Resulta didáctico dividir a las especies en función de una característica compartida: mamíferos, vertebrados, terrestres, acuáticos, y así. También parece más fácil explicar el complejo comportamiento de un animal como el chimpancé, cuyo hábitat es accesible, que el de un delfín, por ejemplo, al margen de que estos habitantes marinos les pasen el trapo a nuestro primo lejano en cuestiones de razonamiento.

Comparándolo con el nuestro, el cerebro de los delfines es superior, no sólo en lo que tiene que ver con su tamaño en comparación con el resto del cuerpo, sino en cuanto a la complejidad de las zonas en las que se ubican las mayores facultades intelectuales. Lo que comúnmente se conoce como materia gris, en los delfines es más extenso y tiene mayores circunvalaciones. Tal evidencia ha llevado a catalogar a los delfines como seres intelectuales, aunque distintos, ya que si bien nosotros somos especialistas en adaptar el entorno a nuestras necesidades, ellos están mejor preparados para usar lo que el medio les ofrece, y sin alterarlo.

Uno podría pensar cómo, siendo tan cracks, son incapaces de escaparse tras ser atrapados por una red de pesca. Con la misma lógica podríamos preguntarnos por qué nosotros nos ahogamos teniendo evidencias previas de la peligrosidad del agua. Quizás la comparación sería mas equitativa si, en un escenario imaginario, se lograra avisar al delfín sobre la trampa que lo espera.

Como sucede en el humano, su cerebro no nace maduro; apenas 42% se encuentra pronto para usar. Esa característica, propia de las especies con mayores grados de inteligencia, obliga al animal a nutrirse a través del almacenamiento de información y las posteriores conclusiones que saca a partir de determinadas acciones vitales para sobrevivir.

Recientemente se ha avanzado en el análisis del genoma del delfín y los resultados han sorprendido a varios, ya que buena parte de su composición está destinada a la estructura del sistema nervioso, lo que también sucede en las personas. En esa línea, parece que ciertos trastornos neurológicos que padecen también indican el grado de complejidad de su cerebro.

Autoconciencia

Como vimos antes, reconocerse es una función propia de un animal superior. Los niños lo hacen aproximadamente al año, los chimpancés a los dos, pero los delfines, antes. Diana Reiss, psicóloga del Hunter College de la Universidad de Nueva York, demostró mediante la prueba del espejo que los delfines son capaces de identificarse. Los marcaron con tinta 16 veces y en cada oportunidad los delfines se sumergían y se dirigían directamente al espejo para investigar las zonas pintadas, imposibles de ver sin una imagen reflejada que el animal perciba como propia.

Carlos, vení para acá

En 2013 investigadores escoceses de la Universidad de Saint Andrews publicaron una prueba que confirma que los delfines responden a un llamado personalizado. Grabaron los sonidos de un grupo de delfines en libertad y constataron que los silbidos y la respuesta de cada uno eran individuales. Siempre que se emitía determinado sonido, respondía un delfín en concreto. Lo más interesante es que la frecuencia de cada ejemplar es establecida por su madre y copiada por el resto. Ese hallazgo indica un grado cognitivo más elevado que el de los peces que viven en grupo. En el océano difícilmente se puede construir un nido o mantenerse en ambientes controlados; llamarse por su “nombre” es un aspecto evolutivo que ayuda a mantener al grupo cerca y trazar vínculos individuales propios de una especie superior a la media.

Uso de herramientas

Los delfines australianos aparentemente enseñan a su progenie a proteger sus hocicos recubriéndolos con material esponjoso que encuentran en el lecho marino cuando buscan alimento. Lo importante de este hecho no necesariamente está en el uso de esponjas para protegerse de piedras y demás obstáculos en los peligrosos suelos oceánicos, sino en que el conocimiento es transmitido por la madre, lo que excluye la hipótesis de que este comportamiento sea innato. Asimismo, se han realizado estudios sobre el fuerte vínculo que mantienen en el grupo, que no se da en otras especies gregarias.

A un delfín capturado por un acuario australiano, mientras sanaba, se le enseñó a nadar sobre la cola, en la típica imagen del animal con el cuerpo fuera del agua, manteniéndose casi estático para recibir alimento, y se vio que luego de encontrarse con su grupo, en estado salvaje, los demás delfines aprendieron a realizar la misma maniobra. La novedad no es que imiten la conducta del liberado, sino que radica en que animales salvajes destinan tiempo, energía y concentración a realizar maniobras que nada tienen que ver con la supervivencia. Aprender es un estímulo en sí mismo, algo que nos sucede todo el tiempo a nosotros. Es tan complejo el sistema de comportamientos sociales de estos muchachos que algunos grupos aprenden a ayudar a los más débiles. Sabido es que, en la naturaleza, los veteranos en general atentan contra los intereses del colectivo, ya sea porque demoran los traslados, con el peligro que eso implica, o porque son una boca más que alimentar.

Eso acá no corre. Los jóvenes, al evidenciar que un veterano del grupo se dirige a la superficie para respirar, se colocan debajo y minimizan con eso las energías que el adulto mayor debe utilizar para mantenerse a flote. Básicamente lo ayudan a hacer la plancha mientras respira tranquilo, y luego lo acompañan hasta integrarlo nuevamente a la familia, que sigue su rumbo.