Entre 1977 y 1979, cuando éramos jóvenes estudiantes de Filosofía de la Facultad de Humanidades y Ciencias, tuve la idea de organizar un grupo de trabajo, formado por cinco o seis estudiantes, que contó con el acuerdo del doctor Pablo Alterwain, en ese entonces director de la sala 13 del hospital Vilardebó. A partir de ese acuerdo desarrollamos una serie de actividades con los pacientes. Organizamos un taller literario en el que los internos escribían y leían, principalmente poesía y cuentos. Montamos, sobre la mesa de hormigón donde comían, un bastidor para hacer impresos en serigrafía. Había un pequeño taller de artesanía y manualidades. También organizamos salidas con diez o 15 pacientes. Estas salidas estaban destinadas a respirar fuera de la atmósfera, un poco enrarecida, del hospital, y a la recreación.
En el mundo exterior, el hospital se convertía en “la fábrica”; los pacientes, en “los obreros”; y el doctor Alterwain, en “el capataz”. Esta manera encubridora de hablar surgió de ellos en forma espontánea para evitar cualquier referencia directa a su condición de “locos” en el mundo “normal”: cuando salían, sentían la necesidad de ser como los demás.
Íbamos al cine, a tomar un café, a dar una caminata, al teatro. Recuerdo que conseguimos entradas gratuitas para ver una pieza en el Teatro Uno, de Alberto Restuccia. Nos preparamos para la salida, conseguimos ropa apropiada y nos fuimos en ómnibus al teatro, 12 pacientes y tres estudiantes. En la sala, la escena se encontraba al mismo nivel que la platea. Tengo el recuerdo de un espacio no muy grande, más bien íntimo, en que los espectadores, al no existir un escenario elevado, se sentían, en cierta forma, dentro del desarrollo de la pieza. La escena era una continuación de la sala.
Me senté en la primera fila, con varios “obreros” de “la fábrica”. A mi lado estaba Pepe, un gigante de más de dos metros, peso pesado, con un cuerpo cilíndrico y una cabeza enorme coronada por una mata de pelo en forma de cepillo de sastre. Llevaba siempre lentes gruesos, de gran aumento, detrás de los cuales aparecían sus ojitos chiquitos, siempre inquietos. Padecía de una ansiedad constante y estaba permanentemente balanceándose, apoyando alternativamente todo su peso sobre una de sus piernas. Sentado, continuaba aún con su movimiento pendular.
Cuando comenzó la pieza (no recuerdo el título), Pepe se deslumbró: permanecía inquieto y extasiado al mismo tiempo. En el primer acto, un marido amante declara sus profundos sentimientos a su querida mujer, que le corresponde con besos y caricias. En el segundo acto, alguien, que se presenta como el mejor amigo del esposo, coquetea con la mujer casada y se besan apasionadamente. Este doble juego continúa durante cierto tiempo en el transcurso de la pieza hasta que, en determinado momento, cuando el espectador ya tenía asumido, en cierta forma, este triángulo amoroso, por una serie de circunstancias, el marido descubre el engaño y recrimina a su mujer.
Pepe, que hasta el momento había encontrado el planteo perfectamente coherente, se puso de pie de un salto y fue hacia los actores. En dos pasos ya se encontraba al lado del marido y de su mujer, y trataba al marido de “estúpido” por no haberse dado cuenta antes de la situación, cuando todos nosotros lo sabíamos desde hacía ya cierto tiempo. Le explicó al actor que su amigo era un “traidor” y le preguntaba cómo no lo había visto intimar con su esposa. Los actores quedaron paralizados, asustados. Por un momento, Pepe pasó a ser el único protagonista de una nueva pieza. Yo no tuve tiempo para detenerlo y me dio un ataque de risa que me impidió moverme. Cuando pude controlarme, fui a buscar a Pepe y le expliqué como pude que la pieza debía continuar sin él y que era mejor volver a nuestros asientos.
El público no reaccionó. Seguramente los asistentes pensaron que la intervención de Pepe formaba parte de la puesta en escena de Alberto Restuccia, que se trataba de un recurso vanguardista, una reasignación del teatro clásico.
Después de esto, pensé que era nuestra última salida al teatro e intenté abandonar la sala con mis “obreros” bajo la mayor discreción. Pero, para mi sorpresa, a la salida nos interceptó Restuccia, quien dio muestras de un entusiasmo arrasador, histriónico. Me dijo que la intervención de Pepe había sido genial, que representaba lo que él quería expresar en su teatro, se explayó sobre la espontaneidad, el alcance ilimitado del espacio de actuación, etcétera. Y dijo que a partir de aquel momento teníamos entrada libre para todas las representaciones en su teatro.
Hasta ese momento no conocía a Restuccia. Me dejó la marca de un recuerdo entrañable.
Ruben Forni es director conserje de la librería Más Puro Verso.
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