Estoy convencido de que la ley de urgente consideración (LUC) quedará registrada como un hito negativo en la historia uruguaya. No puede ser de otra forma cuando se propone aplicar, por vía de la tramitación urgente, un conjunto de reformas sustantivas que, en un proceso plenamente democrático, requieren un debate público profundo e informado.

El maratónico proyecto que esta semana empieza a ser tratado por la Comisión Especial debe analizarse, además de por sus contenidos concretos, por sus objetivos, sus métodos y de acuerdo con la coyuntura política a partir de la cual nace. Debe entenderse como una respuesta a demandas de los sectores y grupos sociales y económicos que apoyan a la coalición de gobierno, mayoritariamente denotando una primacía de intereses particularistas por encima de la valoración del interés general.

A su vez, se ha desencadenado la disputa en torno a la legitimidad de la iniciativa, terreno donde el gobierno ha apelado al respaldo del mandato de las urnas para aplicar el programa con el cual se presentó a las elecciones. A esto se ha contrapuesto el reclamo desde la legitimidad de la oposición, señalando que no es posible debatir seriamente la transformación de un conjunto de más de 30 políticas públicas centrales para el bienestar de los uruguayos en 90 días corridos de actividad parlamentaria. Una situación que ha sido calificada como abuso de poder por varias figuras, incluyendo reconocidos académicos sin vínculo político con la oposición.

Yendo al centro de nuestro análisis, es posible acordar con el gobierno que la seguridad pública puede ser considerada un asunto urgente, sobre el cual existen indicadores que describen un claro incremento en la violencia y la criminalidad. Realidad que no es específica de estos tiempos, sino que proviene de un largo proceso de deterioro, con cifras sobre las que ningún gobierno de la posdictadura pudo exhibir una gestión claramente exitosa.

Esa urgencia, más que al apuro, debería convocarnos a un tipo análisis que permita desarrollar acciones inteligentes, basadas en evidencia y que eviten la tentación de cobrar al grito. Sin embargo, con la LUC se ha decidido ir en otra dirección.

Las alternativas propuestas no constituyen soluciones efectivas ni sostenibles a los problemas que se pretende solucionar. Preocupa, en particular, un enfoque sobre el ejercicio de la autoridad del Estado carente de integralidad, que transita en paralelo a una extendida sobrevaloración de las medidas de mano dura e inflación penal como alternativas preferidas, cuando no únicas.

Debe entenderse también que lo que está ausente en el proyecto no es considerado urgente. Las mínimas o nulas referencias a la convivencia pacífica, la desigualdad sociocultural, la cohesión social, la fragmentación socioespacial, la equidad de género y generaciones o el desarrollo sostenible dan cuenta de los temas que el futuro gobierno no considera de urgencia. Y que, por lo tanto, tampoco considera pilares de una política efectiva sobre seguridad pública.

El capítulo sobre drogas (“estupefacientes”) es especialmente ilustrativo de las carencias señaladas. El único tipo de respuesta planteada transita por la vía del incremento de penas, por medio de la modificación de mínimos y máximos para todos los delitos contenidos en el Decreto Ley 14.294.

No hay una sola disposición sobre los efectos de las drogas en la salud o en el desarrollo de personas, familias o comunidades. No hay ninguna medida que reconozca el impacto diferencial que tienen los mercados de drogas en las poblaciones y contextos de fragilidad socioeconómica. Y, por supuesto, no hay ninguna medida alternativa al prohibicionismo que dé cuenta de una visión crítica sobre los pobrísimos resultados de este modelo.

Ninguna de las medidas propuestas reconoce la existencia de roles diferenciados en la estructura del mercado ilegal de drogas, ni contempla las situaciones de poblaciones con vulnerabilidades específicas en ese entramado. Todo lo cual supone un gran retroceso en los esfuerzos por instalar, sostener y profundizar una visión equilibrada e innovadora sobre esta temática, que ha venido llevándose adelante en las últimas dos décadas por parte de diversos sectores del Estado y la sociedad civil.

Los penados por delitos de drogas pasarán a quedar excluidos tanto de los beneficios de salidas transitorias (Art. 84), como de redención de la pena como consecuencia de la participación en el trabajo o el estudio durante la reclusión (Art. 85). Los artículos 33 y 34 derogan los mecanismos de libertad vigilada y de suspensión condicionada de la pena del Código del Proceso Penal, limitando así de manera gravísima las oportunidades para que los operadores de la justicia penal implementen medidas alternativas o complementarias al encarcelamiento y, como consecuencia de esto, alejando a nuestro sistema penal de las recomendaciones e instrumentos internacionales en la materia.

