En 1946, cuatro hermanos de apellido Greising, propietarios de comercios en Tarariras y Nueva Helvecia, compraron un antiguo casco de estancia ubicado entre la ruta 1, a la altura del kilómetro 155, y el Río de la Plata. Allí proyectaron la creación de un balneario, que tendría centenares de lotes, decenas de calles -rectas algunas y sinuosas otras- y un par de avenidas centrales.

Los hermanos Greising, con la ayuda de muchos obreros, se dedicaron a aplanar las dunas existentes y a desarrollar una frondosa forestación que todavía distingue al lugar. A ese balneario finalmente le denominaron Santa Ana, en homenaje a Ana, la madre de aquellos cuatro hermanos.

Maren Greising es la nieta de Alfonso, uno de aquellos muchachos que imaginaron el boscoso balneario coloniense. “Mi abuelo, con tres hermanos suyos -Julio, Óscar y Juan-, soñó con un proyecto de fraccionamiento y compró el casco de estancia de los Arce, donde hicieron el fraccionamiento con un ingeniero de apellido Torterolo”, recuerda.

Los primeros edificios del balneario fueron la casa de la familia Greising, “que tenemos hasta hoy”, la hostería Don Guillermo, el tanque de agua y el edificio de la administración. Esas obras fueron diseñadas por el arquitecto Miguel Ángel Odriozola. Después se ejecutaron las rampas de bajadas y los cambiadores en la playa, “que se llevó una crecida del río”. “También se construyó el actual parador El Palenque, que fue cedido a la Intendencia de Colonia”, recuerda Maren.

La mujer destaca que en la planificación del balneario se previeron los espacios para la escuela, la policlínica y la plaza. “Estaba muy planificado territorialmente”, resalta.

Los fundadores quisieron que los nombres de sus padres pasaran a la posteridad en esa zona del departamento de Colonia. “El balneario lleva el nombre Santa Ana, pero sin ninguna connotación religiosa”, sino “por la madre de ellos, Ana Gseller, a quien consideraban una santa porque era una mujer espléndida”. En tanto, al coqueto edificio del alojamiento le pusieron hostería Don Guillermo “para recordar a su padre”, explica la nieta de Alfonso.

El vínculo de Maren con ese balneario es muy profundo: “Aprendi a caminar en la playa de Santa Ana; mi vida transcurrió entre Tarariras y Santa Ana hasta los 18 años”, destaca. Hace medio siglo “era tranquilo, familiar y durante el año no vivía mucha gente”.

El crecimiento del pueblo

Mercedes y Miguel vivieron en Tarariras hasta hace cuatro años, cuando se jubilaron y decidieron radicarse en Santa Ana “buscando tranquilidad”. “Tenemos este terreno desde hace 42 años y siempre vinimos porque mi padre fue uno de los fundadores del club de pesca de Santa Ana”, dice la mujer. Las memorias de Mercedes sobre el balneario se remontan hasta hace “más de 50 años”, cuando “todo era vegetación y arbolado y el pueblo estaba más cerca de la rambla”.

“Aquí sobra tranquilidad”, apunta Miguel, aunque, recuerda, hace algunos años hubo una seguidilla de robos a “porteños que eran muy confiados”.

Mercedes valora que “existe mucho vínculo entre los vecinos”. “Hay muchos jubilados que vinieron a vivir hace pocos años, que también buscan tranquilidad”, apunta el hombre.

El crecimiento poblacional del lugar es llamativo. Los vecinos recuerdan que hace diez años eran cerca de 300 habitantes, mientras que hoy son cerca de 800. Ese aumento ha sido acompañado de un desarrollo de la actividad comercial. “Tenemos varios almacenes, carnicería, barraca, policlínica. Lo único que nos falta es un cajero automático”, apunta Miguel.

Iris Gómez llegó a Santa Ana en 1975 desde Tacuarembó junto a quien era su marido. La mujer -maestra de profesión- quedó encantada con el lugar apenas conoció el camino de ingreso. “Siempre había imaginado vivir en un lugar con este arbolado”, dice Iris, quien acaba de publicar el libro Balneario Santa Ana. Colonia, que recopila decenas de crónicas de prensa.

“Hice este libro con material que la gente trajo. La zona necesitaba un libro, porque la gente pregunta cómo se formó el balneario”, explica.

Iris tiene una memoria frondosa: evoca lugares, situaciones, y los nombres de vecinos y de los alumnos que pasaron por la escuela del balneario en la que trabajó un montón de años.

