Quienes vivimos en el litoral uruguayo, en las costas que baña el Río de la Plata, conocemos desde la infancia las veleidades que traen las aguas. Sabemos que tras el marrón sucio (“color de león”), siempre igual a sí mismo, se ocultan las alternancias de cambios de humores repentinos. Conocemos el vaivén de las bajantes y las crecientes, ambas extremas, presentimos el aire tenso, casi petrificado, que anuncia la sudestada. La tormenta llega desde el sur, enorme, cubriendo de oscuridad el cielo, y al momento se deshace y se aleja, dejando apenas rastros. Los “sacudones” naturales del río, variable en su chata constancia, se traspasan en sus implicancias a la historia lugareña.

Las ciudades del Plata (Colonia del Sacramento, Buenos Aires) miran su pasado en el espejo turbio que forma el río hecho de barro. La pasividad y los arrebatos que tiene el río entretejen de algún modo –por estímulo de copia o mera casualidad– los múltiples pasos de la historia.

Desde el siglo XVII, con la lucha de imperios entre España y Portugal, se muestran estas alternancias. En 1680 los portugueses fundan en la Banda Oriental (actual territorio uruguayo) la Colonia del Sacramento. Pronto la guerra cruza las aguas y un ejército español, con tres mil indios guaraníes de las Misiones, destruye la pequeña plaza fuerte. Hasta 1777, cuando pasa definitivamente a manos españolas, este será el conflictivo destino de la ciudad lusitana. Sitiada o destruida por las armas españolas, es devuelta a los portugueses mediante las argucias de la diplomacia.

Si el río trae la guerra, también alienta el contrabando. Lancheros y pulperos se enriquecieron con este tráfico. Participó en el negocio, asimismo, la élite de ambas orillas.

Pasadas las guerras de independencia, con la constitución del Estado uruguayo, el río se convirtió en un espacio surcado por mercancías y pasajeros, índice del comercio y del turismo. En la última dictadura, sin embargo, el río volvió a traer el eco de otras guerras: en las playas se encontraron cadáveres no identificados (“NN”).

Después de efectuar esta breve navegación exegética del río y su historia, nos convoca remitirnos y reflexionar acerca de la específica textualidad del género ensayo. Este tipo de discurso cartografía y deslinda, pero también construye e imagina, algunos sentidos entre muchos posibles. El ensayo, en su enunciación textual, delata lo artificial del lenguaje, su cesura con la realidad (con eso que podría denominarse “mundo objetivo”). El ensayo, por tanto, se aproxima a lo artístico, a la poesía. Es un espacio adecuado, aunque no carente de peligros, para establecer un diálogo, o tal vez una traducción, entre la historia y la poesía. Desde este lugar, que puede justificar en parte el intento hermenéutico anterior acerca del río y la historia, cabe referirse a la imagen que han dado los poetas. La poesía será entonces una adecuada cartilla náutica para deambular por las múltiples y unitarias significaciones del río.

En la década de 1930 la poeta argentina Alfonsina Storni solía visitar el Real de San Carlos, próximo a Colonia del Sacramento. Allí escribe una serie de poemas alusivos al paisaje coloniense, donde es muy clara la presencia de la costa, las barrancas y el río. En 1938 Alfonsina recibe una invitación de parte del Ministerio de Instrucción Pública para organizar un encuentro con las poetas Gabriela Mistral y Juana de Ibarbourou en el Instituto Vázquez Acevedo en la ciudad de Montevideo.

En la conferencia la poeta argentina comenta la circunstancia en que nacieron sus poemas referidos a Colonia. Alfonsina menciona los textos: “Barrancas del Plata en Colonia”, “Cigarra en noche de luna”, “Pie de árbol”, “Planos en un crepúsculo” y “Flor en una mano”. Sobre el primero dirá: “Barrancas del Plata en Colonia es una impresión entre subjetiva y objetiva de aquel paisaje. Lo escribí la tarde de mi llegada a este país amigo. Salí del hotel un tanto triste a vagar por los caminos. Olor agudo a retama y boñiga. Distraída. De pronto observé los cardos de las laderas: en sus lámparas mortecinas empezaba a quemarse la tarde. Puntas de tragedia en mi garganta y el receptor abierto. Enseguida pensé: los sapos están redoblando. Vi mi propia sombra muy alargada barrer las cicutas: la raíz del verso estaba apresada. Corrí a mi alojamiento a buscar un lápiz. El viento me llevó el sombrero. Cuando subí a la terraza adonde daba mi habitación, cielo y río eran un solo desborde morado”.

