Corrían los años ochenta. Las ruinas se iban apoderando de la Plaza de Toros, y la otrora monumental obra se había transformado en hierros retorcidos y montones de escombros. Entre esos restos se fueron acomodando varias familias que no tenían otro lugar donde vivir, así como personas solitarias de bajos recursos y otros que buscaban un techo para pasar la noche. Se dice que la plaza aún vive en muchos hogares colonienses, ya que las chapas de la galería, las maderas de los tirantes, ladrillos y adoquines, fueron a parar en precarias construcciones que dieron amparo a muchas personas.

Hasta no hace mucho tiempo, varios parrales de la zona del Real de San Carlos fueron sostenidos por columnas realizadas con los rieles del tren que hacía el recorrido desde el muelle del Real de San Carlos a la Plaza de Toros.

Ante esta situación, desde 1980 a 1990 la Intendencia de Colonia contrató a Francisco Rodríguez como sereno y vigilante de la plaza; además el hombre realizaba tareas de mantenimiento y atendía a los turistas que llegaban hasta el lugar.

A Rodríguez le apasionaba que su hija Rossana le leyera, a la noche y con la luz de las velas, la historia de la Plaza de Toros que formaba parte del libro de los 300 años de Colonia del Sacramento. “Yo no sé leer ni escribir, pero en mi cabeza almaceno todo”, comentaba don Rodríguez.

Real de San Carlos en Colonia del Sacramento. (archivo, abril de 2020)

Real de San Carlos en Colonia del Sacramento. (archivo, abril de 2020)

Foto: Daniel Rodríguez, adhocFOTOS

Oriundos de Barker, paraje del departamento de Colonia, en diciembre de 1973 la familia Rodríguez vendió sus diez cuadras de campo y compraron una casa frente a la Plaza de Toros, donde se mudaron con cinco de sus siete hijos. “Esa Navidad fue la más triste de mi vida”, comenta Rossana “No conocíamos a nadie y sólo teníamos zapallos, boniatos y papas para comer, y una naranjita Esponda que papá compró en el almacén El Toro, pero al menos estábamos todos juntos”. A la sagrada hora del mate, a las 17.00, Rodríguez levantaba en la plaza un trapo rojo, señal que el Perro Portela, capataz de la intendencia, ya había realizado el recorrido por ese lugar. Al ver esa señal, su esposa, Julia Quintana, levantaba otro trapo del mismo color, preparaba un mate amargo que iría a compartir con su marido.

Romero y La China

Carlos Romero vivió en la plaza con su pareja, La China Carro, y un montón de perros. Se habían acomodado a la izquierda de la puerta principal y el baño. Allí tenían un jergón, unas ollas y pocas cosas más. En ese universo, resaltaba el brillo del jarro de aluminio que la China usaba para tomar vino en “el sillón presidencial”, como le decía al tercer escalón de la escalera del acceso principal por avenida Mihanovich.

A las 6 de la mañana ya se escuchaba el martillo de Romero, quien hacía anillos utilizando monedas, que luego vendería o cambiaría por un litro de vino tinto Devoto, en el famoso almacén El Toro, de Abel Devoto.

Cuando llegaban turistas a la plaza, Romero les contaba historias, por lo cual recibía unas monedas que también se transformarían en anillos.

Gritos en la noche

Los muchachos más valientes que se animaban a ingresar a la Plaza de Toros en las noches de luna llena decían que allí aún se escuchaban los golpes de martillo de don Romero y los gritos del viejo Islas. En realidad aquellos sonidos nocturnos los realizaba alguno de esos jóvenes para asustar a los más chicos.

Los niños del barrio jugaban en la plaza, donde uno de los grandes desafíos era llegar al “centro del huevo”, o sea al medio del ruedo, donde debían desafiar al bicherío como había bautizado el Loco Sánchez, vecino del barrio, a quienes vivía en ese lugar.

El incendio de la Plaza de Toros

En las memorias de los colonienses aún se mantienen presentes los relatos sobre el día que “ardió la plaza”. Rossana Rodríguez, a quien el bicherío le decía Pancrasia Robustiana, fue testigo de esa historia. Una mañana llegó don Romero bastante borracho, y al ir a su pieza tropezó con el primus -especie de cocinilla a kerosene- y se destapó el depósito de combustible, cayendo el líquido inflamado sobre el jergón de lana que usaba como colchón. De ese modo se incendió la pieza y cuanto tenía allí adentro. Este artefacto y una caldera negra eran de uso comunitario tanto para cocinar como para calentar el agua para el mate.

Recién llegado al barrio, Rodríguez cruzaba por la plaza para ir a trabajar al campo de Rebuffo, donde sacaba papas. Un día don Romero salió al cruce del nuevo vecino, para preguntarle quién era. Rodríguez se presentó y dijo que tomaba ese camino porque sus alpargatas tenían muchos agujeros y así las cuidaba, y que tampoco podía comprar unas nuevas porque debía debía priorizar poner la comida en la olla para darle de comer a sus hijos.