“Cuando llegamos a Santa Ana nos pareció el paraíso, y me llamó la atención que todos los negocios los manejaban las mujeres, hasta la carnicera era una dama, y hoy sigue siendo así, porque los hombres salen a trabajar a otros lugares”, explica.

Iris escribe todos los días en su computadora: narra sus memorias de Santa Ana, así como de sus años de estudiante en Tacuarembó. “De Santa Ana recuerdo mucho aquella tranquilidad que conocí, cuando la gente incluso iba a dormir a la playa en las noches, porque siempre fue muy tranquilo y por eso a los adolescentes a veces no les gusta mucho”, señala.

Iris observa que el balneario “ha crecido mucho” y ha captado “a un grupo de artesanos, pintores, artistas, que viven para el otro lado”, es decir, en la zona boscosa más alejada de las casas donde se ubican “los vecinos más históricos”.

Desde hace varios años en el balneario funciona una biblioteca popular que lleva adelante una comisión integrada por los vecinos. “La biblioteca funciona muy bien, es impresionante el movimiento que tiene, y con la pandemia la gente tiene una gran avidez por retirar libros”, señala. “Estar acá es una paz, y yo no encuentro aburrimiento porque siempre busco cosas para hacer”, afirma la mujer.

Foto del artículo 'Balneario Santa Ana: el paraíso boscoso de las costas colonienses'

Foto: Ignacio Dotti

Tercera generación

Paola Bermúdez integra la tercera generación de una familia que se afincó en Santa Ana hace más de 60 años. “Este es mi lugar y el de mi familia. Tuve la suerte de que mi abuelo viniera a trabajar con los fundadores y desde entonces mi familia forma parte del lugar, y mis hijos también están enamorados del lugar”, afirma, orgullosa.

Ella, sus hijos y su madre cursaron primaria en la escuela del balneario. Ahora, Paola integra la comisión de fomento de la escuela y la de los vecinos del balneario.

“La escuela ha crecido muchísimo desde hace cuatro años, y con la pandemia ha venido más gente a vivir”, dice la mujer, y agrega: “Aquí prácticamente vivimos en una burbuja, la gente está súper tranquila, anda en bicicleta, camina, con mucho espacio, y no quiere salir de acá.

Paola considera que Santa Ana “tiene todo lo necesario para vivir”, aunque “quizás falte algo en la parte de atención médica, un poco más de atención, porque hay una enfermera de mañana y un médico que viene tres horas por semana, salvo en los meses de verano, que hay médico permanente”.

Paola es propietaria de una inmobiliaria, y desde allí también observa el crecimiento en número de habitantes registrado en los últimos años. Cree que la cifra seguirá aumentando. “A mí me encantaría que quede así, pero ha aumentado la cantidad de gente que vive en el lugar, aunque no se nota mucho, porque cada uno está en sus espacios”.

“Ahora nos pasa que vamos a la escuela y no conocemos a algunas familias”, observa. También percibe la avidez por instalarse en Santa Ana en su actividad laboral. “El año pasado hubo más interés por la compra de casa que en años anteriores, y lo mismo pasó con los alquileres”. “Los compradores de casas son del departamento de Colonia”, agrega.

El proyecto inmobiliario

Santa Ana fue proyectado como una inversión inmobiliaria por los hermanos Greising “en un momento en que ellos estaban muy bien económicamente”, explica Maren Greising, y recuerda que en esos años “les ofrecieron hacer la misma inversión en Punta del Este, en Maldonado, que era un balneario chiquito”.

Sin embargo, optaron por Colonia porque querían un proyecto de desarrollo donde vivían. “El real motivo era que Tarariras no tiene agua por ningún lado, y ellos pensaron que la gente de esa localidad”, ubicada a unos 20 kilómetros del balneario, “iba a querer habitarlo como lugar de veraneo”, agrega.

Como suele ocurrir, la bonanza que gozaron los hermanos Greising durante varias décadas fue jaqueada por una crisis económica que “los llevó a hacer algunos negocios apurados, como vender una cantidad de terrenos a una sociedad anónima argentina”. “Apuraron el negocio por la crisis de los comercios que tenían en Tarariras y Nueva Helvecia, y los avatares les impidieron seguir haciendo cosas”, agrega, con cierta nostalgia.

Cientos de aquellos predios que conformaron el fraccionamiento original quedaron “en un limbo”, porque quienes los habían adquirido dejaron de pagar los tributos municipales correspondientes. En los últimos años decenas de personas comenzaron a ocupar esos terrenos, en muchos casos haciéndose cargo de las deudas de contribución inmobiliaria con el objetivo posterior de tramitar la prescripción adquisitiva treintenaria.

