La dictadura del doctor Gabriel Terra, en 1933, fue una experiencia atípica, tanto para el concierto latinoamericano como para la historia posterior de Uruguay. A diferencia del más reciente proceso dictatorial de 1973, el ejército se mantuvo al margen. Sus líderes, desde un discurso “civilista”, quisieron legitimar al nuevo régimen y fundar una “tercera república”.

Por eso, la dictadura terrista será una etapa de ruptura y continuidades, en la que entran en crisis algunos presupuestos del consenso democrático y social elaborado por los partidos, pero también se perpetúa el rol del Estado como mediador y dispensador de beneficios sociales.

Será, por tanto, una dictadura “moderada” a nivel ideológico, en la que se rechazarán las estridencias del discurso “fascista” que predominaba en algunos países de Europa y América, a la vez que se atemperará el reformismo batllista sin perder su vigencia y ascendencia.

Desde Colonia, Raúl Barbot, en su libro Desde la Plaza Pública, impreso en 1937, planteará las repercusiones de este proceso en el plano nacional y local. El texto, que aborda específicamente el año 1933, constituye una dura crítica al nuevo régimen. Pero además de narrar la peripecia vital del autor en esos meses –como miembro del partido blanco y militante antigolpista– el libro revela parte del imaginario uruguayo de esas primeras tres décadas.

La sociedad uruguaya que festejó el centenario aparecía como una comunidad optimista. La “hiperintegración” social, la alfabetización, el consenso democrático, el valor de las virtudes cívicas, el respeto y la tolerancia constituían algunos de los rasgos ejemplarizantes del “país modelo”.

El liberalismo político aunado al estatismo hacían que el sujeto se viera especialmente como ciudadano, y que lo público se imbricara en lo privado. Desde estos postulados queda consagrado el valor de un título como Desde la Plaza Pública, en el que el ámbito del “afuera”, del espacio público, es el único adecuado para la discusión y la vida política.

El Uruguay de Terra

Los uruguayos de 1930 asumían ciertos mitos que marcaban su vida personal y pública (mitos que continuarán hasta 1950 para luego entrar en crisis y quedar –parcialmente– desacreditados). Este imaginario hablaba de un país que se diferenciaba de su entorno latinoamericano, de una sociedad “europeizada” que no compartía las rémoras de sus vecinos. En ese país predominaban los sectores medios: la medianía era una virtud y era la forma de insertarse en los marcos sociopolíticos del Estado (en su clara faz asistencialista).

Esta carencia de estridencias conducía al consenso, a la afirmación de la democracia y al respeto a las reglas del derecho. Ese respeto a las reglas de juego políticas, esa profesión de fe liberal mediatizada por el Estado, se asentaba en la alfabetización y en la existencia de ciudadanos cultos.

Aunque se había instaurado el voto secreto, que daba cierta privacidad al acto eleccionario, la política –y en varios planos, la vida en general– se entendía desde lo público. Ante una sociedad civil de estructura débil, el sujeto se vivía especialmente como ciudadano, para así quedar encuadrado en los marcos del Estado y los partidos.

El año 1929 asiste, además de a la crisis económica mundial, al fallecimiento del líder colorado José Batlle y Ordóñez. Sin embargo, ya desde 1916, con el “Alto” del presidente Feliciano Viera (instancia que, por otra parte, implicó la electoralización masiva del pueblo uruguayo), se hacía visible el malestar con el sistema político, al perder peso el batllismo y comenzar a fragmentarse los partidos. Al comenzar la década de 1930 con la caída del peso como signo más evidente, se conducía, junto al agravamiento de la crisis económica, a un claro reagrupamiento de los partidos tradicionales.

Las elecciones de 1930 llevaron a la presidencia al doctor Gabriel Terra, un batllista de signo heterodoxo, con importantes vinculaciones con los sectores empresariales y los inversionistas extranjeros. Esto derivó en una división del oficialismo.

Las elecciones también habían escindido al partido blanco, desligándose Herrera del recién creado “nacionalismo independiente” (corriente nacida del antiguo principismo blanco).

La Constitución de 1919 con un Ejecutivo bicéfalo y colegiado obligaba –si no existía un clima de concordia– a numerosas componendas políticas para poder gobernar. En 1931 la mayoría batllista del Consejo Nacional de Administración pactaba con el Nacionalismo Independiente con base en el Senado (el denostado “Pacto del Chinchulín” en frase de Herrera), para hacer frente a la problemática económica.