En otros poemas plasmará sus imágenes del Río de la Plata, visto desde la costa argentina: “Hace unos dos meses, desde la otra orilla del Plata, la mía, escribí una impresión de este río de acento muy distinto […] Río de la Plata en arena pálido”. Una serie de poemas exploran los cambios cromáticos del río: “Río de la Plata en celeste nebliplateado”, “Río de la Plata en gris áureo”, “Río de la Plata en negro y ocre” y “Río de la Plata en lluvia”. “Río de la Plata en arena pálido” personificando al río, pregunta:

¿De qué desierto antiguo eres memoria
que tienes sed y en agua te consumes
y alzas el cuerpo muerto hacia el espacio
como si tu agua fuera la del cielo?

La posible respuesta destaca los sedimentos que llevan y traen las aguas, conformando como su realidad más profunda (inconsciente abierto en herida) al río: “Por llanuras de arena viene a veces/ sin hacer ruido un carro trasmarino/ y te abre el pecho que se entrega blando”. El río, en clave metafórica, se pliega y obedece al limo virginal, al arrastre de materias grises e indecibles que desde lejanas eras geológicas lo fueron formando. La intuición poética de Alfonsina, en este como en otros versos, penetra en su entraña (en parte ajena y extraña), señala lo “barroso” del estuario platense. No por nada puede aludirse al “neobarroso” de Perlongher en diálogo con el “neobarroco” de Lezama Lima.

El río funda un corpus poético de permanente arraigo en el espacio platense. En “Barrancas del Plata en Colonia” emerge, con signo trágico, el paisaje lugareño:

Redoble en verde de tambor los sapos
y altos los candelabros mortecinos
de los cardos me escoltan con el agua
que un sol esmerilado carga al hombro.

El horizonte se funde con la costa y el paisaje se define hacia un navegar incierto:

Y el cielo rompe dique de morados
que inundan agua y tierra; y sobrenada
la arboladura negra de los pinos.

La costa, de montes y bosques, es el anclaje brindado por el río. Esa negra arboladura de los pinos es la referencia que interpone la poeta para poner una pausa al devenir, un faro opaco que sosiegue las siempre insatisfechas veleidades que resuella el turbio cauce del río.

Poetas lugareños, nacidos o radicados en Colonia, reflejaron (y reflejan) desde la proximidad vivencial el paisaje de Colonia y el río. Para referirse a ellos cabe retomar las palabras del poeta uruguayo Juan Cunha, en una entrevista colectica (“¿A dónde va la poesía?”) aparecida en el semanario Marcha el 29 diciembre de 1961: “El poeta es hijo de una tierra; sale de un grupo humano.[…] Por más que vaya, vuelva, revuelva -vuele, revuele, dado su algo o mucho de pájaro-, nunca dejará de pertenecer a su lugar y sus gentes, quizá integrándolos cada vez más en razón de su crecimiento y madurez; y lo que hace con su obra es restituirles, convertido en objeto de belleza lo que ellos le proporcionaron desde su nacimiento; lo que de ellos él ha tomado como elementos y sugerencias para su labor”.

