John Maxwell Coetzee nació en Ciudad del Cabo en 1940, en el seno de la cultura afrikáner (población criolla de origen holandés afincada en Sudáfrica y Namibia), desde hace unos años reside en Australia, y en 2003 ganó el premio Nobel de Literatura. Este autor, que ahora, con La muerte de Jesús, cierra su “trilogía bíblica”, luego de La infancia de Jesús (2013) y Los días de Jesús en la escuela (2016), escribe sus novelas y cuentos en inglés, pero, partiendo de una preocupación propia por el predominio mundial de la lengua inglesa, de un tiempo a esta parte siempre publica la versión castellana de sus libros, considerando esta versión como edición original.

“No hay ningún motivo para que mis libros tengan que salir en inglés”, sostiene ahora Coetzee. “Primero, porque el tipo de inglés que escribo hoy en día, al final de mi carrera, es bastante abstracto y, para emplear una metáfora, desarraigado. Se traduce fácilmente a otros idiomas. Cuando miro la traducción al alemán de uno de mis libros, por ejemplo, no detecto nada ‘faltante’: no se ha perdido nada en la transición del original en inglés a la traducción al alemán. Segundo, lo digo porque no debo ninguna lealtad particular a las industrias editoriales del mundo de habla inglesa, las industrias basadas en Londres y Nueva York. Mi conjetura es que en el mundo de habla inglesa se me considera como un escritor extranjero con un nombre que suena extranjero, como representante de lo que llaman ‘literatura mundial’”. “Permítanme decir simplemente que, si bien no soy hostil a la idea de una lingua franca, el hecho es que cada idioma lleva dentro de sí cierta visión del mundo, una visión del mundo que sus hablantes nativos dan por sentado: el mundo es como ‘El Mundo’ les parece a través del prisma de su lengua materna. Por razones tanto filosóficas como políticas, estoy a favor de una pluralidad de idiomas y una pluralidad de opiniones del mundo en disputa”, ha declarado.

La trilogía cuenta la historia de un niño, David, que con su padre adoptivo se traslada a un indefinido país en que sólo se habla castellano. Coetzee juega a establecer algunas semejanzas entre este niño y la figura del niño Jesús, de forma que toda la narración adquiere un tinte sumamente alegórico. No obstante, no hay una certeza respecto de que David realmente sea el Mesías o algo que se le parezca. Más bien, a través de la evocación de ese niño sabelotodo y su espíritu de cuestionar agudamente el conocimiento y las reglas establecidos por el mundo adulto, que evoca lo que de la infancia de Jesús ha quedado en los Evangelios, David encarna el espíritu curioso y preguntón de cualquier niño, y su poder para obligar a los adultos a replantearnos nuestros esquemas de pensamiento y nuestras actitudes, así como de enfrentarnos a nuestras propias incertidumbres y vulnerabilidades.

Cruces hispanos

La intertextualidad de la novela no se limita a la Biblia; también, obviamente en concordancia con la simpatía del autor hacia la cultura hispanohablante, David es un entusiasta lector de El Quijote, con el cual habría aprendido su lengua adoptiva en las primeras novelas. A través de evocaciones, parábolas y preguntas sobre la obra de Cervantes, David plantea interrogantes universales y profundas que sorprenden a los adultos que lo rodean. Su padre adoptivo, no casualmente llamado Simón (nombre del apóstol Pedro antes de seguir a Jesús en los Evangelios) constantemente se encuentra desconcertado en sus intentos de parecer el adulto responsable que tiene las respuestas para todo. David lo interroga, lo desarma, no le reconoce el más mínimo derecho de decisión sobre sí mismo siquiera desde el reconocimiento de su paternidad putativa, o la de su madre adoptiva, Inés, hasta el punto de rebelarse e ir por sus propios medios a un orfanato.

La muerte de Jesús es una novela incómoda, en la que David contrae una extraña enfermedad, cuyo desenlace ya es “espoileado” por el propio autor en el título. Hay que decir que la agonía de un niño es una temática difícil de abordar sin caer en efectismos melodramáticos, y Coetzee la cuenta de una forma extraordinariamente sobria. El trabajo sobre lo simbólico y lo alegórico, no exento de un sutil sarcasmo y un estilo mesurado, que algún crítico ha adjetivado como “socrático”, permite que quien lee se aleje de lo emocionalmente devastador de la situación y se centre en lo medular de la trama, en ese misterioso mensaje que ese niño agonizante tiene o cree tener para dar.

Pero, como decíamos más arriba, David no es Jesús. En las novelas anteriores de la trilogía, David apenas ejecutaba pequeños milagros, algunos difícilmente explicables pero intrascendentes, como lograr que siempre saliera cara cuando tiraba una moneda, otros atribuibles a destrezas intelectuales y físicas poco comunes pero no sobrenaturales, como su talento para el fútbol o la danza y la agudeza filosófica de sus conversaciones. A su vez, sabe que tiene un mensaje para dar. Y sabe que va a morir. Pero pese a las constantes referencias a los textos evangélicos, nada en la narración nos asegura que resucitará de entre los muertos y nos estará esperando a la diestra del Padre en el Reino de los Cielos. Esta ambigüedad sobre la naturaleza extraordinaria o no del niño genera un extraño cruce de ironía y ternura en la tonalidad emotiva del relato. No sabemos si el mensaje que venía a darnos, aludido en varios diálogos a lo largo de la novela, parte de él mismo y de una voluntad divina o al menos trascendente, o si sólo se trata de la necesidad de los adultos de encontrar respuestas, proyectada en ese niño. La mayor ironía es que, pese a que la novela gira constantemente en torno a un mensaje, no nos termina dejando ninguno en particular. Lo único que nos deja de cierto es la incertidumbre y el desamparo del humano ante las preguntas cruciales de la existencia.

Y todo esto, sin el más mínimo dramatismo. Simón, el menos interesado en obtener un mensaje del niño, que solamente busca ser reconocido como responsable de este, y no lo logra frente a él ni a las instituciones por las que pasa, ve deshacerse su esperanza de que esa paternidad le dé un orden o un hilo conductor a su vida. Pero digamos que, narrado en un castellano tras el cual se puede adivinar el tono abstracto y desarraigado con el que Coetzee describe su inglés, ese derrumbe, más que una tormenta, es una persistente y calma garúa, como todo lo elusivo e inexorable en la vida humana.

La muerte de Jesús. De JM Coetzee. Barcelona: Penguin Random House. 192 páginas.