Las clases altas y los grupos conservadores presionaban para un “cambio de timón”. La separación entre el presidente y el Consejo era palpable. Terra se va a acercar a Pedro Manini Ríos y a Luis Alberto de Herrera, contando además con la simpatía del Comité de Vigilancia Económica (que reunía a los estancieros, industriales y comerciantes). La meta era reformar la Constitución, terminar con el colegiado (sustituir la “politiquería” con un gobierno “ágil” y “barato”). Ante la negativa del Poder Legislativo a convocar a un plebiscito, se volverá inminente el golpe de Estado.

Este segundo “Alto de Viera”, de signo rupturista, se concretaba con la dictadura el 31 de marzo de 1933. Las Fuerzas Armadas se mantuvieron al margen. Las fuerzas policiales y los bomberos fueron el sostén del “cuartelazo”, aplaudido por las clases altas locales y el capital extranjero.

El martirio de Baltasar Brum, la huelga general de la Universidad y las airadas críticas en el Parlamento fueron las únicas manifestaciones de rechazo. El grueso de la población permaneció al margen; los torneos deportivos o los ecos del carnaval colmaron el fervor de esos días.

Colonia y los anuncios del golpe

Mientras la exportación de arena y piedra se había resentido en el departamento de Colonia por la crisis económica (se buscaba negociar una rebaja de impuestos con el gobierno argentino), la discusión acerca de la reforma constitucional estaba sobre el tapete.

El 3 de enero el director del periódico nacionalista independiente La Unión, el doctor González Moreno, condenaba en un artículo a la “fracción personalista” del Partido Nacional (o sea, al Herrerismo) por tender a la alteración del orden público y a la guerra civil.

A fines de febrero, según el mismo medio de prensa, se formaba el Comité por la Libertad y la Democracia, con una proclama dirigida a “los hombres de sana y recta intención”. “Ser o no ser. Callar en instantes en que se pretende hacer mangas y capirotes con los destinos y la suerte de la patria, es revelar vergonzante timidez o cobardía”, manifestaban.

Para los miembros del comité, esa indiferencia ante los “amagos de convulsión o de motín” era indigna de “un pueblo amante de la libertad y enamorado de la justicia y del derecho”. Por eso los ciudadanos estaban obligados a exteriorizar sus preferencias y a “expresar públicamente cuál es su posición espiritual en esta emergencia”.

Esta toma de conciencia se proyectaba a la posteridad: “No queremos legar a nuestros hijos la mancha que se extendería en el horizonte de sus vidas si cuando al despertar de ellas se encontraran con que sus progenitores habían permanecido apáticos e indiferentes en momentos en que los destinos de la patria se encontraban amenazados por los 'bárbaros modernos', que no habiendo podido ver satisfechos sus deseos y sus ambiciones mediante las vías legales y democráticas se habían aprestado –cual nuevos Atilas,– a destrozar, con los cascos de sus potros, la exuberante pastura de los campos de la patria”. Ante esta situación, el comité se declaraba reformista en un sentido amplio, en el sentido de aspirar a una reforma sin apartarse de la Constitución nacional.

El manifiesto lo firmaron Tomás Machuca, Julio C González Moreno (director de La Unión), Miguel A Porras, Orestes Alpuy Asconeguy, Francisco Leguizamo, Julio Leal, Juan Montiel, Alfredo Mourglia, Domingo Rovira, H Hernández Torres, Juan J Quinteros, Arturo A Hernández, Miguel Cutinella, José Leal, Ulises Pegazzano, Pedro R Costa, Domiciano Leal, Luis A González y Alejandro Poppa, según publicó La Unión en su edición del 21 febrero.

Desde el periódico La Colonia también se condenaba el afán reformista a ultranza. “No hay que hacerse ilusiones –se expresaba–, modificar el régimen de gobierno es necesario. Hay que quitarle las imperfecciones actuales. Pero antes, lo imprescindible es atender y resolver los más graves problemas económicos, financieros y sociales, en los que radica la verdadera y casi única causa de la mala situación del país”.

La reforma constitucional “a tambor batiente” tan sólo servirá para distraer tiempo y esfuerzos, se reflexiona, para concluir con este axioma: “No hay que hacerse ilusiones, repetimos, con las promesas de los reformadores impacientes e intransigentes, ya que para esperar el bien creemos más de los hombres que de los regímenes”, señala La Colonia el 28 de marzo.

