En Uruguay decir “la guerra de las patentes” nos lleva a pensar en inspectores de tránsito en el puente Carrasco, “gestores”, Colonia, Flores y el Congreso de Intendentes. En el mundo entero, sin embargo, suena cada vez más como parte de una preocupante tendencia de las grandes empresas de tecnología a tratar de someter la realidad a sus expectativas mediante litigios.

Apple vs Samsung y Oracle vs Google son dos de los enfrentamientos más sonados, pero en el mismo baile están Microsoft, RIM (Blackberry), HTC, Nokia, Yahoo, Facebook y hasta empresas que cerraron como Nortel y Kodak. Las empresas acuerdan entre sí compartiendo patentes para protegerse mutuamente o habilitan (mediante venta de patentes) a otras a atacar a una tercera.

Y por si fuera poco, en el medio están unas simpáticas empresas conocidas como “Trolls de patentes” (cuyo nombre deriva del “troll” de internet, quien genera revuelo en un ambiente de discusión sólo para “alimentarse” del disgusto generado). Estos verdaderos parásitos se dedican exclusivamente a comprar patentes para poder iniciar juicios y cobrar daños o regalías. Y vale la pena destacar que no producen nada: no hay productos que otra marca copie, no hay investigación que es usufructuada, sólo especulan con la propiedad intelectual.

Para peor, las grandes compañías adquirieron también esta costumbre de comprar patentes a granel, sólo para poder usarlas como herramientas de presión, a veces defensivas, otras veces para dañar a la competencia.

Posiblemente una de las raíces del problema esté en la flexibilización del sistema de patentes en Europa y sobre todo en Estados Unidos, donde se pueden obtener derechos sobre cosas tan genéricas como “almacenamiento y procesamiento remoto por internet” (USPN 5771354), tan tontas como un crucifijo con almacenamiento USB (US D533179) o tan polémicas como las patentes biológicas y de genes. En el caso de Apple vs Samsung, uno de los comentarios luego del veredicto fue justamente que ese juicio le había otorgado a Apple la patente sobre “el rectángulo”.

No hay que ser un genio para darse cuenta de que el sistema de patentes, que aún es defendido por muchos como un estímulo y protección de la innovación, fue completamente desvirtuado hasta transformarse en uno de los más importantes frenos a la innovación (ya no basta tener una idea original, hay que pagar los abogados para defenderla).

Nadie tiene certeza de cuánto se lleva gastado en esta demencia, pero se conocen algunas cifras sueltas. 12.000 millones de dólares es lo que gastó Google en adquirir Motorola Mobility con sus patentes como aliciente, Microsoft pagó 1.100 millones por 800 patentes de AOL y la licencia de otras 300, mientras que un consorcio de empresas que incluye a Apple, Microsoft y Sony pagaron 4.500 millones por las 6.000 patentes de Nortel. A eso se suman los gastos legales y las nada despreciables sumas que salen de los juicios, como los 1.000 millones que Samsung perdió contra Apple.

Para poner estas cifras en contexto, 1.400 millones de dólares son los que la fundación Bill y Melinda Gates donaron o comprometieron a lo largo de más de diez años para el fondo global contra el sida, la tuberculosis y la malaria. Y unos -humildes- 142 millones de dólares fueron el total de la inversión pública en ciencia y tecnología en Uruguay durante 2011.

América Latina está bastante por fuera de esta realidad y con sus luces y sombras, esta cuestión de ser “tierra de nadie” funciona a veces como un estímulo a la innovación. Testigo de esto es la industria farmacéutica brasileña, que con la fabricación de genéricos desafió a las multinacionales y aún tiene problemas con sus exportaciones a algunos países. En Uruguay mientras tanto, estuvimos cerca de firmar el famoso TLC con Estados Unidos, pero justamente la adecuación de las leyes de propiedad intelectual era uno de los vagones que hizo descarrilar a aquel “tren”.

No sería mala idea tratar de que nuestro país o el continente entero buscase nuevas formas de proteger la innovación sin las terribles consecuencias que el sistema actual impone sobre el desarrollo y carga a los pequeños actores. Así como Islandia se reinventó después de la crisis como “el” lugar para la libertad de prensa, América Latina podría aprovechar el statu quo para fundar una zona donde atraer la innovación. Posiblemente no la de las grandes empresas -que de cualquier manera no investigan al sur del ecuador- pero sí la del creciente número de desconformes con esta realidad.