Es 23 de enero de 2022 y todavía estamos en pandemia, pero esta noche la gente se permite disfrutar. La energía del ambiente es vibrante y está llena de brillos: una invitación a pausar el conservadurismo del gris montevideano, la vergüenza y las etiquetas.
Son tantos los colores que se ven. Rojo, blanco, negro, azul, dorado, verde, violeta. Pasa un bailarín con un traje de arcoíris, como si hubiese absorbido toda la luz y la gama de colores que lo rodean para mostrarlas en los brillos de su vestido, su tocado y sus plumas.
El Desfile de Escuelas de Samba, que debió posponerse el viernes 21 de enero por motivos climáticos, esta noche es un hecho. El trayecto comienza frente al Parque Rodó y termina donde la avenida Cachón se une con la rambla. La hora oficial de comienzo es las 21.00, pero la fiesta se respira desde temprano. Los conjuntos tocan, calientan el cuerpo y cantan mientras esperan su turno. El público, detrás de las vallas, aplaude.
Hasta unas horas antes todavía no se sabía si el desfile se iba a poder realizar. Grandes nubes negras amenazaban con una nueva suspensión, esta vez definitiva.
María Inés Obaldía, directora de Cultura de la Intendencia de Montevideo (IM), dice en diálogo con la diaria que el meteorólogo con el que trabaja la institución hace años fue quien sugirió el cambio de fecha, y aunque siempre “una cuota de suerte hay que tener”, el consejo técnico resultó. “Que empiece la fiesta”, dice entusiasmada la jerarca.
Este desfile se va a realizar aunque otros se han cancelado en distintos departamentos del país. La decisión “es una apuesta saludable por la cultura”, opinó Obaldía. El espacio de las canteras “es ancho, y si bien le puede quitar algo de cercanía a los grupos en su relacionamiento con el público, les da las garantías que necesitamos”.
Desde donde hablamos, al final del recorrido, se ve la avenida iluminada, el público animado y personas del área técnica de la IM que recorren el perímetro ajustando los últimos detalles. El desfile va a empezar.
Primero aparece una pancarta con el nombre de la escuela. Después, un grupo de gente disfrazada que hace una coreografía, un elemento gigante relativo al tema del espectáculo, una persona que lleva el estandarte, un carro alegórico, un ala de baile, otro destaque en el que va un grupo de niñas, una pareja con la bandera de la escuela, otra ala de baile, una batería de instrumentos, cantantes con micrófonos conectados a un camión con parlantes, guitarristas, vedettes y otro carro.
Las escuelas de samba parecen tener lugar para todo el mundo. No importa la identidad de género, la raza, la edad o el cuerpo. Colette Spinetti, integrante del jurado, está “maravillada con la inclusión”, que a su entender no se ve en otras categorías de carnaval.
Importa, eso sí, que bailen y sonrían. El desfile es un momento genuino de alegría, de transgresión de las normas de vestimenta y comportamiento —sobre todo el asociado al género—, de fiesta.
Para Spinetti “lo esencial es que cada persona esté metida en lo que está haciendo y disfrutando, que lo veas en la cara, en la pose”. El trabajo de las escuelas “es impresionante, me emociona. Hay pila de sacrificio, horas de trabajo, inversión, más que nada para hacer lo que se ama”.
En cada agrupación participan entre 200 y 300 personas. Les lleva aproximadamente cuarenta minutos recorrer los seiscientos metros del trayecto. Todo el espectáculo lo musicalizan la batería de samba y los cantantes, que no paran de actuar hasta que llegan al final.
A medida que las escuelas avanzan el público aplaude, grita, se arrima a las vallas para dar ánimo. Nadie permanece en su lugar. Y los componentes se encargan de llevar la fiesta más allá de la calle que pisan. Miran a la gente, bailan frente a las cámaras y tiran besos a las niñas y los niños que se estiran para saludar.
Un hombre camina con frenesí hacia arriba y hacia abajo por el costado de la calle. Levanta las manos, da indicaciones al cuerpo de baile, aplaude, pide que canten, pide que tengan más energía, pide que mantengan la formación. Él no sonríe, parece ocupado.
Alejandro Durán, del equipo de propaganda de Unidos Do Norte —que abrió el desfile— explica que el hombre que da indicaciones es el coordinador general de esa ala de bailarines: “En cada ala hay una persona de uno de los dos lados que coordina. Si el coordinador avanza, el ala avanza; así no se abren”.
Por cada ala hay una persona encargada de mantener el orden. La batería tiene un coordinador por tipo de instrumento y un director general. Además, con la escuela avanzan varias personas con carteles que indican “propaganda”, como Durán, que también realizan tareas de articulación, y las directoras o directores.
