Hay una alfombra roja. Hay un código de vestimenta: formal. Las copas son largas, los tacos son altos, las arañas son de cristal. Para algunos, formal dejó de ser smoking o vestidos con cola. Parece la fiesta de una película de espías, y un poco lo es. Es una entrega de premios. Los 50 mejores restaurantes de América Latina se sabrán en vivo, aproximadamente dos horas después de comenzado el evento en el Belmond Copacabana Hotel, en Río de Janeiro.

The World’s Best es una marca que tiene 21 años, a diferencia de la antigua y famosa guía Michelin, con más de 100, que supo hacerse camino como brújula de la industria gastronómica. Pese a su juventud, la lista lidera las búsquedas entre los amantes del buen comer, beber y viajar. En esto último radica una de las diferencias fundamentales entre la lista (a partir de ahora, The World’s Best será la lista) y la guía Michelin en la forma de valorar la experiencia. Para la lista toda la experiencia es importante: no sólo se trata de un plato bonito o delicioso, sino del lugar, la atención y el impacto que tenga el restaurante en su comunidad, la elección y valoración de sus ingredientes o proveedores. Por eso, por ejemplo, en la guía Michelin podemos encontrarnos con recomendaciones de máquinas expendedoras de ramen. Increíble, sí. Delicioso, seguramente. Pero...

La otra razón por la que, como consumidora de la lista, creo que su curva de legitimación fue mucho más acelerada porque demoró muchísimo menos que la Michelin en reconocer que hay vida más allá de Europa. Aunque no hubo latinoamericanos entre los primeros 50 del mundo hasta 2006, cuando apareció D.O.M., del chef Alex Atala, en San Pablo, sí hubo restaurantes de Hong Kong, Nueva Delhi, Tokio, Nairobi y Sídney. En 2010 apareció México con Biko, en 2011 llegó Perú con Astrid y Gastón, se sumó Pujol, también mexicano, y D.O.M. continuaba entre los mejores diez. Un año después se agregaron Maní (San Pablo) y Central (Lima), hoy el mejor restaurante del mundo. Poco a poco, la cocina latina conquistó los primeros 50 puestos del mundo: Quintonil (Ciudad de México), Boragó (Santiago de Chile), Maido (Lima), Tegui (Buenos Aires), Don Julio (Buenos Aires), A Casa do Porco (San Pablo), Leo (Bogotá), Oteque (Río de Janeiro). Hoy, a nivel global, de los primeros 50 restaurantes del mundo, 12 son latinoamericanos. Número no menor, si tenemos en cuenta que la lista incluye a los cinco continentes.

Sin embargo, para The World's Best, una lista global no era suficiente para mostrar las bondades gastronómicas de las vastas regiones del mundo; decidió subdividirla en regiones, en las cuales hay una lista de 100 y 50 mejores. El 28 de noviembre pasado se develaron los primeros 50 de América Latina y ahí estuve, formal, pero con un conjunto de lino y lúrex.

Aperitivos

Primero, lo primero: llego al fabuloso hotel de película de espías. Pienso en eso porque tras la lista de los mejores restaurantes hay secretos. El jurado es secreto. Es anónimo. Nadie sabe quién es, pero puede ser alguien que esté en la ceremonia de premiación. Pueden ser los mismísimos chefs premiados. Puede ser aquel que está haciendo un vivo de Instagram, un periodista. Son como un espía, andan de incógnito. Pero volvamos a la lista. Si bien los premiados son los primeros 50, los que lucen el chal rojo 50-mejores-de-Latam en la calurosa noche carioca, no hay que olvidarse de que la lista de mejores restaurantes llega al número 100. Y en esa lista hay cinco uruguayos: Marismo (90), Café Misterio (78), Manzanar (71), Lo de Tere (66) y el parador La Huella (45). Esto es importante no sólo para la gastronomía, sino para generar tendencias de consumo y de turismo, me cuenta Marcela Baruch, periodista gastronómica y Latam Vice Chair Woman (vicepresidenta para América Latina) de The World’s Best Restaurants. La lista, además, comprende otros secretos: ¿qué políticas públicas existen para promover la gastronomía como elemento principal de difusión en cada país?; ¿qué se está haciendo a nivel público para difundir el acto de comer como un atractivo más? Para llegar a la lista, dice Baruch, los chefs necesitan llamar la atención: generan eventos, colaboraciones, tendencias, invitan a colegas, establecen lazos de solidaridad. Marcela Baruch pone a México como caso de un país de buenas prácticas: el año pasado Yucatán fue la sede de la ceremonia de premiación. Para eso hay que pagar una tarifa, confiesa Marcela. Además, agrega, “hay que invertir en prensa y en figuras que hagan visible lo que está sucediendo”.

