Llegar al Teatro de Verano de Colón en el Monte de la Francesa es encontrarse con vecinos y vecinas que cuidan el estacionamiento, venden entradas, permiten el ingreso, controlan la seguridad del lugar, atienden la caja de la cantina, preparan la comida y animan el escenario. En total son entre 50 y 60 personas trabajando para que el tablado del Monte de la Francesa funcione.
Entrar es ver niñas y niños corriendo, bailando o saltando en un castillo inflable; personas mayores que llegan con sus reposeras y se acomodan cerca del escenario; familias enteras en las gradas de hormigón, pintadas de colores y con los asientos delimitados.
Quedarse es disfrutar de espectáculos de carnaval bien iluminados y con gran calidad de sonido a pocos metros de las gradas, en un escenario que está casi a la altura del público, lo que permite apreciar cada color de brillantina que baila en los gorros de las murgas cuando cantan la retirada.
El fondo del escenario dice a la izquierda “educación”, al lado de una ceibalita. En el medio se lee: “Ninguno de nosotros es tan bueno como todos nosotros juntos”. A la derecha hay palabras en blanco sobre fondo negro: inseguridad, impuestos, desigualdad, recortes, rebaja salarial, pobreza, impunidad, desempleo.
–Aplauda, aplauda –le dice un señor a la niña que tiene sentada al lado, cuando La Gran Muñeca canta la retirada. Y la niña aplaude.
Las murgas bajan del escenario y, mientras la gente se arrima, toma prestados los gorros y se saca fotos, aparece la pregunta: ¿hace cuánto no escuchábamos a un conjunto cantar sin micrófonos? La escena golpea de repente, tras la pausa de las bajadas por los protocolos sanitarios, como una necesidad elemental y una se da cuenta de que todo el verano al carnaval le faltó algo: esta cercanía.
Entre conjunto y conjunto la regla es enfilar hacia la cantina. Una porción de papas fritas cuesta $ 50, con cheddar, $ 60; una botella de medio litro de agua, $ 50. Tras comprar los tickets en la caja toca ir a levantar la comida en la barra, detrás de la que trabajan alrededor de 18 personas esta noche.
El Teatro de Verano de Colón está a cargo de la Asociación Civil Monte de la Francesa, que existe como tal desde 2001, pero funciona como comisión vecinal desde 1997, cuando el gobierno municipal quiso tirar el Teatro de Verano de Colón amparado en un informe técnico del centro comunal zonal 12.
Quienes se juntaron en aquel entonces pidieron ayuda en la Facultad de Arquitectura y consiguieron que se realizara otra inspección, que concluyó que no existían riesgos de derrumbe y que el lugar se podía arreglar. Así, la comunidad salvó el teatro y también el Monte de la Francesa, que hoy es un parque.
Esta historia se puede leer en uno de los carteles de la muestra fotográfica que está en exposición al fondo del teatro. Además de información, hay imágenes de diferentes escenografías, de los primeros carnavales, con una tarima pequeña y una tela blanca de fondo, de las reuniones comunales.
Desde allí arriba la vista hacia el escenario es espectacular. El teatro es grande, en una de las fotos se ve lleno y la leyenda dice que esa noche fueron 3.500 personas. Hoy hay menos, pero el ambiente es de fiesta.
“Tengo la seguridad de que el buen teatro es uno de los medios culturales, de orientación ética y filosófica que más y mejor influyen en los pueblos”, dijo Alfredo Moreno, constructor de este teatro de verano al aire libre que cautiva por la forma curva del escenario y de los asientos. Esa circularidad, que aparece completa desde el punto más alto del espacio, genera una sensación de cercanía.
Los presentadores, un señor mayor llamado Juan y un joven llamado Bruno, anuncian que está por llegar el siguiente conjunto, Curtidores de Hongos.
Mientras esperamos, sortean tres paquetes de yerba Canarias por número de entrada y la gente saca sus papeles a ver si es su noche de suerte.
–Gracias a la vecina Nelly por las pascualinas –dice Bruno.
Acá todo el mundo se conoce por el nombre de pila.