El 31 de marzo La Unión salió a la calle con numerosos espacios en blanco. Un artículo que escapó de la censura alerta sobre el “Neo–Reformismo”, para que el pueblo no caiga en la emboscada de un grupo de hombres “de las ideas y las tendencias más antagónicas” que buscan reformar la Constitución “violando la misma Constitución”.

Raúl Barbot: la democracia y el golpe

En agosto de 1933, el descubrimiento de un presunto “complot dinamitero” en Colonia del Sacramento,llevó a la cárcel al escribano Raúl Barbot. En Desde la Plaza Pública(1937), si bien hablaría sobre su encarcelamiento y los malos tratos de la Policía de Investigaciones, también reflexionaría acerca de su derrotero biográfico, la dictadura en Argentina –como anuncio de la uruguaya– y la vivencia y percepción de la democracia.

La vida “democrática ejemplar”, la confianza en el respeto a las instituciones que tiene el pueblo, el desengaño que implicó el golpe y la lucha contra la “tiranía” y la esperanza recobrada son los tópicos y las imágenes que presenta el texto. En otro plano, se describe la imbricación de la vida privada en la pública: la plaza pública como la antigua ágora de la polis griega, el centro de relacionamiento social, el lugar que otorga sentido a la ciudadanía.

El siguiente comentario y análisis del libro se hará siguiendo, a grandes rasgos, su estructuración. El autor desciende de una familia de vascos llegada al país en la etapa preconstitucional. El abuelo paterno, nacido en Montevideo, conspiró contra Bartolomé Mitre cuando este combatía en Paraguay. Fracasó en su intento, por lo que estuvo nueve meses en prisión. Regresó a Montevideo para luego ser matado junto a Bernardo P Berro.

Otros miembros de su linaje participaron en el Quebracho y la Tricolor. Su padre fue encarcelado más de una vez por Idiarte Borda. Apasionado defensor de los ideales del Partido Nacional, al morir recibió el homenaje de sus propios adversarios (la Junta Económico Administrativa, integrada exclusivamente por colorados, le puso su nombre a una calle).

Sobre esta actuación de su familia expresa con orgullo: “Nuestro abuelo, nuestro padre y yo conocimos la cárcel en momentos de predominio de los déspotas, sin que nuestro manto de dignidad y hombría de bien sufriera un rasguño. Siempre que agonizó la democracia o la libertad, un calabozo o una celda se abrió para encerrar a alguno de nuestra estirpe” (página 12).

Raúl Barbot durante 20 años fue secretario en el Poder Judicial y escribió algunos libros como Las sucesiones (elogiado por el decano de la Facultad de Derecho de París, el profesor René Desmogue), La autonomía municipal y una obra de teatro –estudio sobre la psicología del amor– titulada Formas de amor. Se le ofreció ir al Parlamento como diputado nacionalista, pero no aceptó porque no se consideraba “un profesional de la política”.

El principio del relato se da 1930: “El 6 de setiembre de 1930, por la tarde, desde la plaza 25 de Agosto de Colonia, desde donde os hablo, por las radios de los comercios vecinos, oímos que el General Uriburu al mando del ejército argentino había tomado la casa Rosada sede del gobierno Constitucional que presidía el Dr. Irigoyen. Quedamos asombrados ante lo que oíamos y al momento dijimos a nuestros amigos presentes: 'Qué triste hecho', 'Qué mal ejemplo nos dan los vecinos'”.

Un refugiado del régimen argentino en Colonia, Raúl G Luzuriaga, que había protagonizado un intento de levantamiento, se contacta con Barbot. En la charla que mantiene con el autor, este le manifiesta que los uruguayos no sufrirían la dictadura ni 24 horas: “Nuestro pueblo está educado en la democracia y sabe que el régimen dictatorial quebranta la igualdad en beneficio de la indignidad y la bajeza”.

La excepcionalidad uruguaya queda aquí evidenciada. También se sugiere que el impulso golpista pudo ser un “mal” importado. La contraposición entre la “virtud” del sistema democrático y la “bajeza” del sistema dictatorial es por demás paradigmática de la tónica del libro. El pasaje de un régimen a otro se debe a la voluntad personal, a una degradación en la moral humana que va de la “bondad” al “vicio”. Esa vocación del Uruguay para la democracia comportaba la clave de bóveda del imaginario del país en la década del 20 y comienzos de la del 30. La culpa a la coyuntura, a la influencia exterior, a la “maldad” de ciertos hombres, era la única explicación posible para Barbot y gran parte de sus contemporáneos.