De no alcanzarse modificaciones en los breves tiempos de trámite parlamentario que restan, la LUC será una nueva pieza legal aprobada bajo la orientación de un populismo punitivo de infértiles resultados.

El efecto combinado de estas medidas implica que, de no modificarse otras variables que explican la criminalidad, se incrementará sensiblemente el ingreso de personas a las cárceles y estas permanecerán recluidas durante más tiempo que en la actualidad. Esto, sobre la base de un sistema penitenciario que ya se encuentra superpoblado, augura un empeoramiento de las condiciones de reclusión, así como de la posibilidad de participación en actividades orientadas a propiciar el cambio de conductas o a favorecer el desarrollo y la inclusión social de los encarcelados.

La sobrecarga penitenciaria que conlleva este enfoque va a crear un riesgo adicional en la agudización de la cultura de la ilegalidad y el incremento del crimen organizado. La experiencia de las maras centroamericanas o los sindicatos del crimen brasileños informan extensamente sobre el tipo de espiral de violencia y criminalidad que puede provocar el hacinamiento carcelario compuesto fundamentalmente de personas provenientes de hogares pobres.

Las ideas que están detrás de estas medidas son dos: una, que el endurecimiento de penas influirá sobre la evaluación racional de las personas que comenten delitos y los hará desistir de su comportamiento delictivo, y dos, que la permanencia durante mayor tiempo y sin posibilidad de reducción del encierro carcelario contribuirá a una mejor rehabilitación. Ninguna de las dos tiene evidencia que las respalde, pero sí que advierte sobre sus efectos regresivos en materia de seguridad pública en el mediano y largo plazo.

Otra medida que finalmente contribuirá a agudizar la criminalización de la pobreza es aquella que endurece las penas cuando la comercialización de drogas ilícitas se realice en un hogar (Arts. 15 y 73), pasándose a aplicar en estos casos una mínima de cuatro años de penitenciaría. Si bien está clara la gravedad de la problemática familiar, urbana y social que implica este fenómeno, la medida desconoce las condicionantes y la presión del entorno que reciben muchos de estos hogares para ocupar roles fusibles y periféricos en el mercado ilegal de drogas. Frecuentemente con jefaturas femeninas, estas familias verán recrudecido el impacto de la ausencia prolongada de las figuras parentales en cuanto al cuidado y bienestar de los niños, niñas y adolescentes a cargo. Situación para la cual la LUC no plantea ninguna medida de contingencia.

Finalmente merece una mención la creación de un marco legal para el derribo de aeronaves. Si bien el tráfico transfronterizo es un problema acuciante y parte de esta actividad se realiza utilizando aeronaves de pequeño porte, no queda claro que sea una medida aplicable ni efectiva. Nuestras fronteras admiten una rápida reconfiguración de la actividad de tráfico a la operación fluvial o terrestre si existiera un riesgo real para el tráfico a través de este medio. Por otra parte, el mayor volumen de las cargas está largamente ubicado en el transporte de cargas marítimas, siendo allí que deberían concentrarse los esfuerzos.

En los países que existe ley de derribo, se ha utilizado puntualmente y es especial para la interdicción en áreas de grandes cultivos y producción ilegal. Especialmente en aquellos que por las condiciones del territorio no son accesibles por vías alternativas a las aéreas. En casi ningún caso constituyó una pieza fundamental en el combate al narcotráfico, y en algunos casos dejó de ser empleada luego de errores de aplicación dramáticos que costaron vidas humanas inocentes.

Realizar la necesaria actualización de nuestro equipamiento de radares y aviones de combate implicaría una erogación demasiado importante que inexorablemente deberá impactar en la disminución o ausencia de inversión en otras áreas claves de la seguridad que lo demandan (cárceles, escáneres de contenedores, patrullaje de vías fluviales, etcétera).

Por último, las etapas administrativas que requiere parecen disminuir aún más su efectividad, por lo que no queda más que pensar que este será otro capítulo de la clásica demagogia asociada al enfoque político de guerra a las drogas.

Como sucede con prácticamente toda la sección de 120 artículos referida al tema seguridad pública, estamos ante una nueva oportunidad desaprovechada para analizar el tema con coraje político, integrando la evidencia producida por los mejores expertos y profundizando las buenas prácticas que hemos sido capaces de desarrollar. Por lo que, de no alcanzarse modificaciones en los breves tiempos de trámite parlamentario que restan, la LUC será una nueva pieza legal aprobada bajo la orientación de un populismo punitivo de infértiles resultados.

Diego Olivera fue secretario general de la Secretaría Nacional de Drogas.