A veces, las expresiones comunes son las únicas que caben. En San Carlos, el miércoles 29 de enero al mediodía, había un sol que rajaba la tierra. Doce horas antes de cantar en el Teatro de Verano Ramón Collazo, la murga La Cayetana arrancaba su viaje hacia Montevideo, uno de sus tantos rituales carnavaleros.
La murga, que cada tarde recorre 130 kilómetros de ida para actuar en los tablados y cada noche desanda los 130 kilómetros de vuelta a tierra carolina, porque al otro día toca trabajar (y empezar de nuevo el viaje), había descansado lunes y martes para llegar con más tranquilidad a la primera rueda del Concurso Oficial de Carnaval.
Las dos horas y media de trayecto incluyeron mate, brownies, pebetes, sandwiches, ojitos, charlas sobre espectáculos de otros conjuntos, bromas pesadas, gestiones logísticas para la noche, mensajes de WhatsApp, risas, una parada en la ruta para rescatar de una columna un cartel de la lista 609 para usar en el espectáculo, aire acondicionado tan frío que apareció una frazada, siestas y complicidad.
Sobre las tres de la tarde, el ómnibus estacionó frente al Montevideo Basketball Club, donde el equipo de maquilladoras ya tenía las mesas prontas para comenzar a trabajar. Mientras un componente se sentaba a que le pegaran las cejas con cascola, algunos se fueron hasta el MAM, los utileros colgaban trajes y un par de personas salieron a hacer compras de último momento para el espectáculo.
Durante la tarde se fue arrimando gente al club, aprontaron de vuelta el mate, jugaron a las cartas, escucharon música, comieron chivitos caseros (como el primer año que salieron, un ritual que eligieron retomar esta vez), le pegaron goma eva brillante al cartel de la 609, cantaron, comieron donas, miraron fútbol, concentraron y arengaron. Cada vez más caras maquilladas, más abanicos, más calor.
El ambiente era de distensión, de camaradería, de tranquilidad, incluso en los puestos de vestuario y utilería, en los que el equipo trabajaba a toda máquina para terminar un gorro, revisar todos los trajes y afinar detalles. Varios integrantes se refirieron al conjunto como una familia y destacaron el factor humano, y lo cierto es que al observar el entorno parecía que, sencillamente, la gente estaba feliz de estar ahí y tenía ganas de subir a cantar.
Sobre las 22.30 la gente copó el ómnibus y partió hacia el Teatro de Verano. Tras una breve espera afuera, cada componente se presentó en la puerta, entró y llegó la hora de terminar el maquillaje en el camerino y dar las últimas puntadas a la tela, con agujas que salían con hilo ya enhebrado de los bolsillos.
Antes de subir, una costumbre que no puede faltar: cantar en las canteras. Último momento de intimidad antes de que se abra el telón y comience el ritual que hace que todos los demás valgan la pena.
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