Luego de narrar las peripecias de una fracasada expedición para liberar presos políticos en la isla Martín García (una información errónea ubicaba allí a Marcelo T Alvear), se detalla la vida pueblerina de la ciudad en instancias de elecciones.

Aquí Barbot, en un tono emocionado, bosqueja su particular “idilio democrático”. “Volvemos a la plaza del pueblo a continuar nuestras charlas en noches apacibles y acordes con el ambiente político y social. Se puede hablar con toda libertad sin temor de que al hacer tal o cual afirmación o imputación en el amplio campo de las ideas políticas, pueda aparejar desabrimiento o desazón en el espíritu de algún amigo. La tolerancia y respeto es absoluta”.

Luego define a la plaza del pueblo como “tribuna obligada y siempre elegida en vísperas de elecciones”. “Es la sala y jardín común del pueblo que conserva siempre una grata apariencia familiar. Allí concurre todo el vecindario en las horas de descanso, de solaz y cuando se anuncia un orador, allí éste nos encuentra y lo oímos sin preguntar a que partido político pertenece. Y esto no os debe extrañar, lector, porque en días de elecciones hemos visto varias veces comer junto al electorado blanco con el colorado, al verde con el amarillo”, describe.

En estos “campamentos comunes”, según Barbot, se constituyen “mesas a lo Licurgo y juntos parten a votar, gritando unos 'Viva el Partido Nacional' y otros 'Viva Batlle'. Se confunden los gritos en el mismo esfuerzo, se aplaude con sana alegría al pasar la enseña blanca frente a la colorada o la colorada frente a la blanca”.

Barbot contrapone la concordia de esos años con los atropellos que trajo la dictadura. Con todo, aunque algunos rasgos estén exagerados, bien puede verse que para el autor el espacio público funda y consolida la vida política, hermana a la sociedad, en un ámbito signado por la tolerancia.

El imaginario democrático aflora a pleno, pero luego es matizado: “Verdad es que aún el pueblo no tiene un concepto acabado de la democracia, que está en la ley y en los hombres superiores, pero ha aprendido a respetar, lo que es mucho”.

Este escepticismo hacia las masas se atempera por el influjo de los “hombres superiores” y su ejemplo educativo. El ideal democrático, según Barbot, radica en unos pocos, y el resto lo percibe de modo reflejo, respetando sus ritos y fórmulas. Radicaría aquí la falta de oposición social a la dictadura, conclusión que, pese a todo, el escritor no se anima a adelantar de forma explícita.

Los rigores de la dictadura

El régimen de Terra empleó a la Policía como fuerza coercitiva para sustentarse (a la cual Barbot compara en su libro con los “camisas negra” de Mussolini). La subversión del orden liberal hacia otro autoritario trajo aparejadas una serie de represiones discrecionales hacia los opositores, alterando órdenes y símbolos sociales.

Otra vez el escenario de la plaza pública, la manifestación palpable de estos cambios: “El banco de la plaza había perdido a la mayoría de los tertulianos y la plaza había tomado otro aspecto en armonía con la nueva época”.

La banda municipal fue disuelta y se constituyó otra por el Batallón 11 de infantería. “Música de candombe, de bombo y platillo, que trae a milicos y chinas cuarteleras”, comenta el autor, aludiendo sin duda a las experiencias militaristas de Latorre y Santos, y su apoyo entre las clases bajas. “Era evidente ya el dominio de la soldadezca sobre el pueblo”, añade.

Algunas personas se rebelaron contra este clima social. Dos comerciantes organizaron con el Club Batlle una asamblea en homenaje a Baltasar Brum para el 31 de mayo. La asamblea se realiza en la plaza y concurre todo el pueblo: “Hombres, señoras, niños y niñas”, según Barbot.

Mientras hablan el doctor Daniel Fosalba y Rogelio Dufour irrumpe la Policía con un piquete del batallón. “Revólver, bayoneta calada y sable en mano, así se atropella. Un torbellino de horror y violencia domina el ambiente. Señoras, señoritas y niños corren y caen entre los canteros. La mayoría de los hombres huyen ante la amenaza de las armas de fuego y punta hiriente de las bayonetas. Los que han quedado gritan: '¡Cobardes, no tiren! ¡Guarden las armas, vasallos!'”, sigue el relato.

