La economía rioplatense del siglo XVIII se asentó principalmente en el contrabando. Buenos Aires, Colonia del Sacramento y Montevideo llegaron a conformar un verdadero “complejo portuario”, en palabras del historiador Fernando Jumar, que articuló las redes comerciales legales e ilegales –sobre todo éstas últimas– que se produjeron en la región. Esta circulación económica al ocurrir en un espacio de frontera, en una geografía que los imperios deseaban demarcar por la diplomacia y la guerra, tuvo que constituirse de un modo particular.

Las circulaciones económicas en el ámbito rioplatense –como otras actividades sociales– respondieron a lo que los antropólogos, como Malinowski y Mauss, denominaron “reciprocidad”. El principio de “toma y daca”, de dar, recibir y devolver, tejía alianzas informales, pasibles de múltiples fidelidades y modulaciones. Las posiciones de prestigio, las formas de dominación y coacción partían de una serie de beneficios y obligaciones. Estas últimas, por supuesto, podían ser muy laxas y fluctuantes, teniendo así un escaso poder coercitivo. Esos líderes que se ganaban sus séquitos por una serie de favores, podían luego ser desplazados por otros líderes más “bondadosos”.

En el espacio colonial en que se movían portugueses y españoles, estos lazos de “reciprocidad” unían a familias de comerciantes con las autoridades, a los gobernadores, de Colonia y Buenos Aires, entre sí, merced a obsequios y favores, a las órdenes religiosas y a las tropas con las autoridades por prestaciones mutuas, a los ingleses con los gobernantes para propiciar el tráfico de sus productos, etc. Estos vínculos llegaban a crear facciones, enfrentando, por ejemplo, a dos familias o grupos de comerciantes, o a un grupo de comerciantes aliados del gobernador con otro. En las fronteras, lugares “desterritorializados” (sirve pensar en los límites del imperio romano con el mundo “bárbaro”), al no existir normativas estatales o culturales homogéneas, las relaciones de “reciprocidad” otorgan mínimas bases de integración social, conformando a su vez provisionales –o duraderos– espacios de poder.

Los estudiosos –y especialmente Fabricio Prado– han señalado la operancia de la “reciprocidad” en la sociedad colonial platense, referida, sobre todo, a Colonia del Sacramento. Pero la “reciprocidad”, enmarcada en una cultura de frontera, como uno de los fundamentos y sustento de los vínculos sociales durante la época colonial, debería ser comprendida en profundidad desde la sociología y la antropología.

Colonia del Sacramento y sus redes comerciales

De 1716 a 1735-37, fecha del sitio y bloqueo de la plaza, Colonia del Sacramento mantuvo el dominio de la campaña circundante, pese a las disposiciones prohibitivas hispanas que le marcaban como su área de expansión la distancia de un “tiro de cañón”. Con todo, el bloqueo de los años treinta no impidió el tráfico fluvial, y al concluir este, los portugueses retomaron el control de su hinterland, si bien, tuvieron que realizar mayores contemporizaciones con Buenos Aires. A los comerciantes porteños les era redituable mantener el uso exclusivo del ganado en ambas bandas del Plata, y así lograr un objeto de intercambio con los lusitanos y británicos. Si existieron ciertos ámbitos de consenso y equilibrio en las tratativas comerciales de los habitantes de Colonia y Buenos Aires, estos se cancelaron con la irrupción de Pedro de Cevallos, que en 1762 ocupará la plaza y en 1777 la destruirá, concretando así los planes estratégicos y económicos del régimen Borbón en estas regiones.

Pero en esos primeros tiempos, la trabazón de Buenos Aires y Colonia era tan intensa, que se puede calcular que para los años 1721-1736 la última llega a realizar el 75% del total de las exportaciones de cueros en el Río de la Plata.

Si esas relaciones económicas de Colonia se podían establecer con Buenos Aires, Río de Janeiro, Bahía y eventualmente Lisboa, ¿cuáles eran las redes personales que se urdían en la ciudad como soporte de aquellas? Primero debemos reparar en que Colonia del Sacramento nunca obtuvo el rango de villa durante el dominio portugués y siempre fuera un emplazamiento militar. Esto hizo que no contara con un Senado da Camara (símil del cabildo hispano), que representara los intereses de la élite local. El gobernador sólo tenía que rendirle cuentas al rey y al Consejo Ultramarino. Su enorme grado de autonomía hacía que los grupos comerciantes debieran contar con su beneplácito –o complicidad– para poder desenvolverse, o sino, articular relaciones directas con las autoridades metropolitanas.

