Mucho antes de que los primeros estudiantes de Arquitectura viajaran a conocer la Gran Muralla, allá por el 2500 a. C. el pekinés ya había copado la parada de Oriente, más precisamente en China. Tan dilatada es su historia que se han encontrado objetos de bronce de unos 4.000 años de antigüedad que se asemejan a la raza en cuestión. Siempre estuvieron asociados al mundo imperial, a los de sangre real.
Se consideran descendientes de una antigua raza lanuda del Tíbet, pero no hay ningún dato más. A falta de documentos que detallen el proceso que terminó por conformar la raza, toma protagonismo una antigua leyenda local. Al parecer, un león que andaba en la vuelta se enamoró de una pequeña pero bonita mona tití, que no era soltera. El gran felino, perdidamente enamorado, encaró al dios Hai Ho y solicitó permiso para invitarla a salir y, por qué no, desposarla. La respuesta de Hai Ho fue contundente: “Si estás dispuesto a sacrificar tu fuerza y tamaño, te doy mi consentimiento”. Y así nació el pekinés, una mezcla de valentía heredada de su padre e inteligencia, gracias a su madre.
Rápidamente se convirtió en una raza adorada por el budismo, al punto de convertirse en un símbolo para esa filosofía; a través de las distintas dinastías que se sucedieron, estos perritos ocuparon lugares propios de un ciudadano de alto rango. Por cientos de años el cuzco vivió en la ciudad prohibida de Pekín –que dio origen a su nombre– y fue celosamente resguardado del resto del mundo conocido. El asunto es que, debido a sus orígenes divinos, no cualquiera podía gozar de su compañía. Tan salado era el tema que incluso había leyes que castigaban a los que no respetaran los protocolos establecidos para dirigirse a ellos, y para los que osaban robarlos, secuestrarlos o lastimarlos su destino era la muerte.
El tamaño de la raza se mantenía gracias a métodos sobre todo mecánicos. Los cachorros recién nacidos eran alojados en pequeños recintos y así, durante su etapa de desarrollo, se adaptaban al espacio otorgado. Precioso. Eran lo suficientemente pequeños para que las damas glamorosas llevaran al diminuto ejemplar en las mangas de sus ostentosos vestidos. De allí su apodo “perro de manga”. No fue hasta 1861 que la emperatriz Tzu Hsi decidió ponerle pienso a la cosa y optar por la reproducción selectiva de ejemplares pequeños con el objetivo de obtener una descendencia más chica, pero de una manera, si se quiere, más humana, natural.
Sin embargo, la raza seguía teniendo menos calle que Venecia, hasta que llegaron los ingleses a pudrirla. La guerra del opio hizo que los británicos incursionaran en la entonces ciudad prohibida de Pekín y llegaran hasta el palacio de verano. Mientras lo destruían, se toparon con cinco ejemplares de un perro que jamás habían visto. Como con todas las cosas nuevas, se llevaron consigo a los bichos para que la reina Victoria (perrera vieja) conociera de primera mano las excentricidades caninas de Asia. La última sobreviviente de tal acontecimiento fue Looty, una pekinés de kilo y medio que vivió junto a la monarca y murió en 1872.
La globalización del pekinés se produjo gracias a los empleados eunucos del palacio imperial. Quizá un tanto enojados por las prácticas de esterilización a las que eran sometidos por el emperador, estos súbditos empezaron a comerciar con los tan preciados y restringidos pekineses a comienzos del siglo XX. Así fue como llegaron de forma masiva a Inglaterra, otras zonas de Europa e incluso a Estados Unidos.
La rebelión de los bóxers, también conocida como el Levantamiento Yihétuán, se encargó de cortar todo vínculo comercial, cultural y religioso con Occidente. Pero llegó tarde al ítem pekinés: para entonces la raza ya era conocida e incluso criada en el mundo entero y, por ende, su exclusividad en el entorno imperial no corría más, e incluso mientras que en China se abogaba por mantener su cultura exenta de cualquier injerencia foránea, Alice, la hija del presidente yanqui Theodore Roosevelt, tenía bajo su tutela un pekinés oriundo de la mismísima China.
Pekinés | Claramente su tamaño no se relaciona con su larga historia. En promedio miden de 15 a 25 centímetros, pesan entre dos y seis kilos y pueden vivir aproximadamente 12 o 15 años. Dentro de sus enfermedades más comunes se destacan la atrofia de retina, cataratas, problemas respiratorios, degeneración de discos intervertebrales, luxación de rodilla y cálculos urinarios, entre otros.