Graciela camina lento por la entrada principal del Cementerio del Buceo. Se sostiene del brazo de su hija y en las manos lleva un ramo de rosas rosadas. Es el mediodía del 2 de noviembre y el cielo está azul claro, nítido; no se ve una nube aunque se la busque. A medida que avanza el día va llegando más gente para visitar a sus muertos y supervisar el estado de las tumbas.
Al lado de Graciela y su hija circulan autos, madres y padres con cochecitos de bebé, otras señoras cargando flores, niños que preguntan dónde están, y señoras de fe católica entregando folletos con rezos para los seres queridos. Ellas caminan imperturbables hasta el panteón de la Asociación Española donde están los restos del marido de Graciela. Se sientan a descansar antes de entrar; su hija fuma un cigarrillo y Graciela –72 años, jubilada– cuenta que viene al cementerio todos los años: cada 2 de noviembre, en la fecha del cumpleaños de su esposo, y el Día del Padre. Dice que a pesar de recordarlo todos los días viene a hacerle “compañía un ratito”, “a estar con las cenicitas de él”. Pero confiesa que lo hace cada vez menos, que sus hijas no se lo permiten demasiado porque le “hace mal”, se angustia. A diferencia de las visitas que ha hecho otros años, esta vez le lleva un ramo de flores de plástico.
Casi al final del cementerio, del lado sur, se encuentra Fulgencio. Solo pero rodeado de nichos, este señor de unos 70 años limpia minuciosamente el nicho que alberga los restos de su hermano, su cuñada, y otros seres queridos. Entre las plantas (pone flores frescas en una maceta y arregla unas tunas pequeñas que tenía la cuñada en su casa) guarda el trapito que usa para limpiar cada 2 de noviembre y el 10 de cada mes, cuando hace fecha de la muerte de su hermano. Fulgencio presiona la parte frontal del nicho con la mano derecha extendida y dice que viene a saludarlos, a acompañarlos, a rezarles y a hablarles, aunque no cree que lo escuchen. Asegura que cuando él se muera no quiere estar ahí, quiere que cremen su cuerpo y esparzan las cenizas.
Visitas menguantes
El 2 de noviembre, Día de los Difuntos, es un feriado laborable en Uruguay que por ley no se corre. Los horarios de las necrópolis se extienden y hay una concurrencia mayor a la cotidiana. Este año, quizás por el clima favorable y porque finalizaron las medidas por covid-19, hasta el mediodía hubo gente entrando y saliendo del Cementerio del Buceo. Una de las prácticas más habituales de esa jornada es cambiar las flores o plantas que se les dejan a los difuntos, ponerles agua y contemplar las tumbas. Algunas personas van solas, otras en familia o en pareja.
Quienes frecuentan el Cementerio del Buceo, sean funcionarios, encargados de mantenimiento o visitantes, aseguran que cada vez asiste menos gente. Laura se dedica a limpiar panteones privados desde hace tres años, pero hace muchos más que frecuenta el cementerio. Su madre ejerció el oficio durante 30 años y ella lo heredó. Mientras repasa con una manguera un panteón tapado de excremento de palomas y fuma, cuenta que actualmente se encarga de la limpieza de 30 panteones y que no le conoce la cara a casi ninguno de sus clientes. La mayoría se contacta por teléfono y le paga con un giro que ella retira en redes de cobranza.
Usualmente le solicitan que tenga los panteones limpios y que les coloque flores. Para eso Laura va al cementerio de lunes a sábados desde las diez de la mañana hasta las dos o tres de la tarde. Dice que a comienzos de semana se cruza con dos o tres personas en el correr del día, pero que los 2 de noviembre son días de mucho trabajo ya que puede ir un cliente, supervisar su pantéon y pagarle en efectivo. “Ya no vienen a visitar a los muertos. Acá viene la gente mayor, pero por el covid hay algunos que tienen miedo. Los jóvenes no vienen”, dice Laura.
Lo mismo piensa Ana María, una señora que dice visitar el cementerio sólo los 2 de noviembre porque el resto del año no va nadie y le da miedo estar allí sola. Lo cuenta así: “Hace 28 años que se murió mi esposo y vengo a ver cómo está. Pero el cementerio está en muy malas condiciones, da tristeza. No sé si vengo el año que viene”.
Para Claudia y Rodrigo, una madre y su hijo que van ocasionalmente los 2 de noviembre a hacer limpiezas en los nichos, este Día de los Muertos se movió más que el anterior. Están desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde haciendo de cuidacoches y limpiando nichos cuando se lo solicitan. Ellos trabajan “a voluntad”, con lo que les “puedan pagar”, pero saben que otros cobran la limpieza de un panteón 200 pesos. Si bien Claudia dice que “no es agradable estar en el cementerio” y que “no se saca buena plata”, les sirve para comer ese día.