Ese arraigo y fidelidad al ambiente cercano, aun visto desde la lejanía, se evidencia en las imágenes que muchos poetas colonienses (insistimos, por destino o vocación) han explayado en sus textos. Uno de los más paradigmáticos, sin duda, es Emerson Klappenbach. En 1959 publicó el libro Antología, reuniendo poesías de 1948 a esa fecha. La fundación de Colonia del Sacramento marca profundamente la enunciación del poeta: “Y dijo el fundador/ tu nombre casa mía/ y el tuyo, noches y días de mi pueblo./ […] Navegaban las islas mientras tanto,/ desde miles de años navegaban./ Allí donde ahora viene ya venía/ Gabriel, la anunciadora, la callada,/ la que llega y no llega eternamente./ Puso en ellas sus ojos Manuel Lobo/ y en sus verdes hermanas” (“Fundación de la Colonia del Sacramento (1680)”); “Aquí donde coloco mi primera/ esperanza y mi última esperanza/ hace un rato nomás/ y hace dos años,/ para atrás/ hace veinte o treinta años…/[…] aquí llegó un caballo/ por el río trayendo una bandera/ y una cruz/ y una trágica manera/ de juzgar./ Y al Sur, hora tras hora,/ al Sur se cae el mundo/ en infinito pozo,/ y quien allí resbala/ siempre sigue cayendo” (“1680”).

El poema que abre el libro (“El sol se va a Buenos Aires”) traza un conflicto en el paisaje: Colonia, enfrentada al río, parece estar en una fuga perpetua, en un proceso de siempre des-fundarse, aspecto que asume y hace suyo el propio poeta: “El sol se va a Buenos Aires/ por la vereda del río./ Colonia vuelve a su nombre/ deroga todo lo mío./[…] la usada playa de piedra/ siempre al Sur de mi destino,/ y el viejo reloj sin tiempo/ en el medio de mí mismo./ Colonia de viento viento,/ Colonia de duro río,/ Colonia, la atardecida,/ otra vez tú y yo vacíos”.

Este signo trágico o melancólico del río y el paisaje vinculados con Colonia aparece en numerosas poéticas. En la década de 1980 el entonces sacerdote Gregorio Rivero Iturralde (desde el libro Corona de cenizas) rememora y compara el paisaje coloniense:

Blancas nubes viajeras de este mar de Castilla
me traen el recuerdo de otras nubes lejanas:
las nubes de Colonia, fluviales, suburbanas,
sobre un friso de islas, vistas desde la orilla.
El crepúsculo riela su moribunda quilla
por un cielo de enero con sus lentas desganas,
mientras rizan el aire las finas cerbatanas
de tantas golondrinas en la tarde sencilla.

“Nubes de Colonia en Castilla”.

En los libros de juventud Árbol mío (1959) y Ritual de mi sangre (1955) ya aparecía el paisaje coloniense visto desde el prisma de la distancia. Del primero cabe destacar su “Adiós a Colonia”: “Para decirte adiós, jardín de piedra,/ añeja residencia del suspiro,/ levanto el corazón como una mano/ junto al último árbol del camino./ Enero condecora tu distancia/ con veleros de luna sobre el río,/ y las islas son nubes descendidas/ para el cielo naval de tu albedrío.[…] Llevo conmigo toda tu hermosura,/ antigua y siempre joven, como el río”.

Este es el elemento que define al paisaje, tendiendo puentes al pasado en su invariable renovación: el río. Edificios que lo circundan contribuyen a definir el diálogo entre pasado, presente y futuro (en este caso, espera concedida a la muerte):

Estambre de la luz. Renacimiento del árbol de la luz en cada tarde. Asesinas la sombra ya cobarde con tu espada de antiguo encantamiento. Marinero de piedra y coloniaje, que en tu aduana de luz nunca dormida saludas al que viene o va de viaje; la noche funeral de mi partida puedo esperar en mi último hospedaje tu lágrima de luz en despedida?

“Soneto de la Farola” de Ritual de mi sangre. En Rivero Iturralde la visión de Colonia y el río asume tonos existenciales, resplandeciendo como una lejanía (perdida y añorada), lugar de anclaje vital (postergado) donde se guarda y espera el “Ser”.

En la actualidad el río asume otras claves. La poeta argentina Elena Lafert, radicada en Colonia desde hace décadas, contempla a las orillas del Plata desde una perspectiva ecológica. En El filo de la luz (2013) las aguas se presentan en sus movimientos originarios: “Bajo el agua/ del río/ inesperado colchón/ de hojas/ sobre el barro del fondo/ que libera burbujas/ el olor escondido/ del cieno/ el miedo a lo que arrastra/ frío y húmedo/ bajo los pies” (“Movimiento elemental”); “y a nosotros/ nos sangra el río/ las uñas nos crecen/ como garras/ vendaval de cenizas/ sobre el mundo” (“Movimiento transversal”).

