Buenos días. Les comento algunas noticias que pueden leer hoy en la diaria.

La violencia de género contra las mujeres es un problema tan grave como complejo, difícil de registrar, de prevenir, de procesar judicialmente y de paliar en sus efectos. Por eso mismo hay que extremar esfuerzos, y más aún cuando, como en los últimos tiempos, las manifestaciones de esa violencia aumentan su saña, evocando lo que Dante Alighieri llamó “la loca bestialidad”.

Sin embargo, hay que manejar con cuidado la idea de la locura, en general y especialmente en este terreno, para no caer en la trampa de conceptos como el de “crimen pasional”, que históricamente han cumplido una doble función ideológica: reducirlo todo a actos individuales, sin considerar su contexto sociocultural, y alegar que esos actos se deben por completo a la “enajenación mental” individual.

Cuando las formas de cometer delitos se vuelven más cruentas, no es pertinente atribuir el fenómeno sólo a un aumento de la cantidad de “locos sueltos”, y entre las muchas herramientas indispensables para abordar el fondo de la cuestión están las de la psicología social, pero hay que considerar también otros factores. Hacen falta más estudios rigurosos, pero hay pistas e hipótesis compartidas por personas que tratan habitualmente con estas violencias, desde distintas especializaciones técnicas, responsabilidades institucionales y militancias.

Por una parte, es un hecho que el aumento de la violencia delictiva no se produce sólo en las relaciones de género. En las tramas del crimen organizado, y en particular en las del narcotráfico, se han vuelto más frecuentes los homicidios cometidos con gran crueldad. Por supuesto, esto no le quita ni una pizca de gravedad a lo que sucede con la violencia contra las mujeres, ni debe diluir la consideración de sus causas específicas, pero indica un avance del desprecio por la dignidad humana que impacta con mayor fuerza en las relaciones menos libres e igualitarias, entre ellas, las de género.

En otro orden de cosas, hay que considerar los efectos persistentes de una crisis social que se suele asociar con la emergencia sanitaria, pero que no se debe sólo a ella, y que también empeora muy especialmente lo que ya estaba mal. El desempleo y el empleo precario, la caída del salario real, la inseguridad alimentaria y otros descensos de la calidad de vida contribuyen, con frecuencia, al deterioro de los vínculos y a la pérdida del respeto entre las personas.

Por último, pero sin la menor pretensión de agotar el tema, otro factor es el recrudecimiento de los discursos de odio que se presentan como reacción ante presuntos “excesos” del “feminismo extremista” y la “ideología de género”, pero de hecho azuzan hostilidades contra todas las militancias y reivindicaciones feministas, y aun contra cualquier mujer percibida como insumisa. Esto tiene efectos perjudiciales en el conjunto de la opinión pública, en quienes ya están cerca de pasar al acto violento, e incluso en funcionarios policiales y del sistema judicial, agravados por carencias de formación específica.

La existencia de buenas normas no basta. Hay que aplicarlas por completo, acompañándolas con desarrollo social y con un paciente pero urgente trabajo cultural.

Hasta el lunes.