Lo que conocemos en la actualidad como carnaval tiene raíces en los inicios del siglo XIX. Algunas todavía se dejan ver, otras ya marchitaron y dieron paso a nuevos rituales.

Aunque no existían los conjuntos carnavaleros que actuaban en un escenario, sí había comparsas que desfilaban los días de Reyes. El carnaval era entonces distinto, pero su esencia era un poco la misma que ahora.

¿Cómo era ese carnaval de antaño, el de la “época bárbara”, como la caracterizó el historiador José Pedro Barrán en su libro Historia de la sensibilidad en el Uruguay?

Juego sin fin

El carnaval era “fiesta y juego” en la cultura bárbara de Montevideo, que Barrán situó entre 1800 y 1860. Se enmarcaba en un ambiente de excesos: el paisaje natural “dominaba al hombre”, la gente nacía y moría en demasía, los castigos físicos estaban naturalizados, se ejercía violencia política; los niños, las mujeres y los subordinados eran menospreciados, se profesaban la exuberancia del cuerpo, la risa, la cultura lúdica y el desorden.

En ese contexto ocurría “la fiesta sin límites temporales, irrenunciable y universal”, que no se suspendía “si una epidemia o la ‘locura’ política se adueñaba de la ciudad”. Aunque oficialmente El carnaval sucedía domingo, lunes y martes (como ahora, que son feriados), el jolgorio se extendía y comenzaba antes, incluso a veces en enero.

Había bailes y juegos en las calles. Todo el mundo se tiraba agua encima, e incluso huevos. En 1867, ya iniciada la “época civilizada”, la sensibilidad carnavalera seguía a flor de piel y eran tantos los días de juego que la Policía tuvo que emitir un edicto especial prohibiendo la anticipación de la celebración. Pero nadie le hizo caso.

Durante la época de carnaval las personas tenían permitido disfrazarse y utilizar máscaras. Las autoridades decretaban que luego del “entierro” de la fiesta (el domingo siguiente) no se podía continuar con ese juego de identidades, pero la gente no acataba las normas. “Era como si esa sociedad no pudiera concluir nunca de jugar”, escribe Barrán.

El carnaval era una fiesta masiva de la que “nadie se sustraía”. Unía a la población, rompía por un rato las divisiones: “Viejos y jóvenes, hombres y mujeres, negros y blancos, criollos e inmigrantes, ricos y pobres, gobernados y gobernantes jugaban”. Y aunque “las devotas y el clero” intentaban alejarse de tales actividades, no podían sustraerse de ellas por completo.

“La venganza de los oprimidos”

Durante la fiesta “negros, criados, sectores populares, marginados, niños, jóvenes y mujeres” se sublevaban temporalmente contra sus opresores. Los registros de la época indican que la participación en el carnaval era mayoritariamente femenina, sobre todo en los juegos de agua.

Se daba una “suprema transgresión” porque el carnaval “no perdonaba a las autoridades, tuvieran el origen que tuvieran”. Los símbolos de autoridad eran tratados sin respeto y se suspendía el trabajo: una pausa al orden social de dominantes y dominados.

En el carnaval bárbaro, el cuerpo “realizaba movimientos violentos, desacostumbrados, y se descoyuntuaba, es decir, violaba su orden físico cotidiano”. Rompía las normas establecidas sobre comportamiento en el espacio público; no importaba el decoro.

A esta libertad del cuerpo y el alma, explica Barrán en el texto, los contemporáneos la llamaban locura, por los “movimientos absurdos, afloración de todos los deseos y personalidades escondidas, desorden del porte y el aniñamiento en la conducta”.

Durante la fiesta todo estaba permitido: cambiar la voz, hacer gestos exagerados, jugar a ser otra persona, imitar a animales, dejarse llevar; “en otras palabras, transgredirlo todo, desde la estampa física habitual hasta el orden jerárquico político y social, desde la sutil trama en que se reconocía la propia personalidad hasta la gruesa careta a que obligaba la convivencia”.

La liberación corporal llevaba también a la violencia. Había un juego denominado combate que consistía en arrojarse cosas “en el límite de la contundencia”” Acá, como en días de fiesta anteriores, el elemento preferido era el agua. La gente, sobre todo la perteneciente a las clases sociales dominantes, se quedaba en su casa o avanzaba rápido por la vía pública para evitar los ataques.

Entre los elementos preferidos de los combatientes estaban los huevos, harina y polvos colorados, tarros, cajas de lata, canastas, frutas, agua sucia, bolsas de arena y cal, almidón, pintura y gatos (según un registro de 1840).

Este desenfreno también generaba problemas, sobre todo con la población inmigrante que no entendía, se enojaba y peleaba al ser atacada. Además, la gente se caía, se lastimaba, la violencia legitimada daba paso a verdaderas riñas.

El alma aflora

“En estos días en que todos nos solemos disfrazar, es cuando menos disfrazados andamos”, escribió el editorialista del diario salteño Ecos del Progreso en la década de 1800.

Así como el cuerpo, el alma transgredía sus límites durante estos días de fiesta. Se soltaban “las turbulencias de la conciencia, siempre ocultadas y reprimidas ante los demás, y las del inconsciente, siempre ocultadas y reprimidas por el yo”, en palabras de Barrán.

El carnaval “recreaba las utopías de igualdad absoluta y risa enseñoreada de la vida”. Y por eso cabe preguntarse si la ficción era la fiesta o lo que ocurría fuera de esta.

En la liberación del alma tenían un rol protagónico los disfraces y las máscaras, que permitían cambiar de personalidad y de lugar social. “La ruptura de las represiones y el dejar de lado las presiones eran momentáneas, una licencia”, a decir del autor.

Estos excesos del alma preocupaban al orden burgués, que ya desde el inicio del siglo buscaba instalar una cultura “civilizada”; sin embargo, durante la fiesta “los invadían” los impulsos. Nadie escapaba al carnaval.

Con el disfraz llegaban “el desparpajo, la insolencia y la injuria”. La gente, tras las máscaras, gritaba sus verdades, vociferaba rumores y acusaba al de al lado de actos que eran repudiados.

Los juegos corporales y del alma tenían “una alta cuota de erotismo, en sí mismo y por sus derivaciones”. Había una “licencia sexual”, los juicios se frenaban para permitir el acercamiento de la carne. Lo que sí generaba rechazo entre las clases dominantes era que se perdieran “el pudor y el recato” de las mujeres, pero a ellas no les importaba.

Milita Alfaro, historiadora especializada en carnaval, explicó a la diaria que la fiesta bárbara, a la vez que daba libertad, discriminaba “al diferente”, al que no entraba en la lógica del grupo. Eran momentos de algarabía, pero también de xenofobia, discriminación y machismo. El carnaval es “ambiguo”, asegura la experta, “es muchas cosas al mismo tiempo, transgresión y a la vez coerción social”.

El carnaval uruguayo bárbaro era “un paraíso de la materia, una tierra en que se comía, se bebía y se jugaba sin límites”, a decir de Barrán, en el que entraban en escena el gozo, la transgresión, la violencia, el erotismo, el ocio y la crítica social.