Se ha polemizado –lo plantean, entre otros, el investigador Rodolfo Porrini– si el régimen de Terra fue una “dictablanda” o una dictadura. La falta de intervención del ejército, cierto barniz liberal que tomó el gobierno luego de 1934 (amparado en la nueva Constitución), la profundización en los beneficios sociales, inclinan la balanza hacia el primero de los términos. Pero la intensa acción policial y la represión y muerte de opositores y obreros hacen considerar sin tapujos la segunda opción (tal vez la menos habilitada en el imaginario social).

Los episodios de la plaza en mayo de 1933 y el posterior encarcelamiento y maltrato de Barbot dan cuenta del aparato represivo. En junio es aprehendido y deportado el emigrado argentino Raúl G Luzuriaga, y luego fueron encarcelados Domingo Baqué, Saturno Irureta Goyena, José María Santos y el veterano caudillo Basilio Muñoz.

El 15 de agosto se apresa a Barbot en la puerta de su casa. En Montevideo, mientras almorzaba, es arrestado el vecino coloniense Ejidio M Zunino. Ambos fueron remitidos al local de la Policía de Investigaciones e interrogados en presencia del comisario Cavazza.

Los maltratos sufridos en aquellas jornadas fueron denunciados por el directorio del Partido Nacional. Barbot estuvo diez días incomunicado sin pasar a disposición del juez. “Lo metieron en un inmundo calabozo lleno de orines, cree que de ex profeso. Que al rato de estar allí asfixiado, sufrió un síncope, cayendo al suelo entre los orines”, afirma. Le hicieron luego una serie de amenazas “que la decencia no permite publicar”, añade.

También Zunino sufrió la tortura física y psicológica: “Desea dejar constancia del mal trato que se le dio durante cuatro días que estuvo en un calabozo, sin luz, sin cama y sin abrigo de ninguna especie. Por otra parte fue amenazado por el comisario Cavazza en los interrogatorios que se le hicieron, ofendiéndolo y tratándolo de miserable, cretino y otras expresiones por el estilo que ahora no recuerda”.

El libro menciona que Barbot y Zunino “habían entrado en juego los recursos mayores de la dinamita y las bombas mortíferas” y que eso agravaba la imputación. Sin embargo, “nada de ello se encuentra definitivamente probado. El sumario está recién en sus comienzos y la confesión ante la Policía en la situación de coacción que se produjo, carece de validez legal”.

Estas acusaciones se vuelven relativas dado los antecedentes de ambos: “El escribano Barbot y el señor Zunino han sido tenidos siempre por caballeros y lo son. El primero goza de una reputación intachable como profesional; ha desempeñado con inteligencia y honradez cargos de alta responsabilidad; es un espíritu culto y recto, incapaz de maldades e indignidades. Sin embargo, se ha procedido con ellos como no se procede ya, según lo afirma continuamente la Policía, ni aún con los peores criminales”.(p. 48)

Los diarios proclives al golpe afirmaban que merecían el castigo como “delincuentes comunes”. El 1º de setiembre se trasladó al autor a Colonia. Allí recibe el mismo tratamiento que en la capital. “El Jefe de Policía […] nos aloja en una inmunda pieza de la comisaría local disponiendo que no se permitan visitas sin llenar algunos molestos requisitos”. El 9 de setiembre se dispone la libertad de los detenidos. “Salimos severos de la Comisaría y avanzamos sin vacilar hacia la plaza, que está en frente. Ella nos espera en primavera, los rosales cuajados de brotes y las palmeras dando refugio a las golondrinas que también han vuelto. Nuestra primera mirada es hacia el banco desde donde tanto hablamos de derecho, de justicia y de libertad. Acudimos a él y desde allí volveremos a deciros, tiranuelos, llanamente, la verdad” (páginas 60-61).

El corte tajante entre democracia y dictadura, y la esperanza recobrada con el regreso al espacio público (donde se proferirá la “verdad”), se ponen de manifiesto al finalizar el libro. Como cierre y balance vayan algunas incógnitas: ¿la democracia se vivía en el espacio público y en sus ritos (como la misma “fiesta” eleccionaria) pero aún no se había interiorizado? ¿El sostén último de la democracia y las libertades dependía de los “grandes hombres” y su virtud, apoyados en el aparato estatal? ¿La dictadura apareció como un mal anómalo, coyuntural, que contravenía todo el sistema uruguayo? Y finalmente, ¿el clima de tolerancia, la sociedad de “cercanías” (más intensa en las poblaciones del interior) que se nucleaba de forma visible en “la plaza pública”, acaso no mostraba ciertas corrosiones, ciertas fracturas, pequeñas mezquindades, callados odios personales, de partido o de clase, que la hicieron estallar?