La alianza entre la burocracia coloniense y los comerciantes se daba a través de lazos de parentesco o amistad. Sin embargo, algunas personas podían ser a la vez comerciantes y desempeñar cargos públicos, civiles o militares. Tal el caso de Jerónimo de Ceuta y de Manuel Botelho Lacerda, ambos coroneles y el último Juez de Alfândega (aduana).

La familia Botelho Lacerda dominaba el comercio de la plaza. A través de ella el gobernador Vasconcellos se introdujo en las redes de contrabando locales. Rita Botelho, hija del Juez de Alfândega, contrae matrimonio con el negociante inglés Jhon Burrish, muy vinculado con los mercaderes de su nación. Desde 1720 Manuel Botelho realizaba los contactos oficiales entre los gobernadores de Colonia y Buenos Aires.

Al llegar en 1749 Luis García de Bivar como nuevo gobernador de Colonia, el hermano de Manuel, Pedro Lobo Botelho, se convierte en mediador con Buenos Aires, al tener excelentes tratos con el gobernador José de Andonaegui.

Los gobernadores también se unían a los comerciantes por la dependencia financiera. Al hallarse lejano Río de Janeiro, el dinero para los gastos era adelantado por los hombres de negocios. Que existieran recursos pecuniarios en la plaza, también era garantía de la fidelidad de la tropa. Vasconcellos tuvo que echar mano a este expediente para solventar los sueldos de los soldados. Así, el prestigio del gobernador entre las milicias, dependía en gran parte, de los vínculos y mutuos favores entre éste y los mercaderes.

Las mallas de la “reciprocidad” también envolvían a las órdenes religiosas. El gobernador Vasconcellos le concedió diversos beneficios a la Compañía de Jesús, elogiándola en sus cartas. Esta, retribuyéndole, actuó como una oficina de giros sui generis, movilizando cuantiosas sumas personales desde Colonia a Río de Janeiro.

Para los que no participaban de los privilegios de la “facción del gobernador”, su única posibilidad de incidencia en la sociedad colonial, era lograr relaciones alternativas y buscar aliados en los ámbitos metropolitanos (el Rey o el Consejo Ultramarino). El importante comerciante Meira da Rocha, en pleito con Vasconcellos, llevó sus reclamos hasta el Consejo Ultramarino. Entre otras cosas, acusaba al gobernador de estar en connivencia con los ingleses, recibiendo dinero de los capitanes de los navíos para que estos pudieran despachar sus productos con tranquilidad.

Un ejemplo de la lucha entre estos bandos económicos, puede verse en la carta que dirige Vasconcellos al Rey en mayo de 1726. Allí se queja de las dificultades que le causan los comerciantes de Colonia, a los cuales trata de “contrabandistas”. Estos viven de las “comisiones” que les dan los navíos del Asiento Inglés o del contrabando con Buenos Aires. Se refiere concretamente al navío británico “Cambridge”, que salido de Buenos Aires, ancló cerca de Colonia, y cuyo capitán con el auxilio de dichos mercaderes pretende desembarcar sus productos. De otro modo las lanchas españolas irán a su ancladero a comprarlas, arruinando el negocio de los comerciantes portugueses con Buenos Aires. Los comerciantes también se quejan porque cinco barcos venidos de Bahía, bajaron los precios de las mercaderías que traían, para convertirlas rápidamente en plata y cueros, lo que amenaza su rol intermediador. Proponen quejarse ante el Rey y solicitar que sólo deje arribar a Colonia navíos de Lisboa o Río de Janeiro.

Los mercaderes tratados de “contrabandistas” por Vasconcellos, son aquellos que escapan a sus influencias. También los ingleses denunciados no se encuentran entre sus contactos. Así, los conflictos de bandos ligados por la “reciprocidad”, que se establecían a nivel local, se proyectaban a la metrópoli lusitana, conformando redes de poder de múltiples intensidades y variaciones.

