra anterior, con diferencias que aportan a la significación y a la progresión del drama. No hay música, lo que da al tratamiento colorístico del sonido una función especialmente expresiva, encarnando sobre todo el llamado de la jungla, que asoma por doquier en la ciudad amazónica. Hay una escena muy significativa justo al inicio: en el lecho de un hospital hay una anciana indígena que arribó en canoa no se sabe de dónde, habla un idioma que nadie conoce y no entiende una palabra de portugués. Esta situación muy fuerte no tiene seguimiento. ¿Y qué seguimiento podría tener? Presumimos que la anciana se morirá poco después, última representante de alguna cultura que se extinguirá con ella, y de la que quizá jamás lleguemos a saber nada. Puede verse como un caso extremo del destino probable de las culturas indígenas brasileñas, y, sin embargo, hay una permanencia potencial, expresada en la conmovedora escena en que Justino narra a su nietito un mito de su pueblo: qué ternura ese relato en la voz cálida de Régis Myrupu. La preciosa fotografía es de la uruguaya Bárbara Álvarez. La fiebre arrasó en las premiaciones: ganó los premios Litman como mejor película y dirección, y el premio ACCU.
Matar a un muerto (de Hugo Giménez, Paraguay/Argentina/Francia/Alemania) es una muestra más de la inesperada calidad que viene alcanzando el cine paraguayo. La acción transcurre en 1978; ambos protagonistas residen en una cabaña aislada en la selva, al borde de un lago o río. Su misión consiste en enterrar los “paquetes” (cadáveres de personas ejecutadas) que los militares depositan a diario. Todo se complica cuando los enterradores descubren que uno de los paquetes está vivo. No se atreven a rematarlo, tampoco a informar a las autoridades, tampoco a dejar que se escape. ¿Y si es una trampa, y los milicos lo dejaron vivo para testear la confiabilidad de los enterradores? La vegetación de arbustos retorcidos y la envolvente sonoridad de bichos, vientos y lluvia (tremendo diseño sonoro del argentino Martín Grignaschi) parecen condensar y reforzar las culpas y temores de los campesinos supersticiosos. Hay unos preciosos interregnos poéticos, tensos y contundentes, en los que la coordinación formal de movimientos de cámara, montaje, música y sonido prevalece sobre la acción narrativa. Recibió una merecida mención especial del jurado oficial.
Dictaduras
El asunto traumático de los procesos autoritarios militares de las décadas de 1970 y 1980 estuvo presente en otras películas.
Nuestras madres (de César Díaz, Guatemala/Bélgica/Francia) lidia con un joven que integra un grupo de investigación encargado de estudiar las osamentas de las fosas comunes del “holocausto silencioso” guatemalteco. El protagonista es hijo de guerrilleros y su padre es un desaparecido. La historia aborda también las masacres de campesinos, las violaciones, las heridas abiertas, la fragilidad de las conquistas –nunca suficientemente aseguradas– en el campo de los derechos humanos.
Canción sin nombre (de Melina León, Perú/España/Estados Unidos) encara el asunto terrible del robo organizado de niños de madres pobres para adopción clandestina en países ricos. La acción se ubica en 1988, en pleno conflicto entre Sendero Luminoso y el gobierno de Alan García. La acción está puntuada por escenas de violencia política, fiestas tradicionales y una línea de amor gay. El guion es medio rústico, pero hay escenas dolorosas que no olvidaré fácilmente.
A los ojos de Ernesto (Aos olhos de Ernesto, de Ana Luiza Azevedo). Aquí la dictadura ya es una sombra lejana: el protagonista (Jorge Bolani) es un uruguayo que migró a Porto Alegre durante el período autoritario. Es una comedia agridulce, y en este orden, ya que partiendo de lo agrio (Ernesto vive solo, está quedando ciego, se acaba de morir uno de sus mejores amigos, la plata de la jubilación le queda corta) desemboca en lo dulce, a partir del reencuentro epistolar con un amor de la juventud y, funcionando como catalizador, el vínculo afectivo con una joven gaúcha de vida desordenada. El aspecto más rico de la película tiene que ver con el complejo juego de espejos: Bia (la joven) ayuda a Ernesto a escribir las cartas a Lucía (el amor de juventud) y contribuye a dar un poco más de calor y osadía a la correspondencia. De esa manera, es ella la que, en parte, logrará reseducir a Lucía. Por otro lado, hay claramente una atracción de Ernesto por Bia. Pese a la sublimación en un vínculo de tipo paterno-filial entre Ernesto y Bia, queda en el aire el hecho de que las palabras que Ernesto dirige a Lucía se las está diciendo (dictando) también a Bia. Y esta, a su vez, proyecta en el vínculo entre los dos veteranos parte de sus aspiraciones amorosas frustradas. Aparte de los aspectos tiernos y afectivos, hay episodios bastante graciosos. Esta película, que fue la más amena de la competencia, ganó el premio del público, y Bolani ganó el Litman como mejor actor.
Desentono
Cordera: la fábula del escorpión (de Federico Lemos, Uruguay) fue el único documental en la competencia. Lemos no es propiamente un cineasta autoral: armó su exitosa trayectoria con un estilo televisivo, asuntos con pegada para un público amplio y la actitud de no problematizar. Esta película, que se empezó a filmar en 2015, pretendía ser un retrato de Gustavo Cordera en su nueva vida en La Paloma luego de la disolución de Bersuit Vergarabat, mientras formó La Caravana Mágica y empezó a renacer en su faceta solista. Las infelices declaraciones del protagonista en 2016, referidas a las violaciones y al sexo con menores de edad, suscitaron un repudio generalizado e incluso un proceso penal, que obligaron a posponer el lanzamiento y a seguir filmando para incluir ese hecho, ahora ineludible. Lo grueso del documental, la parte “feliz”, consiste sobre todo en Cordera exponiendo sus pensamientos con el aire de quien se considera poético, profundo, osado, medio loco y muy auténtico. Lo que tiene para decir sobre su nueva etapa artística es que pretende “volver a seducir, volver a tener un lugar en el corazón de la gente”. Si llegó a decir algo sustancioso sobre su propia estética, Lemos no lo consideró digno de sobrevivir al montaje, realizado con ese criterio exasperante de seleccionar frases sueltas pero siempre incompletas. Uno nunca está seguro de lo que la persona entrevistada (Cordera, sus amigos, los integrantes de la caravana, su compañera) realmente quiso decir, ya que no llegamos a acompañar una sola idea completa. La parte final (luego de la caída en desgracia) está armada como para dejar la sensación de un Cordera víctima de cierta locura generalizada, pero es omisa, porque no se atreve a responsabilizarse por articular (o al menos dejar que alguno de los entrevistados articule) propiamente una defensa, y mucho menos una acusación argumentada. Dentro de ese contexto, es medio deprimente que Uruguay haya estado representado por esta película complaciente y convencional, pensada como un retrato cholulo de un músico famoso pero artísticamente irrelevante, y que, aun cuando la suerte les ofreció la posibilidad privilegiada de encarar asuntos realmente cruciales (violación, pedofilia, escrache), optó por esconderse tras un manto de imprecisión. Fue el único traspié de la selección competitiva, pautada por películas jugadas en la temática y en el tratamiento.