Por eso, sospecho, en Copacabana estaba João Oliveira, uno de los mejores chefs del mundo, que es portugués. Invertir en prensa y figuras es trasladar, hospedar y darles de comer, llevarlos a que conozcan a otros cocineros, pueblos, ciudades, costumbres y que, de esta forma, difundan. Para eso hace falta dinero, cosa que no sobra en la gastronomía uruguaya. Hay algún esfuerzo en el sector privado, me recuerda Baruch: Café Misterio trajo a Alex Atala hace unos años; este año, en el marco de sus 30, trajo a Virgilio Martínez (número 1 del mundo) y a Mitsuharu Tsumura, chef de Maido (número 2 de América Latina); por su parte, las hermanas Barbero, de Manzanar, trajeron a figuras de la talla de Janaína Rueda (nombrada mejor chef mujer de América Latina, cuyo restaurante, A Casa do Porco, ocupa el puesto 4 de América Latina y el 12 del mundo). Este tipo de eventos, que ocurren en la órbita de lo privado, son un esfuerzo de los restaurantes locales para colocarse en la agenda de sibaritas, cocineros, periodistas que, votantes o no, comparten, comunican, divulgan. Las políticas públicas son necesarias, sí, pero también harían falta algunas ideas, algo más que la imagen de un chivito o un cordero a la estaca en las invitaciones de Uruguay al mundo. Sólo digo.

“La lista está cada vez más latina, más emocional y dramática, especialmente los primeros diez puestos, suben y bajan de forma muy dinámica”, dice Baruch, “es errática, arbitraria y democrática”. Además, es anónima y auditada por la empresa Deloitte. La lista, dice, “hoy es un reflejo del esfuerzo colectivo para difundir la gastronomía en la región, a nivel interno, externo y global”. El 50 Best tiene como objetivo reunir a comunidades de todo el sector gastronómico, fomentar la colaboración, la diversidad y el descubrimiento, al mismo tiempo que busca generar un impacto positivo en las formas de consumir, de un lado y del otro.

Foto del artículo 'Nadie cocina como ellos: crónica de los premios a los 50 mejores restaurantes de América Latina'

Principales y postres

Durante la ceremonia, en la famosa alfombra roja –creo que nunca había estado en una y, aunque me guste creer que se trataba de espías, se parecía más a los Oscar– los galardonados posaban, celebraban. Estaban Álvaro Clavijo (El Chato, Bogotá, número 1 de América Latina), Virgilio Martínez (premiado como Best of the Best), que le entregó el Icon Award a Dolli Irigoyen, Leonor Espinosa (Leo, Bogotá, numero 8 de América Latina), la sommelier Laura Hernández Espinosa (La Casa de Laura en Leo, Bogotá), Vanina Canteros y Natalia Suesca (Manzanar), María Elena Marfetán (Lo de Tere), Vanessa González (La Huella), Narda Lepes, Antonio Bachour.

Hablando de Roma, ¿qué se les sirve a los mejores cocineros del mundo, a críticos, a connoisseurs? Una variedad de comida y bebida, de la mano de los patrocinadores de la lista, como Acqua Panna, vinos Beronia, Alaska Seafood y República del Cacao. Me perdí en las croquetas de bacalao, el salmón (salvaje, no de criadero, por supuesto) y las ostras. No quise comer los pequeños platos que pasaban, muy seductores, delante de mí, porque quería probar por lo menos cuatro postres. Es que la mesa de República del Cacao estaba comandada por el multipremiado chef pastelero Antonio Bachour. Como pastelera que disfruta más de comer croquetas y ostras que algo dulce, debo decir que los postres fueron lo mejor de la noche. Especialmente una enorme bomba de chocolate: el Rocher, una versión gigante, artesanal y –con chocolate puro– del famoso bombón de Ferrero. Dije cuatro, pero comí siete, y fui objeto de mofa de mis compañeras de la noche y algún desconocido que pronto se volvería conocido, compañero de brindis, de postres, de baile en el after party, en el hotel-hermano, el Fairmont Copacabana.

Mientras sostenía la copa y algún bocado con una mano, la cámara con la otra, el celular con el codo, observaba cómo ese espíritu de cooperación y descubrimiento se suspendía como las gotitas de humedad. Algunos sonreían con los ojos cerrados. Otros no podían quitarse la bufanda, la que dice que son los mejores. Yo tampoco me la sacaría ni en Río, donde hasta el lino pesa como el cuero de noche y al aire libre. La gastronomía latinoamericana está de fiesta. El mejor cocinero del mundo es un peruano. Hubo un tiempo en el que nuestra identidad era socavada. Que ser latino era sinónimo de vaya a saber qué cosa y sudaca era un insulto creado por los españoles para referirse a los inmigrantes sudamericanos (supongo que lo usarían con todos los latinos). Los políticos decían que éramos el granero del mundo y su discurso calaba profundo, tanto así que nosotros mismos creímos que lo que viniera de Europa sería mejor que lo hecho acá: la comida, la música, la cultura, la vida. Y creo que eso, muy lentamente, está cambiando.

Hace un año, en Lasai (Río de Janeiro, hoy número 58 del mundo y 14 de América Latina) un texano me preguntó de forma socarrona: “¿Y por qué crees que, dentro de los mejores restaurantes del mundo, hay tantos latinos y tan pocos americanos?”. Porque nadie lo hace mejor, le dije.