Colonia y Buenos Aires

Los intercambios entre porteños y colonienses se basaron tanto en la amistad y la confianza, como en la presión y el chantaje. El contrabando fue una práctica policlasista, y desde las altas esferas de la burocracia, hasta los pulperos, lancheros y guardias, se buscó el modo de afrontarla. Sirvió también para el ascenso social, como a continuación se verá.

Los soldados de las guardias hispanas destruían las corambres de los portugueses, para que estos debieran comprarles a ellos los cueros. Así lo informa en 1723 el ex – gobernador Gomes Barbosa, diciendo que en sus tiempos los habitantes de Colonia debían arreglarse con el capitán de la Guardia de San Juan.

En 1733 Vasconcellos argumenta que no hubo mayores problemas con la gente de Buenos Aires, pues se necesitan mutuamente. Ante la larga ausencia de los navíos de registro y los ingleses del Asiento de Negros, los bonaerenses debieron comprar sus provisiones en Colonia.

A partir de 1749, los vínculos entre el gobernador de Buenos Aires, Andonaegui, y el de Colonia, García de Bivar, fueron de lo más cordiales. El intercambio de presentes (“piñitas de plata virgen” y lienzos de lana de vicuña por una parte; licores, chocolate y juegos de mesa de porcelana por la otra) aseguró la liberación –o el hacer la vista gorda– de las actividades económicas. Debido a estos acuerdos, la mesa del gobernador de Colonia nunca estuvo desatendida. En la solicitud de víveres a Buenos Aires en 1756, que se efectuaba por vía oficial, se le remitieron a la autoridad lusitana seis sacos de pasas de uva, cuatro sacos de higo, cuatro sacos de nueces, cien gallinas, dos docenas de patos, cuatro docenas de pollos, seis tipas de manzanas, cinco docenas de repollos, cuatro tipas de jabón y dos tercios de yerba.

El tráfico comercial –legal e ilegal– entre las altas jerarquías de Colonia y Buenos Aires se daba con gran seguridad. Los comerciantes de importancia, en tratos con la burocracia, podían pagar sobornos y evitar así los decomisos. Los contrabandistas pequeños son los que figuran en las listas de los incautados. Pero para éstos últimos, el tráfico ilícito era una buena forma de ascenso, según demuestra Isabel Paredes. Antonio de Castro en 1750 era pulpero, trece años más tarde, era recaudador de alcabala. El pulpero Juan Benito González, a quien la corona embarga sus bienes en 1744, logra el puesto de alcalde de primer voto en 1756 y de síndico procurador en 1762. Otros casos pueden demostrar la eficacia del contrabando como medio de ascenso para los grupos no privilegiados.

Para controlar la situación las autoridades de Buenos Aires implementaron diversas medidas. En 1734, por ejemplo, el gobernador Salcedo dispuso que unos diputados-comisarios persiguieran a quienes fueran sospechosos de sacar plata o efectuar contrabando, dada la “proximidad de la Colonia de los Portugueses”. Estas medidas, sin embargo, cayeron en saco roto, ya que la misma burocracia porteña terminaba avalando estas prácticas.

Participar de estas redes comerciales, sostenidas en la confianza y el riesgo, a veces podía salir mal. Tal el caso, en 1750, de un mercader portugués –quizás no muy ducho– al cual le pagaron “de la otra banda” con pesos duros, entre los que encontró algunos más chicos. Examinados por un orfebre resultaron ser de cobre, en vez de plata.

Las relaciones de “reciprocidad” como sostén de la sociedad rioplatense en cuanto cultura de frontera, deben ser mejor estudiados. Por lo aquí apuntado, se puede comprobar que los lazos de parentesco, amistad y confianza, de retribuciones mutuas, abarcaron a todos los grupos sociales, extendiéndose en sus contactos y sus estrategias de poder a las mismas metrópolis. Así, la vida económica en el espacio platense del siglo XVIII, se estructuró no sólo racionalmente, sino también sustentada en componentes irracionales y afectivos. Cuáles pesaban más a la hora de evaluar costos y riesgos es difícil saberlo.