Dos niñas bailan intensamente sobre uno de los carros alegóricos. Tienen los ojos pintados de un rosado chicle fuerte y trajes haciendo juego. Mientras avanzan saludan y tiran besos. Julieta y Selena están felices, gritan desde arriba que les gusta desfilar. El padre de una toca el tambor y la madre de la otra es bailarina.
La escuela de samba es cuestión de familia. Antonela, una mujer sentada entre el público, relata a la diaria que va hace casi diez años a los desfiles. “El hijo de ella desfila en la escuela”, dice y señala a una señora que está sentada a su derecha. “Y el padre de ella es uno de los dueños”, prosigue y apunta ahora hacia su izquierda.
Para ellas la escuela “une al barrio, vos ves samba y siempre hay gente alrededor. Nos fascina, es vida”.
Gabriela, otra espectadora, está presente porque su hija, su yerno, el hermano del yerno y la cuñada salen en Imperatriz. Ella misma ayudó durante el año a preparar materiales para el desfile. “Lleva tiempo, mucho tiempo, hasta última hora trabajan. Estando del lado de adentro te das cuenta del sacrificio que es para ellos armar esto. Trabajaron en silencio esperando esto que está buenísimo”, dice emocionada.
Le preguntes a quien le preguntes, la respuesta es que la escuela es comunidad, barrio y familia. Emilia, bailarina de Unidos Do Norte, avanza sonriente y, sin parar de sambar, asegura que “luego de un año de trabajo en conjunto y con la comunidad, me explota el corazón de alegría”.
Franco Furtado es de Maldonado y unos amigos lo invitaron a sumarse a la batería de la escuela de samba Cerrito. Aunque llegaron cuando el espectáculo estaba avanzado y faltaba poco tiempo para el desfile, “nos integraron y nos dijeron que las puertas estaban abiertas, que somos una familia”.
Jonathan, que alienta detrás de las vallas, es exintegrante de una escuela. Aunque está triste por no salir este año y su mayor deseo es saltar y sumarse a la fiesta, asegura que tuvo que dar un paso al costado para enfocarse en su familia. “La gente ve fiesta, pero detrás hay horas de sacrificio. Todas las escuelas trabajan muchísimo para estar acá. Hay personas que pierden a sus seres queridos por dedicarse a esto”, cuenta.
Todo es exuberante. Cuando se aproximan los carros alegóricos hay que alejarse hacia los bordes de la calle para verlos bien. Las figuras que cargan son enormes: tigres, diablos, payasos. Ante su inmensidad es difícil asimilar que las hicieron de manera autogestionada en cada escuela.
Los trajes de las alas de baile están colmados de brillo, telas sedosas, transparencias; las vedettes, además, llevan plumas en un espaldar. Sólo el gorro de la figura que iba en el último carro de Asabranca pesa 11 kilos.
Cada ala tiene un estilo de vestuario distinto, de colores y texturas diversas. Hay gente disfrazada. Bailan sobre alpargatas, championes y tacos aguja de 15 centímetros de altura.
Un solo traje puede costar al menos 20.000 pesos, estiman. Cálculos rápidos dejan claro que ni el primer premio del desfile, de 143.000 pesos, se acerca a cubrir los gastos de esos conjuntos de centenares de personas.
El trabajo colaborativo es una seña identitaria, pero también una consecuencia de la falta de apoyo que tienen las escuelas. Ese dato lo afirman todos. Hay quienes compran sus propios trajes, y las escuelas juntan fondos de manera permanente con la venta de rifas, cantina en los ensayos, bonos colaboración.
Además del dinero, el armado de los espectáculos lleva tiempo. “Termina este carnaval y ya estamos pensando qué hacer el siguiente”, en palabras de Durán.
Obaldía reconoce esta situación: “Es un grupo de gente que trabaja muchísimo sin demasiado apoyo, hay mucho corazón puesto, es gente que tiene una fuerza muy importante para hacerse oír”.
Por su parte, Fernández está convencido de que la pandemia influyó de manera negativa en la situación de las escuelas, porque el año pasado no pudieron conseguir fondos y hacen casi todo a pulmón.
Alejandra Prato, coordinadora general de Imperio Preto e Branco, afirma que “fue todo de nosotros, nadie nos ayudó. Toda la escuela trabaja, del más chiquito al más grande”.
Orden del desfile y jurado
Las escuelas desfilaron en el siguiente orden: Unidos Do Norte, Imperio Preto e Branco, Asabranca, Imperatriz, Urusamba y Barrio Cerrito.
El jurado estuvo compuesto por: Teresa Collazo, Colette Spinetti, Fernando Rodríguez, Pablo Leites, Nicolás Galván e Ignacio Seijas. La presidenta, Diana Pandiani, no pudo asistir por motivos de fuerza mayor, informaron desde la IM.
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