Flores que perduran
Rodrigo señala a lo lejos a una señora que va caminando hacia la salida con su ramo de flores. Dice que se vuelve con el ramo porque no pudo acceder a los nichos más altos. Las autoridades quitaron las escaleras que estaban disponibles para subir con el fin de cuidar que las personas mayores no tuvieran un accidente, pero Rodrigo no sabe si alguna vez hubo un accidente. Esta vez más de un muerto se quedó sin su ramo.
La mayoría de los visitantes compran las flores en uno de los tres puestos que están ubicados frente a la puerta principal del Cementerio del Buceo, al otro lado de la avenida Rivera. Allí los colores se multiplican y un puñado de gente se acerca para conseguir la flor o el ramo que luego acompañará a su muerto. Los trabajadores de la Florería Italiana cuentan que la gente prefiere los claveles, los clavelines y los tatiches, porque son flores que se secan, flores que perduran. La docena de claveles cuesta 300 pesos; también venden flores de plástico.
Hace más de 50 años que ofrecen este servicio y, a pesar de que para este día esperaban mejores ventas, ya se acostumbraron a que cada 2 de noviembre se venda menos. Andrés corta las puntas de los tallos de un ramo de flores blancas y recuerda: “Antes se vendía mucho más. La gente venía tres días antes para arreglar y limpiar los panteones para este día. Llevaban de a diez ramos por persona. Acá éramos 20 o 30 puestos armados. La gente paraba los autos y llenaba las valijas de flores. Antes los velorios duraban tres días, si se podía, ahora ya ni se hacen”. Él considera que estas prácticas fueron mermando a partir del año 2000 y que a este negocio “le quedan pocos años”.
El reencantamiento del mundo
El antropólogo Nicolás Guigou estudia diferentes tipos de muerte, como el suicidio, por lo que a lo largo de su carrera ha ido reflexionando y problematizando el hecho de morir y qué implica en esta parte del mundo. Lo primero que dice en entrevista con la diaria es que “en Occidente, al ser un espacio donde ha triunfado la secularización, la muerte está muy poco integrada a los otros ciclos del proceso humano”. Dicho en otras palabras: separamos la vida de la muerte como si no fueran aspectos inherentes.
Por eso el antropólogo cree que Uruguay es un caso atípico en América Latina debido al alto número de personas que se declaran agnósticas y ateas. “Hay un proceso bien diferente al resto de los países donde hay una construcción simbólica más densa en torno a la muerte, como el caso de México. Allí tienen una manera de ver la muerte y una celebración muy diferente a la nuestra”, dice Guigou. Y agrega que la postura uruguaya ante la muerte es “negarla”, una postura “desencantada” y “muy privatizada”.
El hecho de que vaya cada vez menos gente a los cementerios, como aseguran los funcionarios y visitantes, tiene relación con “la negación de la muerte” que plantea Guigou. Él asegura que se están “despoblando los cementerios porque los vivos no se vinculan afectivamente con los muertos. Tiene que ver con los sentidos que le damos a la vida y la muerte, y con la preocupación por el otro. En una sociedad hiperindividualizada los vínculos sociales están más frágiles entre los vivos”. De ese modo se fragiliza la relación entre la vida y la muerte.
Así y todo, el antropólogo indica que una de las respuestas a este “desencantamiento” en el mundo occidental es un proceso de “creer en dioses, en hadas, en ángeles, en brujas”. “Se intenta retomar o actualizar tradiciones esotéricas occidentales. Ese reencantamiento del mundo, que no necesariamente está vinculado a las instituciones religiosas –muchas veces son contrarias–, son espacios de creencias que están dando elementos para pensar y resimbolizar la muerte. Todo ese proceso de reencantamiento occidental hace que surjan nuevos ritos”, dice Guigou.
Un ejemplo de esto pueden ser las macetas biodegradables con tierra –Bios Urn– en las que se ponen las cenizas del fallecido y se planta un árbol. El antropólogo dice que se vendían en Europa previo a la pandemia y que sirven para “darle sentido a la muerte en los países secularizados. Porque si la muerte no tiene sentido, tampoco lo tiene la vida”.
Si bien Guigou asegura que cada vez menos gente visita a sus muertos, sí considera que el 2 de noviembre se mantiene con fuerza en países secularizados como Uruguay. “Estamos en una sociedad que erosiona diariamente el sentido de la vida. La tasa de suicidio en Occidente crece año a año, esto tiene un piso en la falta de creencias. Son sociedades que van cosificando la vida, y van perdiendo el sentido de la vida y de la muerte. Por eso la búsqueda de diferentes tradiciones y rituales”.
Para tener otra óptica sobre la muerte y sobre esta celebración en Uruguay, la mae Valeria de Yemonja, practicante africanista, cuenta a la diaria que desde su visión esta fecha es “simbólica, pero más que nada católica. La respetamos pero no la cultuamos [veneramos]”. Agrega: “Para nosotros el muerto no es una cuestión oscura, sino al contrario, es todo lo bueno que nos puede pasar. El ancestro trae bendiciones, sabiduría, amor, paz. No está a la altura del orishá pero es muy respetado, nos guía, nos trae la prosperidad, las enseñanzas. Es delicado para nosotros, de mucha pureza y conexión espiritual”.