Era inevitable que el Covid 19 empezara su lista de víctimas “famosas”. Hace unos días, en Milán, acabó con la vida del arquitecto Vittorio Gregotti (1927-2020) al agravar una neumonía que el italiano, muy anciano, no pudo combatir. Quizá demasiado “humanista” para formar parte del exclusivo club de las archistars, Gregotti ha sido una figura nodal de la arquitectura global de los últimos 60 años no sólo por sus realizaciones arquitectónicas sino también por una tupida producción teórica. Nacido en Novara, desde joven eligió radicarse en Milán, donde se recibió en el Politécnico en 1952 y empezó a frecuentar a varios pensadores jóvenes e inquietos, entre ellos Umberto Eco, quienes a principios de los años 60 fundaron el grupo 63, con el que Gregotti, informalmente, se ligó. Una combinación perfecta: un movimiento esencialmente literario pero con derivaciones en varias disciplinas, y un arquitecto con pasiones artísticas que trascendían su campo de trabajo: más de una vez declaró que, durante su juventud, su guía y empuje no fueron textos de arquitectura sino Los Buddenbrook (1901), de Thomas Mann.

En cierta medida, y pese a impulsar la modernización de su profesión, los inicios de Gregotti fueron contra la tendencia, ya que polemizó con la directriz racionalista, cuyas raíces en la Italia de la posguerra todavía eran frondosas y firmes: desde el vamos, Gregotti rechazó la idea de proyección edilicia internacionalista y homogeneizante, por cuanto “de avance” pareciera, y abogó por un diálogo cerrado entre edificio y contexto sin atarse a ningún estilo. Fue dueño de un eclecticismo cuya “apertura y porosidad es lo contrario del dogmatismo”, como recordaba su alumno, y hoy docente, Antonio Pizza.

Volcó buena parte de estas ideas en su libro de mayor éxito –con varias reediciones y traducciones, incluso una en español–, El territorio de la arquitectura (1966), al que siguieron, en las décadas sucesivas, dos decenas de libros más. En él se recupera una idea de arquitecto como referencia para las profesiones que orbitan alrededor de la ideación y construcción edilicia, auspiciando un conocimiento profundo de esta figura en cuestiones materiales e históricas. La historia, de hecho, fue un elemento clave de su reflexión: para él, era imposible operar en un lugar a nivel arquitectónico sin conocer su historia, y creía que la misión del arquitecto era la de interpretar esta historia sin dejarse guiar por inspiraciones miméticas o, peor aún, nostálgicas. En aquel texto tampoco olvidaba la enorme fuente de datos históricos que la arquitectura puede brindar a quienes saben leerla. Igualmente central en el libro era la cuestión ambiental, hoy en día común, cuando no estructurante, de las nuevas reglas urbanísticas –sustentabilidad, armonización, etcétera–, pero que en los 60 todavía tenía una presencia pálida en el discurso hegemónico.

Siguiendo con el plano meramente intelectual hay que destacar, entre 1982 y 1996, su dirección de la prestigiosa revista de arquitectura, urbanística y diseño Casabella, mítico periódico nacido en los años 20 y protagonista del período de resistencia al fascismo. En realidad, Gregotti había empezado a colaborar con ella tres décadas antes, cuando el director era el arquitecto triestino Ernesto Nathan Rogers, su maestro declarado. Asimismo, aportó una contribución valiosa al debate internacional tanto gracias a su actuación como docente en universidades e instituciones varias y acreditadísimas, de Londres a Buenos Aires, como en artículos publicados en numerosos diarios a lo largo de los años.

En cuanto a sus proyectos, son docenas y están esparcidos sobre todo en Europa, con una fuerte presencia en Italia, obviamente, además de España y Francia, y, a partir de los años 90, China. Su preocupación historicista, también de preservación, se torna patente en algunas intervenciones donde construyó sobre edificios preexistentes (por ejemplo, los estadios de Génova y Barcelona), mientras que su foco en la inserción ambiental (con una especie de paradójico monumentalismo discreto) caracteriza algunos de sus trabajos más notorios, como los enormes Teatro Arcimboldi, en Milán, y Centro Cultural de Belém, en Lisboa, uno de los más grandes de Europa.

También se le encargó realizar gigantescos núcleos urbanísticos, a los que llevó a dos “obras” titánicas: por un lado, el distrito Bicocca de Milán, centro empresarial y universitario hiperdinámico, construido en una ex zona industrial, que es una de las regeneraciones urbanas más imponentes y felices de Europa; por el otro, el Barrio Zen de Palermo, complejo de edificios populares pensado para hospedar miles de personas, que, sin embargo, nunca fue terminado –entre otros problemas por infiltraciones mafiosas– y que se ha vuelto uno de los barrios más peligrosos y degradados de Italia.

Quiero cerrar con sus propias, lúcidas palabras sobre la situación de la arquitectura del tercer milenio. En 2017, en la víspera de su nonagésimo cumpleaños, Gregotti advertía cómo “el poder financiero, que es el único que permite hacer grandes cosas en arquitectura, es global y quiere proyectos globales que sirvan para cualquier parte del mundo, mientras que al arquitecto sólo se le pide que asombre, que cree las más originales imágenes, alejándonos de nuestra historia y de nuestras raíces”. Radiografía punzantemente precisa.