Buenos días. Les comento algunas noticias que pueden leer hoy en la diaria.
Tras la reforma jubilatoria que se aprobó en 1996, algunas voces sensatas alertaron que, en períodos largos, el rendimiento de las inversiones realizadas por las administradoras de fondos de ahorro previsional (AFAP) no iba a poder ser muy distinto del promedio en Uruguay. Sin embargo, una pieza publicitaria de la época planteaba que ese rendimiento les iba a permitir a los futuros jubilados hacer turismo espacial. El ahorro previsional en las AFAP era en aquel momento obligatorio para determinadas personas (y ahora, debido a la ley aprobada por el oficialismo saliente en 2023, es obligatorio para cualquier asalariado), pero si hubiera sido voluntario, quizá mucha gente se habría afiliado a estas empresas privadas creyendo en promesas engañosas. Algo así sucedió en el sector de los fondos ganaderos, hoy en crisis y con unos 7.000 damnificados.
Conexión Ganadera comenzó a funcionar en 1999. El negocio que le ofrecía a sus clientes era, en términos muy simplificados, que invirtieran en animales de los que no tendrían que ocuparse y recibieran una rentabilidad prefijada, por encima de la que es habitual para los productores. El mismo tipo de actividad desarrollaron luego, en menor escala, las firmas Grupo Larrarte y República Ganadera, que quebraron el año pasado. La situación de Conexión Ganadera es actualmente calamitosa, con pérdidas de unos 230 millones de dólares, y las perspectivas para sus clientes son sombrías.
La historia incluye varios componentes complicados. Uno de ellos tiene que ver con la regulación estatal de la actividad que realizaban estas empresas, en qué medida pudo o debió ser mayor y qué ajustes hay que realizarle ahora, aparte de avanzar en la educación financiera para que haya menos víctimas ingenuas. En estos días se ha sostenido que el Estado no debe meterse en “negocios entre privados” que tienen un inevitable factor de riesgo, pero este criterio sólo es aplicable si se puede descartar la existencia de intenciones de estafa.
Esto nos lleva al tema, no menos complejo, de la responsabilidad que les corresponde a quienes dirigían las firmas. En las empresas que ofrecían “bonos ganaderos” había personas con mucho conocimiento de la actividad agropecuaria, y cuesta imaginar que esa gente ignorara qué niveles de rentabilidad era razonable esperar, aun si toda la operativa se realizaba con las mejores intenciones y altos niveles de solvencia.
Por último, es posible que entre los clientes hubiera, además de ingenuos, gente que aprovechaba el mecanismo de los “bonos ganaderos” para lavar dinero, o que sabía lo suficiente de la actividad agropecuaria para darse cuenta de que, tarde o temprano, los últimos inversores pagarían la fiesta, como sucede en las llamadas “estafas piramidales”. Sin embargo, resulta bastante lamentable que en las conversaciones sobre el asunto haya quienes señalan como culpables, colectivamente, a las personas damnificadas que “se quisieron hacer millonarias”, e incluso parezcan regocijarse porque perdieron sus inversiones. En este tipo de comentarios aflora una faceta de la uruguayez que debería avergonzarnos.
Hasta mañana.