Sábado 15 de junio de 2013
Restuccia es teatro bruto. En bruto. Es teatro puro. Es teatro. Es asistir a una ceremonia. Un cuerpo a cuerpo. Restuccia es uno de los últimos representantes de una especie en extinción y que nunca existió. Es la palabra haciéndose carne en escena. Es una dinosauria –que no acepta femenino en la lengua española–. Es Salomé quitándose uno a uno los velos. Y después del último velo, ¿qué queda?: la piel. Y él también se la saca: se descarna y al hacerlo nos des-carna. Teatro no de la encarnación sino de la des-encarnación. Y por eso es político. Y poético –que es la misma cosa–. Su cuerpo es un campo de batalla. Y el nuestro también lo es, al asistir a un momento de teatro mayor. Teatro del exabrupto: de la bestialidad, del salvajismo. Como debe ser. Como tiene que ser. Sólo es haciendo teatro de esta forma que la poesía teatral podrá sobrevivir.
Restuccia somos todos nosotras. Su cuerpo es el cuerpo de toda nuestra sociedad. Como lo fue el cuerpo poético de María Eugenia Vaz Ferreira.
Restuccia es una clase de teatro. Todos los estudiantes deberían ir a aprender –o a desaprender los horrores que les enseñamos en las academias–. Es hora de volver a los sabios, a los viejos de las tribus. Restuccia es Bacon. Es Shakespeare. Es Calderón de la Barca. Es un fragmento de Mallarmé. Es un golpe de Artaud en pleno vientre. Es una caricia de Bakunin. Es una pincelada de Goya. Es un final de Mahler.
Restuccia es teatro del riesgo como sólo los grandes pueden hacerlo. Es el desgarro de la historia de nuestros últimos 60 años. Es nuestra historia hecha poesía pura. Es una clase de geografía urbana.
Restuccia tira dardos contra la estupidez de nuestra contemporaneidad y puede hacerlo porque se los tira a él mismo. Y sabe hacerlo porque se los han tirado. Sin ningún tipo de exhibicionismo, ni autocomplacencia, ni postura víctima, nos muestra, una a una, todas sus heridas. Es un sobreviviente o un viviente sobre las ruinas de la estupidez de nuestra sociedad cínicamente correcta.
Restuccia es poesía. Es la poesía. Es tan bello que uno no puede dejar de mirarlo. Es tan puta que uno no puede dejar de desearlo. Es tan hermosa que da miedo, como algunos versos de Baudelaire. Es tan brillante que nos encandila y nos enceguece: nos arranca los ojos trágicamente para hacernos ver lo invisible. Es Tiresias: tiene la sabiduría de los híbridos: erotismo puro. Es como ver un cuadro impresionista: si nos acercamos, desparece el campo de amapolas y si nos alejamos, lo vemos. Es Toulouse Lautrec riéndose del movimiento del cuerpo. Es Turner excitándonos con su cromatismo de oscuros y rojos. Su cuerpo es erotizado ni bien lo vemos: bello, hermosa, dándonos sus piernas, su torso, su masculinidad hecha hembra, su femineidad de macho. Es una dama. Toda una dama. Es un dandy. Y un lord. Es quizá lo más parecido que tiene nuestra cultura a Wilde o a Cicerón o a Yourcenar.
¡Y el hambre! ¡El hambre! Restuccia sabe lo que es el hambre. Y por eso no tiene miedo a lo orgánico, que es el único circuito por donde fluye la poesía: si no fluye por ahí, la poesía es literatura hueca, patrimonial, editorial.
Restuccia es un grafiti escrito en nuestra piel. Es un tatuaje en los bíceps de Barrio Sur.
Restuccia sabe lo que es la resistencia porque es el único que todavía sigue resistiendo. El único que todavía sigue emancipado. Un jacobino urbano como quedan pocos. Así era Pasolini, y Fassbinder, y Genet.
Restuccia actúa con el texto en su mano y en la otra un bolígrafo. La potencia de ese gesto nunca la había visto en el teatro: mientras actúa, lee y mientras lee, corrige y mientras corrige, actúa. El teatro haciéndose desde la corrección, desde lo imprevisto, desde la reescritura, como lo hizo Goldoni, Molière, Lope de Vega o Marlow. Porque el gran teatro sólo se escribe corrigiéndose. Y eso Beti lo tiene bien claro: ella, que se escribe y se reescribe permanentemente en el cuerpo de Restuccia, en una corrección continua, como si fuera un palimpsesto irremediable.
Restuccia se sacrifica y deja de ser él para que todos podamos entrar en su cuerpo, para que todos nosotros podamos ser él: hombres, mujeres, maricas, travestis, drogados, proletarios, niños, niñas, toxicómanos, anoréxicos, desgraciados, mendigos, delincuentes, enfermos, insolentes, putos y putas. Restuccia es un refugio carnal: nos recibe a todos, transforma y vacía su cuerpo para albergarnos en una ceremonia de amor. Y esa es la verdadera revolución: el verdadero socialismo que sólo pasa por la carne o no pasa nunca, como también sucede con el verdadero cristianismo. Restuccia es anarquía de la auténtica, no la de aspirantes a tronos del profeta, sino la de quienes tienen el cuerpo atravesado por el verdadero gesto de amor.
Restuccia es el último humanista de nuestro país: es decir, el último hombre culto. Llamémosle Beti y no perdamos más tiempo. Porque todavía hay hambre. Porque todavía hay que derribar enemigos. Porque en esta época la estupidez es un lujo que no podemos permitirnos. Él o ella –que es lo mismo– es lo mejor que nos puede pasar como país. Su cuerpo es una de nuestras mejores intervenciones artísticas: una de las mejores obras de arte que ha producido nuestra cultura en sus 200 años de barbarie.
Escrito luego de asistir a la puesta de El gimnasio, de Gabriel Peveroni y María Dodera.
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