La nieta de Alfonso Greising sostiene que ha habido usurpaciones de terrenos y propiedades a sus legítimos propietarios. Incluso, los sucesores de la familia fundadora han concurrido a la Justicia para dirimir algunos de esos casos.

“No puedo dejar de decir que me siento orgullosa de lo que hizo mi abuelo con sus hermanos. Siempre vi hermoso a Santa Ana, y tiene un impacto muy fuerte en mi vida. Pero hay algo que no me gusta, porque veo que están pasando cosas que no están buenas, que no son honestas, que no se resuelven, y eso me duele y también me fastidia”, dice Maren.

Los amigos del bosque

Ilustración: Lucas Viñoli Knuser

Ilustración: Lucas Viñoli Knuser

Diego García tiene 49 años. Vivió en Juan Lacaze hasta los ocho años y después se mudó Colonia del Sacramento, donde trabajó intensamente como fotógrafo, diseñador gráfico, editor, y hasta como propietario de un bar cultural.

Se enamoró de Santa Ana a través de la ventanilla del ómnibus que cubre el trayecto entre Colonia y Juan Lacaze. “Me fui enamorando del bosque desde la ventanilla del ómnibus, y un día compré un terreno e hice una casa. La casa estuvo pronta a finales de 1999. Tuve muchos años la casa en Santa Ana y el estudio en Colonia, hasta que un día le dije a mi socio que había metido la mano en la tierra y que no quería volver más a la pantalla”, cuenta.

Al costado de esa casa, Diego construyó una más pequeña, donde actualmente vive con su hijo de 12 años. “Empecé a alquilar la primera casa que construí y vivo de eso; la gente llega a través de la página de Airbnb. Siempre está ocupada, porque tiene una puntuación muy alta y la alquilo barato”, comenta.

En Santa Ana, Diego encontró “el vínculo con las plantas, la tranquilidad, la posibilidad de que mi hijo se desarrolle en un ambiente muy abierto”. “Hay una cuestión visual y paisajística que es alimento y que me complace todos los días. El bosque y el río son una maravilla constante de luces que te van atrapando”, resalta.

Diego habita en el bosque, “en el otro lado” señalado por los “vecinos históricos”. “Se ha armado un tejido humano, con gente que protege e interpreta el bosque, y hay una movida muy linda desde lo cultural para integrarse a un lugar y no romperlo, y desde ahí se hacen vínculos muy buenos”.

Las diferencias entre los vecinos más antiguos con aquellos que integran “un poblamiento más reciente también tiene que ver con la fabricación de prejuicios que se derrumban cuando nos vinculamos”, señala.

Diego no elude las críticas que reciben quienes acceden a los terrenos mediante “ocupaciones” o “procedimientos constitucionales”. “Rompamos con la hipocresía: la ocupación de terrenos es histórica en Santa Ana, y se ha hecho de muchas maneras, también de modo constitucional, pagando la contribución y haciendo los trámites de prescripción”, dispara. Y agrega que “cuando hacemos un análisis de los resultados de esas modalidades de ocupación, los resultados son muy beneficiosos para el entorno”.

Diego integra la Asociación Amigos del Bosque, una organización que propone “un modelo de desarrollo que debe ser en función del bosque, y las soluciones deben ser a medida, no trayendo ideas de ciudad, que era lo que estaba pasando, y por eso Santa Ana estaba perdiendo su gracia: por un tema cultural, de formación, se iba perdiendo el bosque. Ahora eso está más contenido, y la población cuida más el ecosistema”. Esa mirada, aclara, no se contrapone con el desarrollo inmobiliario, “sino que le da un valor agregado impresionante”.

Amigos del Bosque ha desarrollado gestiones ante la comuna coloniense y con las organizaciones de vecinos para promover “el cuidado” del balneario. “Quienes defendemos el bosque en realidad tuvimos una etapa muy propositiva con el gobierno departamental y de diálogo con las organizaciones de vecinos. Hemos invitado al diálogo por medio de diferentes proposiciones, hemos pensado el lugar con técnicos y hemos traído arboristas, biólogos, especialistas en hongos, en aves”, pero “hemos sido sistemáticamente ignorados por los gobernantes”.

Para García, “quienes vivimos en Santa Ana nos oponemos a un modelo de desarrollo del balneario que no tenga en cuenta el cuidado del ecosistema”. “Creo que ahí finalmente coincidimos”, concluyó.