Romántica Flores tiene instalado su comercio en una esquina de Barrios Amorín y Canelones. Unos metros más arriba, subiendo desde la rambla, La Facala se prepara para un nuevo Desfile de Llamadas.

A las 20.30 del viernes 11 de febrero ya se puso oscuro por la zona, y la lluvia que amenazó toda la tarde sigue en la vuelta en forma de vientos entre los muchos árboles de la cuadra.

Enfrente del local de la comparsa, en la pared gigante del viejo Colegio Seminario, apoyan la espalda tamborileros prontos y maquillados; uno fuma en soledad con un pie en la pared, otros dos conversan, otro recorre algo ansioso la cuadra hacia arriba y hacia abajo.

En la vereda de enfrente una puerta desprende una fuerte luz amarilla y junto con los que esperan afuera, salen o entran del local forman una señal llamativa que indica que algo importante está a punto de pasar.

Hay autos estacionados y una moto Harley desde la que baja un integrante justo a tiempo para hacer su trámite previo a la fiesta.

El interior del lugar, no muy grande, está ordenado como una parada en boxes de autos Fórmula 1.

A la izquierda está dispuesta una larga mesa con dos bancos igualmente largos a los costados. Sobre el mantel hay recipientes con maquillaje, pinceles y líneas de brillantina caídas en dibujos casuales. El hombre canoso de la moto toma un lugar entre tantos y una de las cuatro maquilladoras le pinta cara a toda velocidad.

Al final del sector maquillaje, otra mesa más pequeña lo espera para recibir su pulsera para desfilar, su gorro y su dominó.

Debajo de una escalera descansan los tambores y las banderas. Alrededor los apuros no se detienen hasta cerca de las 22.00. También se bromea entre técnicos, amigos, familiares y componentes; se adelanta alguna arenga y un niño relojea un tambor y se pone a tocar un rato. “¿Alguien más para maquillar?”, avisa una de las profesionales.

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Foto: Natalia Rovira

Algunos tambores llevan nombres o dibujos en sus lonjas: More, escrito entre corazones; Chino, Guille o Halcón, junto a un anillo y dos alas.

“Este va a ser el próximo jefe de cuerdas”, me dice alguien sobre Damián, el gurí del tambor que ahora espera, con un crucifijo, recostado sobre un auto.

“Yo empecé desde chico a tocar. Aprendí con Pumpido”, me cuenta Damián. “No vengo de familia candombera pero empecé a tocar a los dos años. Cuando era más chico todos los sábados iba a dos o tres comparsas: Las Cuerdas de Ejido con Maxi Esmoris, a la Batea de Tacuarí y después empecé a salir acá. Estoy muy agradecido con la gente de La Facala que me supo querer. Esta va a ser mi tercera llamada y este es un día muy especial. Yo quiero dedicar esta actuación a mis amigos Emiliano y Guillermo, que se fueron, pero yo sé que van a estar ahí; yo los llevo conmigo. También a Gustavo Oviedo. Hoy siento una energía muy emotiva y nuestra actuación va para que ellos también se puedan sumar a nuestro toque desde las estrellas”.

Muy cerca y muy lejos

El origen de esta comparsa hay que buscarlo allá por el 1900. La Facala era un conventillo ubicado en Isla de Flores entre Lorenzo Carnelli y Salto, desde donde salía la célebre cuerda de Los Esclavos de Nyanza. Tocaban por la calle Ejido vestidos de rojo, azul y blanco, y ganaron tantas veces que terminaron “fuera de concurso”.

Mientras fuma un cigarro en la vereda, Marcelo Fernández, periodista, investigador de carnaval e integrante de la cuerda de La Facala (con tambor piano), comparte esta historia de su comparsa y el origen de su nombre: “Un italiano que se llamaba Francisco Amato (“Francisquito” era su nombre de guerra) era el escobero en la época en que no había vedetes ni nada. Ahí el honor de las comparsas se dirimía entre los escoberos. Lo nuestro es un homenaje y un reconocimiento permanente a esos precursores de todo esto. Por eso somos La Facala Herederos de Nyanza”.

“Nuestro toque es de Ansina, de Palermo”, agrega y deja una invitación. “Todos los sábados salimos desde Ejido y La Cumparsita. Desde ya, invitamos a todos los que se quieran acercar. No es necesario saber, ni tocar, ni bailar. Tenemos talleres para la gente que quiera aprender y sumarse a esta comunidad”.

También me dirá “el candombe es sanador de almas, y cuando el alma está bien eso se contagia fácilmente al cuerpo. Pero lo más lindo de esto es la construcción colectiva con toda esta gente”.

