En varios períodos trabajé por las noches –y algunos mediodías– en restaurantes y bares. En bares despachaba bebidas y en restaurantes comencé lavando platos (sí, fui bachera). Amaba ese trabajo. No tenía que pensar, sólo lavar sin parar lo que llegaba a mí. Entre sartenes y ollas sucias, siempre me llamaron la atención los platos que volvían con comida. Muchos de ellos, a veces sin tocar. ¿Estarían mal? ¿No tendrían hambre? Nadie se quejaba; los clientes salían saludando y diciendo qué rico estaba todo.

Además del desperdicio de comida que vemos en los negocios gastronómicos –confieso que muchas veces guardaba las sobras de otros para llevármelas a casa–, me asombraba que no terminaran las botellas de vino. Como sommelière, hoy creo que si la botella no baja, definitivamente el vino no está funcionando. Me niego a observar tranquilamente que mis clientes dejen vino en sus copas o en la botella. No se trata de que tomen por tomar, pero si uno pide una botella, tiene que quedarse con ganas de una más. Ese es mi lema. Quizás suene radical.

¿Acaso hemos perdido el placer de tomar? El gusto por esta bebida no puede agotarse. No estoy hablando de embriagarse, sino del encanto y el deleite de una copa de vino, dos, tres o una botella. ¿Decidimos parar de tomar cuando estamos ebrios, o tomamos por protocolo? ¿Dejamos de tomar un vino que nos gusta? Amigos y colegas me cuentan que cuando están de viaje toman mucho más, y nos preguntamos si es porque en el exterior nos relajamos o porque los vinos tienen otro estilo o son más ligeros (dependiendo del país).

Hace tiempo que reflexiono sobre las personas que dejan vino en sus mesas. ¿Estamos mal acostumbrados a tomar? ¿Habrá fallado el sommelier o el mozo en la recomendación? ¿Habrá errado el cliente? ¿Sabrá elegir el vino? ¿Será responsabilidad del restaurante al elaborar la carta de vinos? O no hay falla, sino que la tolerancia a la bebida fermentada es menor. Este supuesto límite se me cae al piso cuando veo mesas que consumen una botella por persona (cuando vamos a cenar con amigos, bajamos sin dudarlo “un cilindro per cápita”).

En definitiva, los niños toman muchas veces más de medio litro de refrescos hiperácidos, ultraazucarados, acompañando la comida. ¿Por qué no podemos terminar entre dos una botella de vino? Me sigue resultando extraño. Mi abuelo tomaba una o dos copas al mediodía. Guardaba su botella, de noche tomaba dos más y al otro día, otras dos. ¿Nos perdimos con la tolerancia cero? Valga aclarar que soy fiel a la norma “si toma, no maneje”; pero si puede tomar, disfrute.

Quienes hayan viajado saben que en varios países, el encuentro de la tarde no se da con un “vayamos por un café” sino con un “vayamos por una copa”, y es tan normal ver parejas o amigos sentados en un bar como cuando nosotros nos juntamos a tomar mate. ¿Cuándo perdimos la costumbre del vino? ¿Quién desvirtuó la bebida?

Muchos están usando hoy las pequeñas botellas que equivalen a 37,5 cl, pero, por supuesto, no están todas las etiquetas disponibles en esa medida, y los vinos por copa, en varios lugares, suelen ser de líneas estándar o de la empresa que pidió exclusividad en el restaurante. Por ende, no hay selección.

Recuerdo que empecé a probar grandes vinos gracias a esos clientes esnob que pedían etiquetas costosas sólo para ser vistos por los otros comensales (para dejar al final casi un tercio de botella). En aquel momento esa actitud me hacía feliz: probé vinos sublimes. Pero hoy, por favor, mi profesión me lleva a decirles: terminen esa botella. Si son generosos, pueden invitar a probar ese vino a quien se lo haya servido; eso se agradece. Sea cual sea el elegido, gocen, no le rindan pleitesía. Háganse el favor de tomar hasta la última gota.