¿Qué se puede escribir en una página sobre un “dios mortal”, un artista “divino”, alguien que, “cuando cerró los ojos”, hace exactamente 500 años esta semana, dejó “casi ciega a la pintura misma”, como escribía Giorgio Vasari? Aun bajando los tonos de sus contemporáneos, ¿qué se puede condensar en pocos miles de caracteres sobre Raffaello, uno de los pintores que hicieron cambiar de camino a la pintura europea durante siglos? Sería baladí intentar resumir vida, obra y muerte, que con escasos golpes de teclado se pueden rastrear, en cualquier idioma y extensión, en Wikipedia o afines. Mejor circunnavegar algunos de los (laicísimos) milagros a su cargo que puntean la historia y esencia del Renacimiento italiano, esta “temporada” tan fácil de encuadrar como difícil de entender a fondo, con todos sus recovecos, cambios, desviaciones internas “antirrenacimentistas”.
Para Raffaello Sanzio son inaplicables esquemas que circulan y se tienen comúnmente en la cabeza, y a la vez funcionan todos: el cerebralismo de Piero della Francesca, el aliento indagador de Leonardo, la potencia de Michelangelo Buonarroti o, pero ya a posteriori, el “malditismo genial” de Caravaggio. En principio, claro, el artista de Urbino tendría características perfectas para ese último rol: increíble enfant prodige (a los 16 años ya era considerado “magíster” y lideraba una bottega con éxito) que además murió muy joven y, siempre según Vasari, por “agotamiento sexual”. En realidad Raffaello fue un artista tan diligente como brillante, una verdadera superstar de su época, que supo absorber, además de del arte griego y romano de los que fue un estudioso y cultor, de todos los mencionados. Al comienzo, mucho más que a Perugino, su maestro directo –del que reelabora, a los 21 años, un Desposorios de la Virgen volviéndolo más airoso y ya libre de la grilla un poco mecánica de su mentor–, mira a Piero, del que en Urbino pudo ver obras maestras como la Madonna del huevo. El nitor geométrico de sus composiciones, la perfecta aplicación de la simetría (como espacio simbólico, diría Panofsky) vienen de ahí, pero más agraciados, menos austeros. Por cierto los Leonardo que vio en Florencia –donde residió unos años en su juventud– también marcan sus pinceles: es hábil como el polifacético Da Vinci en capturar la atmósfera, en curar las velaturas. Acá es menester abrir un paréntesis, para nada parentético en la carrera de Raffaello, dedicado a sus retratos, cuya impronta también es leonardesca. En definitiva las miradas de los retratados raffaelianos no le envidian nada al tan celebrado rostro enigmático de Monna Lisa: ojos mudos y locuaces a la vez, expresiones siempre desafiantes (en general dirigidas hacia los espectadores), taimadas casi, pero simultáneamente calmas, con una creciente atención a los detalles (también táctiles, gran esmero en la rendición de los materiales): a medida que los fondos desaparecen – dejando paisajes leonardescos pintados más finamente que los del mismo Leonardo para dedicarse a monocromos oscuros– se espesa la psicología del representado, moldeada por medio de miradas ambiguas y altivas (véase por ejemplo el compuesto pero “oblicuo” retrato del papa Julio II, que asimilarán intensamente, mucho tiempo después, Diego Velásquez y, por reflejo, Francis Bacon). Sin embargo, ni siquiera en los casos más refulgentemente herméticos, la Dama del unicornio, por ejemplo, o La muda, Raffaello se “desborda” nunca; la estructura clasicista, de cuño neoplatónico, lo ata a la temperancia y al equilibrio y ese es su esprit, su cifra y la cifra que conquistará al mundo (sobre todo a través de una serie impresionante de Vírgenes con niño).
En este sentido, el gran choque se da entre Raffaello y su otro “modelo”, Michelangelo. Los dos parecen encarnar poéticas antitéticas: para abreviar brutalmente, todo lo plácido, armónico, flemático pero vibrante se lo acapara Sanzio, mientras Buonarroti se concentra en lo humoral, carnal y explosivo, pero meditado. Sin embargo, Raffaello sufre una fascinación clara por Michelangelo y, sobre todo en su período romano, algo de la corporalidad michangiolesca filtra en sus obras (sin contar el homenaje que le hace prestándole sus rasgos a un Heráclito meditabundo en La escuela de Atenas, tal vez el fresco más “humanista” de la época).
Lo inconciliable entre los dos es uno de los puntos claves del pensamiento renacentista: la relación con el pasado, sobre todo con Roma antigua. Otra vez debiendo resumir descaradamente, se podría decir que si para Raffaello es posible moldear el clásico a la nueva realidad, pensarse y actuar como él, para Michelangelo hay una fractura y sólo se lo puede citar, dialogar, como teorizaba Giulio Argan. En cierto sentido, Raffaello es la síntesis del Quattrocento neoplatónico que buscaba una armonización del pasado pagano con el presente cristiano, pero Sanzio le añade una proyección hacia delante, un update, también visual, que suaviza los excesos de simbolismos e idealismos de un, por ejemplo, Botticelli, logrando siempre, aun dentro de un orden milimétrico, una frescura pasmosa, invenciones visuales, cromatismos esplendorosos, la gracia como valor plástico.
Si es cierto que en el imaginario popular Raffaello no posee un hit pop, de global notoriedad y adoración, como pueden ser La Gioconda o el David (se acercan quizá los dos putti de la Madonna Sistina, pero quedan lejos), su influencia en el arte ha sido igual o mayor que la de Leonardo y Michelangelo, empezando por sus discípulos directos, por ejemplo, Giulio Romano y Perin del Vaga, nombres cruciales del Manierismo, y siguiendo con faros como Rubens y Velásquez, que sin duda lo estudiaron detenidamente. Empero, más duradero aun como legado fue el haberse vuelto modelo en la Academia, llegando a tocar así a pintores ideológica y temporalmente distantísimos de él como Ingres y Giorgio De Chirico, y volverse también, cruel pero inevitable destino, antiejemplar para una camada de artistas que querían borrar la artificiosidad académica en la Inglaterra de mediados del siglo XIX, y que se autonombraron prerrafaelitas.
La gran (y, creo, irrepetible) ocasión de ver juntas 120 piezas del artista de Urbino, la súper exposición aniversario Raffaello 1520-1483 (sí, está organizada como un countdown, de la madurez a la juventud) en las Scuderie del Quirinale en Roma se esfumó a causa del coronavirus. Como todo, en estos días, está disponible en sucedáneo digital: el video-paseo que se halla en el canal de Youtube de las Scuderie es una (demasiado) rápida manera de entrar en su universo, en el que, sin embargo, es aconsejable una permanencia mucho más consistente que sus 12 minutos de duración.