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Foto: Natalia Rovira

Su espectáculo 2022

Cuando el tiempo detuvo su andar y quedaron lejos los besos y el calor de los abrazos, el miedo actuó. ¡Y la comparsa era un peligro! ¡Y se callaron los latidos del tambor! Sobraron voces para acusar. ¿Por qué se juntan? ¡Inconscientes!
¡Entonces tocó esperar y templar los corazones sin dejar de repicar!
De a poco se empezó a oír otra vez su cadencia tan particular.
Empezaron a volver. A resurgir los abrazos clandestinos.
Volvió el color al barrio que los esperaba.
Para tocar, cantar y bailar todos y con todos.
Cuidándose para cuidar.
Invencibles, porque así es la unión de los candomberos.

Con ese texto la comparsa cuenta de qué va su propuesta este año, que lleva el nombre “Alegría, la fiesta volvió al barrio. Un homenaje de La Facala a todos los que quedaron en el camino, ¡los que lucharon y seguirán luchando!”.

“Hay terrible plantel”, dice Ariela, integrante de la cuerda de tambores que aquí se siente “como en familia, entre amigos y en un ambiente increíble”.

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Foto: Natalia Rovira

En el segundo piso del local se preparan las vedetes, las bailarinas y las mama viejas. Gladys no tiene problemas en contar que tiene 76 años y que empezó a bailar a los 60. Antes salió en La Gozadera, La Figari y La Fuerza. Vive cerca del parque Rivera y me cuenta que otras compañeras o compañeros vienen a desfilar desde más lejos, como San José y Flores.

“Después de la pandemia, para la gente mayor son muy importantes estos encuentros que teníamos siempre. Venimos, conversamos, y además se nos van todos los dolores. Es como una terapia. Llegás con un dolor, y todo se calma, aunque parezca mentira”.

¿Qué debe tener en cuenta una mama vieja a los fines del concurso?, le pregunto. “La conexión con el gramillero, sonreír y transmitirle a la gente. La mama vieja tiene que conquistar al gramillero. Si lo aprendés pero no lo sentís no sirve para mucho”.

Cerca de las 22.00 el grupo está pronto para ir a desfilar y el clima mejoró un poco. “Acá nadie te va a preguntar a quién votás o cuál es tu opción sexual”, dice otro componente, que se arrima a la charla en la vereda.

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Foto: Natalia Rovira

Llega un ómnibus que llevará a toda la comparsa hasta el comienzo del desfile.

Alexander Cortés es el jefe de cuerda. Empezó a salir en el 92, fue parte de Kanela y su Baracutanga y de Vivir, otra comparsa del Cerrito.

“Leonel de Ávila, el famoso Tío Leo, fue el que nos empezó a enseñar a mí y a Martín. Tocábamos arriba de la mesa en unas tarrinas azules de plástico; era muy complicado comprar un tambor en aquella época. Así aprendimos hasta que empezamos con las comparsas tradicionales”, recuerda.

Le pregunto cómo debe sonar la comparsa en una noche de estas: “Como sabe hacerlo. Tenemos mucho ensayo arriba para disfrutar sin problemas. Lo que hacemos le tiene que gustar a la gente pero a nosotros también. Trabajamos un año entero por una hora (de Desfile de Llamadas); ni siquiera un día. Es mucho laburo para no permitirte disfrutarlo. Yo muchas veces voy serio, atento a muchas cosas, pero quiero que todo el mundo la pase bien. Para preocuparnos tenemos el resto del año”.

Como muchos de sus compañeros, Martín de Ávila, director de La Facala, prefiere no hablar demasiado por su emoción. “Para mí esta noche va a ser muy especial; por la pérdida de mi papá por covid, y por otros compañeros que también tuvieron que despedirse de gente querida. Al mismo tiempo, esto va a ser una alegría. Se viene La Facala, y vamos a dejar todo; eso, segurísimo”.

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Foto: Natalia Rovira

¿Cambio de planes?

Cerca de las 22.30 la comparsa llegó a Durazno y Gutiérrez Ruiz. Allí deben esperar, hasta que les toque su turno, para ingresar a la bajada de Gutiérrez Ruiz, el tramo final de preparación, antes de arrancar su desfile por Isla de Flores.

Alguien hace explotar un montón de fuegos artificiales en el cielo que se suman a los más variopintos brindis con latas de cerveza, vino en caja y refrescos. El cruce de las dos calles está habilitado para cualquier curioso que quiera ver a la comparsa bien de cerca.

Las bailarinas toman una esquina para ellas, los tamborileros otra y las mama viejas se quedan arriba del ómnibus. Ya dan vueltas las estrellas, el estandarte y las banderas.

De pronto el viento de la tarde vuelve renovado y frío y comienza a llover.

