Este verano, a mis plantas de tomates les crecieron unos pocos frutos, pequeños y de piel rugosa, no más de cinco por planta. Quienes vivimos en el campo sabemos que esa es una señal de atención y alarma. Por primera vez en años, tuvimos que comprar tomates en lo de Nacho. Cada semana que vamos hasta Colonia del Sacramento cuestan un poco más, mismo si son pequeños y no tienen sabor a nada. Nos miramos resignados; tomate rima con verano. Sin embargo, el sol está crujiente en el campo y la seca les ha quitado el agua que necesitan para desarrollarse naturalmente perfumados, suaves y rojos como los tomates de unos veranos atrás.

Algo parecido está pasando en la quinta con las plantas de hoja: las lechugas están blandas y pequeñas, y las rúculas finas y arrugadas. Lo mismo sucede con otras frutas y verduras de estación como los duraznos, y los zapallos que no polinizan por la falta de abejas. Hasta los árboles limoneros de cuatro estaciones que tenemos han reducido su producción, y los que sobrevivieron a la seca son pequeños y poco jugosos. Se secaron las lavandas, las hortensias languidecen y hasta las hojas de los agapantos están amarillentas.

Los árboles sin hojas y color marrón seco son el paisaje más extendido en las zonas rurales del departamento de Colonia. Sólo siguen verdes los espinillos, y también los eucaliptos y la soja transgénica de los vecinos. Al no haber humedad en el aire, las frutas y las verduras pierden la frescura y el brillo que las hacen tan apetecibles, y también reducen su calidad y valor nutricional.

La baja cantidad y calidad de los alimentos tiene una consecuencia esperable: los precios suben al bajar la oferta y se termina con menos productos, de baja calidad y alto precio. A este panorama se le suma la invasión de hormigas que suben desde las profundidades de la tierra árida, fisurada y crujiente de tan seca, buscando desesperadas algo para alimentarse, y en ese proceso se comen todo lo que encuentran a su paso. Los pájaros, por su parte, se han quedado sin lombrices en la superficie gris y sin otras delicias que puedan formar parte de su dieta cotidiana.

Las vacas de Gustavo, mi vecino, no tienen agua para tomar porque hace semanas que se secó el arroyo, y les tiene que traer bidones cada día para evitar que se enfermen o mueran deshidratadas. Tampoco tienen pastura suficiente porque aumentó tanto el precio y la disponibilidad de los fardos que tuvo que empezar a racionalizarla.

Pasan las semanas, los meses, y las lluvias no caen. Se secan cada vez más los pozos de los campos en la zona y también las lagunas. Tuvimos que racionalizar el agua para el riego de la huerta, para los animales domésticos y para los usos de la familia por temor a quedarnos sin nada. Y mientras la tragedia se acrecienta, los políticos siguen saliendo por radio y televisión, anunciando medidas de “emergencia” que extienden cada semana por un período mayor y seguramente rezan en silencio mirando al cielo en busca de la nube negra que apacigüe la tragedia tierra adentro. Y así siguen las creencias mágicas y los anuncios simplistas frente a la emergencia hídrica, a sabiendas de que las consecuencias de lo que estamos viviendo hoy durarán todo el año y que si nada cambia estructuralmente, cada año será peor.

Y todos acusan con el dedo inquisidor al cambio climático. Ese sujeto anónimo, amorfo y aún incomprensible para las grandes mayorías, que en los últimos diez años se ha convertido en el culpable, acaso ideal, de todos nuestros males. ¿Qué tan cierto es eso? Sabemos que la situación ambiental es el resultado de una variedad de factores complejos y diversos que incluyen, entre otros, la cantidad e intensidad de la luz, la temperatura, el contenido de CO2 en el ambiente, la diversidad biológica y la contaminación general. Y también la generación de electricidad y calor a través de los combustibles fósiles, el uso de agrotóxicos y el monocultivo, y sobre todo la producción industrial de árboles y la tala de los bosques.

En el caso particular de las sequías, la investigación científica ha demostrado que pueden ser desencadenadas y exacerbadas por los cambios en las características de la humedad de la atmósfera que genera la deforestación de los bosques. La promoción de la industria forestal que definió Uruguay hace más de 35 años (Ley 15.939 de 1987) como política pública podría ser entonces una de las principales causas de la destrucción sistemática de los ecosistemas naturales y de la biodiversidad biológica y, por lo tanto, de la trágica sequía en la que estamos sumergidos.

Gracias a esta política pública, las plantaciones de eucaliptos y pinos asciende en 2023 a 1.100.000 hectáreas, equivalentes a 1.000 millones de árboles que consumen por día cada uno 50 litros de agua. Es decir que mientras los eucaliptus consumen 50.000 millones de litros agua por día, las empresas de la agricultura tradicional en Canelones, Nueva Helvecia y Colonia Valdense tienen los pozos secos y no pueden sostener sus quintas ni sus haciendas, y los ciudadanos deben racionalizar el consumo de agua.

¿Toda esta situación para proteger el negocio de la industria forestal? Los incendios diarios y de grandísima escala que hubo en el departamento de Colonia, las pérdidas materiales ocasionadas y sobre todo el miedo, o más bien el terror, a la catástrofe inminente es el paisaje cotidiano de los que convivimos con los espejos de agua artificiales secos, los campos sin pasturas para el ganado de engorde, y también para el dedicado a la lechería. La fuerte caída en la producción de leche, miel y tantos otros productos de la cadena alimentaria afecta a los productores y también a toda la base patrimonial que sustenta a la actividad agropecuaria y a todo el país, ya que son de los principales sectores de producción local que exportan. ¿Quién responderá por estos daños?

En otras palabras, algunas industrias de capitales internacionales que operan en territorio uruguayo están afectando el desarrollo sustentable de los pequeños y medianos productores nacionales, familiares y las comunidades que forman parte de ella. 35 años atrás quizá no eran tan evidentes las consecuencias que traería a las próximas generaciones la política agresiva de inversión forestal. Hoy, con las trágicas consecuencias a la vista y el riesgo inminente a la vida tal como la conocemos, cabe hacerse una pregunta: ¿quiénes serán capaces de detener esta pesadilla?

Florencia Roitstein fue subsecretaria de Estado para el Desarrollo Sustentable en Argentina.