En “Movimiento de lo que perdura” surge la condena ecológica del río visto desde su casa: “garzas blancas/ en la orilla verde/ o medusas transparentes en la playa/ las bolsas de nylon […] entre los pastos del paseo/ envoltorios de caramelos/ florecen cada día[…] en el país de las costas/ todo termina/ en el agua/ pero no se va”. Leonardo Lesci, por su parte, desde River Plate (2012), suma a los aspectos ecológicos otros relacionados con el tango. El Plata se define entonces en diálogo con la vecina orilla, en un ámbito “rioplatense”. Desde el poema “Río de la Plata” se dice: “El río de la plata está bajo e ingreso en él por el lado ciego,/ el agua merma/ todavía más/ como una mujer penetrada por los pasos de un baile bizarro.[…] De las orillas surgen las luces que confirman que estamos en el Plata./ Yaceré sobre ciénagas el tiempo que sea necesario.[…] Sé que esta es la lógica del tango pero yo hablo de otras razones./ Una bióloga porteña me dijo un día que el río de plata era una gran palangana de/ sedimentos asquerosos”.

En lo personal, desde la poesía, he escrito sobre el río refiriendo aspectos ecológicos, del turismo y de la historia. Tomando en cuenta este último tópico, abordado en La viajera (2016), transcribo estos versos del “diálogo del Río y Buenos Aires”: “el sol/ era un ojo verde/ su grito era plegaria/ herida por estrellas/ hundiéndose en el mar/ en piedra su grito convirtió/ el anuncio de la noche/ en la noche sigilosos/ desembarcaron/ nuevos ladrones/ ¿no alcanza con la muerte?/ ¿no basta el graznido de las aves?/ Santa María de los Buenos Aires/ tú fuiste la primera/ y por eso dejaste de ser santa/ No puedes ver, no puedes ver/ tu lengua de liquen es muda/ que las olas despedacen barcos/ que trituren hombres/ no me mires, deja de hablarme/ tu memoria es diamante/ o es el peor musgo negro”. Este poemario (La viajera), en verso y prosa (denominado con paradoja y humor “epopeya lírica”), hunde sus raíces en la vivencia agónica sobre la fundación y la historia de Colonia que tuvo Klappenbach.

Los poetas, desde estas imágenes, navegan y describen el río y Colonia a su manera. Estas poéticas aluden a conceptos que podrían señalarse como características definitorias del río visto como espacio físico y como marco de un devenir temporal: claridad y opacidad. Las aguas en calma, tocadas por el sol, muestran una cubierta plateada, un espejo sin grietas. Por lo bajo, apenas rozando la superficie, aparece el marrón sucio, la opacidad que trae el barro. La metáfora, sustento de la poesía (y del género ensayo), pendula entre estos extremos. Referirse a Colonia y el río desde los diversos espacios literarios, por tanto, nos propone afrontar estas antinomias, apreciar sus alternancias. Claridad y opacidad sean entonces los sustratos, las conclusiones últimas que pueden emerger de este recorrido. Móvil e inmóvil, símil del río.

Referencias:

Klappenbach, Emerson, Antología (1948-1959), Montevideo, Imp. Letras S. A, 1960.
Lafert, Elena, El filo de la luz, Maldonado, Civiles iletrados, 2013.
Lesci, Leonardo, River Plate, Montevideo, Editorial Mental, 2012.
Rivero Iturralde, Gregorio, Ritual de mi sangre, Montevideo, Mosca Hnos., 1955.
Ibid., Poemas de la vida y de la muerte (contiene una segunda edición de Árbol mío), Montevideo, Barreiro y Ramos, 1977.
Ibid. Corona de cenizas, Montevideo, Escuela de Artes Gráficas Don Orione, 1985.
Rivero Scirgalea, Sebastián, La viajera, Colonia del Sacramento, Perroverde, 2016.
Storni, Alfonsina, Antología poética, Selección, introducción y notas de Patricia Díaz Garbarino, Montevideo, Vintén Editor, 2008.