Ya desfilaron más de cinco comparsas con lloviznas breves, pero esta vez el agua cae más fuerte. Podría ser la definitiva, justo ahora.

Se nota cierta preocupación en el grupo, sus caras se vuelven más tensas y el frío obliga al resguardo en algún alero. Hay que cuidar los tambores, la ropa y conservar el temple. Las bailarinas se juntan en círculo por primera vez para taparse con sus capas.

Amigas, amigos y familiares alivianan los nervios con su compañía y con la tranquilidad de quien sigue de fiesta, libre de la responsabilidad que se aproxima.

Muy cerca, del otro lado de vallas que habilitan el último pasaje, antes del desfile, se puede ver a otra comparsa que, como sea, saldrá a desfilar. Faltan sólo unos minutos para atravesar esa puerta hecha de caños de metal y, si La Facala logra pasarla, no importará si se viene el mundo abajo. Hay que esperar un rato más y mantener el optimismo que han estado alimentando durante todo el día, durante todo el año, quizás.

Llueve todavía más fuerte. Tanto como para suspender el desfile y dejar a La Facala justo en la puerta y vestida para la fiesta. Uno de los componentes pide a sus compañeros que le presten sus dominó a las bailarinas y a las vedetes para protegerse del frío y la lluvia. Casi despierta el desánimo.

Del otro lado

Más temprano, en aquella charla en la vereda, Gastón Cossia, uno de los más veteranos de la cuerda, me contó que se crio en el Cordón, “un barrio candombero”; dice, con orgullo, que salió en Sarabanda, Mi Morena y Eleguá. “El carnaval es pueblo”, dijo. “En estos ámbitos nos encontramos todos, de las más diversas procedencias, desde el más humilde hasta el más encumbrado. Y es lo que nos hace recordar nuestros orígenes, de dónde venimos. Muchos de nosotros tenemos una hermandad del tambor. Los momentos más lindos y los más tristes los hemos pasado con un tambor. Yo he tenido desde el nacimiento de mis hijos, cuando me recibí, mis parejas, mis amores, pero también he despedido a gente muy querida con un tambor, y he sacado mucha bronca con el tambor”.

La lluvia baja su intensidad, y con notorio entusiasmo los componentes de la comparsa de Palermo pueden ingresar a la antesala del desfile por la bajada de Gutiérrez Ruiz.

Vuelven los rostros de alegría y la inquietud se puede transformar en bromas y en calentamiento. Los tambores van directo a una fogata sobre el cordón para templar las lonjas.

Las vedetes (Fiorella Saravia, Fabiana Meneses y Yessuina Olivera) y las bailarinas pueden terminar de arreglar sus trajes, y también es el momento para sacarse fotos de recuerdo.

Fernanda Peralta, la coreógrafa del grupo, vuelve a juntar a las bailarinas en círculo. Su indicación es precisa y asertiva, sobre los pasos exactos a un costado y al otro de Isla de Flores.

Los tambores comienzan su mutación hasta convertirse en solo ser, como un figura mitológica que se despierta de noche y anuncia su llegada con golpes; primero perdidos, diferentes, tramposos; luego más parecidos entre sí, hasta su unión final de chas chas chas, chas chas.

Su presencia contagia a la comparsa que ahora le toca esperar y los vecinos apostados al comienzo del desfile comienzan a respirar el aire viciado de estreno y emoción.

Ya no llueve y las luces de Isla de Flores acompañan este momento cúlmine e inigualable.

En esa espera última, un hombre de aspecto caricaturesco se mete entre los tambores; su nombre es Eduardo Santos y le dicen el Tío. Lleva una gorra que le queda pintada, igual que su remera, su pantalón y sus zapatos; recorre las filas tocando melodías alegres con su trompeta y con su música borra el último nubarrón en el cielo.

Martín hace una recorrida final por toda la comparsa, y se encarga él mismo de acomodar, milimétricamente, la distancia de los carteles y anuncios que van de vereda a vereda.

Delante del grupo, las vedetes se afirman en sus poses. Las banderas se abren al viento. Los tambores comienzan a sonar y las bailarinas dan sus primeros pasos, decididas.

La muchedumbre a los dos costados de Isla de Flores los recibe con aplausos, frases de celebración y especial afecto. La comparsa suena fuerte y cadenciosa. Los que estaban sentados se levantan y comienzan a bailar; de repente parece un sábado cualquiera; el ritmo de La Facala vuelca a la gente a la calle, que se amontona detrás de los tambores bailando sin vergüenza. Desfila una comparsa en medio de una fiesta. Entre el ritmo y el calor, sólo se distinguen algunos brazos en alto, caras de plenitud y felicidad, ojos cerrados de trance, bocas mordidas de placer y en breves momentos el hombre de la trompeta como una serpentina entre la multitud.