Antes de dar paso a la murga, los hombres recuerdan que están abiertas las inscripciones para los talleres que se dictarán en el espacio cultural durante el año: maquillaje artístico, murga, zumba, fotografía, teatro, ejercicio para adultos mayores.
Las actividades se sostienen con el dinero recaudado a través del tablado de carnaval. La entrada cuesta $ 70, como en todos los escenarios populares. Santiago Serra, integrante de la asociación, cuenta a la diaria que no hacen esto por la plata; aunque la necesitan para seguir funcionando, la motivación es acercar el carnaval al barrio, a gente que quizás no puede moverse a otro lado o pagar entradas de tablados comerciales.
El año sin carnaval complicó su trabajo. “Tuvimos que buscarle la vuelta para financiar y seguir sosteniendo el lugar, por lo menos con los servicios mínimos. Hicimos delivery de lo mismo que tenemos en la cantina y eso nos ayudó a contener. No fue fácil, somos un montón de compañeros que estamos durante todo el año”, relata Serra.
Lo importante es el barrio. “[En el escenario] tenemos buena iluminación, buen sonido, tratamos de que la programación sea la mejor; en la cantina tenemos precios populares de verdad, no vendemos alcohol ni cigarros, no tenemos vigilancia policial, somos los vecinos mismos”.
Aunque este año no hubo tanta concurrencia sostenida por las suspensiones, el coronavirus y, según Serra, también por temas económicos, hay personas que nunca fallan: “Acá tenemos a las ‘abonadas’, como les decimos, que vienen y se sientan todos los días en el mismo lugar”. También llega público de diferentes puntos a disfrutar de este escenario popular.
Antes de que llegue la murga A la Bartola, los presentadores están invitando a la gente a un concurso de baile.
–A ver quién se anima –desafía Juan a un público tomado por la timidez.
Cinco niños levantan la mano, pero el concurso es sólo para mayores de 18 años, por temas de cuidado, y ellos se quedan con ganas de bailar bajo los focos.
De a poco se va arrimando gente, alguna empujada –literal y metafóricamente– por sus acompañantes. Cuando por fin hay cinco personas, comienza el desafío. Suena una de pop latino, alguna cumbia, samba y candombe. El teatro se cae en aplausos a las vecinas y los vecinos que se animaron y hay premios para todos. Una señora con la remera de la murga es declarada ganadora suprema por aplausómetro y recibe tres kilos de Canarias mientras suena un remix de “Chu chu ua”, de Piñón Fijo.
Cuando baja A la Bartola se repite el ritual: arrimarse, ponerse un gorro, sacarse fotos. Aplausos y abrazos entre componentes y gente del público, despedidas con las manos en alto mientras los conjuntos corren al ómnibus para ir a otro tablado.
La noche la cierran los Diablos Verdes. Pasó la medianoche y casi toda la gente que vino temprano permanece sentada disfrutando de los espectáculos.
Vienen niños corriendo desde la zona de juegos, comen algo y se vuelven a ir. Algunas personas filman, gritan para darle ánimos a la murga y aplauden con fuerza cuando una cuarteta les llega.
“Esto que vos ves acá, y el entorno, si no fuera por los vecinos no existía”, dice Serra. La asociación civil tiene una directiva por cuestiones legales, pero “no importa si son parte o si son vecinos, si tenés dos horas para participar tenés el mismo derecho a votar y tomar decisiones”, agrega Luis Guerreiro, que, además de ser parte de la comunidad del Monte de la Francesa, coordina la red de tablados populares.
Guerreiro es enfático cuando dice: “Somos un tablado popular, no somos municipales, no somos de DAECPU [Directores Asociados de Espectáculos Carnavalescos Populares del Uruguay]. Somos de la comunidad”.
Se apagan las luces del escenario y sigue sonando un candombe bajito mientras la gente se saluda y enfila hacia la puerta. En el camino suenan adioses a las vecinas y los vecinos de la cantina, del escenario, de la puerta y del estacionamiento.
–Nos vemos mañana –dice una señora y se aleja con la reposera bajo el brazo.
Conocé toda la programación de los escenarios en la cartelera de Carnaval.