Real de San Carlos en Colonia del Sacramento. (archivo, diciembre de 2021)

Real de San Carlos en Colonia del Sacramento. (archivo, diciembre de 2021)

Foto: Javier Calvelo, adhocFOTOS

Otros habitantes de la plaza

Santos Díaz Carbajal tenía una numerosa familia que debía de mantener y la situación económica era muy complicada. Debido a esas circunstancias en 1962 decidió mudarse junto a su familia de Villa Pancha, emblemático barrio de Juan Lacaze, y ocupar una parte de la plaza. Díaz Carbajal llegó con siete de sus 12 hijos y con 3 nietos. Con los ladrillos de las paredes derrumbadas hicieron los cimientos de lo que fue luego una humilde casa.

Galván fue uno de los primeros ocupantes de la plaza. Había sido jockey y luego siguió vinculado al hipódromo cuidando caballos. A Galván le faltaba una oreja, producto de un mordiscón recibido por un caballo.

Otro jockey jubilado que habitó la plaza fue Gumersindo Fuentes y su esposa Elena Geroncio García. Conocido como El Viejo Islas, Fuentes era canastero de profesión; trabajaba con mimbre y juncos que cortaba en la zona de Los verdes, frente al actual Hotel Sheraton. El hombre tenía tres caballos, uno de ellos un hermoso tubiano, y de noche los metía en la pieza que ocupaba debajo de las gradas de la plaza, a la derecha en la boletería. Era un viejo muy rezongón pero muy bueno con los niños del barrio. Un día fue a cortar juncos al río y no volvió más.

El Mudo fue otro de los personajes que vivió en la plaza. Dicen que era “un negro grandote”, sordomudo, que pasaba todo el día con una enorme carretilla. Apareció en el verano de 1975. Gritaba y aullaba, retumbando la plaza, lo que le causaba mucho miedo a los niños.

El Loco Olivera era un vecino que vivía en la zona y pasaba todos los días por la Plaza de Toros, donde el bicherío les daba unas monedas para que trajera pan de la panadería de Puch, ubicada en la curva del Real. Olivera caminaba muy ligero y recorría todo Colonia en el día, y cuando compraba el pan volvía, rápidamente, comiendo el mismo hacia la plaza. Cuando demoraba mucho en retornar al abandonado circo taurino, era casi seguro que Olivera ya no tenía nada para compartir con aquellos que les habían solicitado ese mandado.

Anita Villegas fue otra vecina ilustre del barrio que vivía cerca de la plaza. Tenía dos vacas que las pastoreaba todo el día. Usaba pantalón y por encima del mismo se colocaba una pollera, acompañado de un pañuelito de color, y siempre llevaba colgado un bolso chismoso. Murió con más de cien años. En el boliche del Careta Díaz tomaba unos vinos y luego le pedía a los niños que la acompañaran hasta cruzar el ombú.

El Panza Fernández también vivió en la plaza y los gurises del barrio le habían dedicado unos versos. “El verdugo Sancho Panza, ha matado a su mujer, porque no tenía dinero para irse, para irse .....al café”. El Panza les tiraba con la honda para asustarlos y era el desparramo de los niños.

La cieguita Mendaro y don Carro vivían en el barrio, en lo que fue el viejo local de la seccional séptima de Policía, donde se encuentra la emisora de Radio Real. La cieguita iba en el ómnibus urbano a cobrar la jubilación al centro de Colonia y cuando regresaba iba calculando donde debía bajar. Llegado el momento empezaba a repartir bastonazos y decía: “Al suelo quiero ir”, hasta que le abrían la puerta y enfilaba al almacén El Toro a tomarse unos vinitos.

La Garza del Monte era una coqueta vecina, muy elegante que vivía en la zona del monte del hipódromo y los niños le llamaban de esa manera.

Papuza Parodi vendía postales, artesanías y mates, y cuando venían turistas los ayudaba a entrar a la plaza a pesar de que eso estaba prohibido; a cambio de ello, el hombre recibía algunas monedas.

El tinto Caluva

El vino tinto Caluva elaborado a pocos kilómetros de la plaza era el preferido por el bicherío. Los principales boliches eran el Almacén El Toro, de Devoto, por avenida Mihanovich, el de Juan Ferreira y el del Careta Díaz, cercano al Frontón Euskaro.

Ferreira le alquilaba una pieza a Anita Villegas y daba fiado con libreta a sus clientes. Cuando compraban alguna mercadería anotaban ellos mismos en la libreta, y cuando le iban a pagar Ferreira les decía: “Saque la cuenta usted de cuanto me debe”. Ferreira era analfabeto.

Algunos de los gurises del barrio eran Alcides Quintana, Carlos y Rossana Rodríguez, Jorge Quintana, los flaquitos Carro, Alejandra Taberna. Se dice que “el aullido de los perros en pena, son el alma de Islas y de la China”

Agradecimientos: Rossana Rodríguez y Alejandra Taberna.