Desde el Instituto de Historia (IH) de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo (FADU-Universidad de la República), un equipo de docentes integrado por Mary Méndez, Santiago Medero, Martín Cajade y Pablo Canén desarrolló una investigación que pone en relación los diferentes impulsos que tuvo el problema del habitar en Uruguay. El registro que resulta de la sumatoria de capítulos aborda más de un siglo de iniciativas, tanto privadas como públicas, y al dar cuenta de diversas tipologías arquitectónicas va detallando cambios cualitativos. El proyecto fue financiado por la Comisión Sectorial de Investigación Científica (CSIC) de la Udelar a través del llamado I+D 2020. La Intendencia de Montevideo actuó como socio estratégico al apoyar la impresión de un libro que, si bien se aprecia especialmente en formato físico, también puede descargarse desde la página.
Se sumaron a la causa, mediante la compra anticipada de ejemplares, las siguientes instituciones: la Liga de la Construcción del Uruguay, la Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua, la Federación de Cooperativas del Programa Vivienda Sindical del Plenario Intersindical de Trabajadores-Convención Nacional de Trabajadores (PIT-CNT) y los institutos de asistencia técnica Centro Cooperativista Uruguayo y CETPVS. Esto permite que diferentes colegas, funcionarios y técnicos acceden a un material que puede aportar a la toma de decisiones a mediano plazo; como señala desde el prólogo Martín Delgado, director del Departamento de Desarrollo Urbano de la IM e investigador en la FADU, “no sólo es un valioso recurso para comprender los episodios históricos de la vivienda social en Uruguay; también proporciona un contexto crítico para reflexionar sobre el presente y el futuro de la vivienda en Montevideo”.
El polisémico título Casas comunes fue un asunto que se definió al concluir el trabajo conjunto. Vale decir que el llamado de la CSIC, en el formato I+D, era “Vivienda para trabajadores”. “Efectivamente, usar la palabra casas y no viviendas, para el título tiene implicancias, no es inocente”, dice Pablo Canén en conversación con la diaria. “De hecho, en la presentación del libro, en la primera semana de marzo, [el arquitecto argentino e historiador urbano] Adrián Gorelik hizo una reflexión de una lucidez que a nosotros incluso nos transparentó algunas intenciones que estaban veladas en el título, en el sentido de que si vivienda está más en la órbita del lenguaje técnico y político, la dimensión de la casa está un poco más en la de una aprehensión fenomenológica, familiar, que puede ser hasta más íntima. Después está la dimensión de lo social y de lo común. Gorelik desarrolló cómo en la dicotomía comunidad/sociedad estaba uno de los grandes nudos de la modernidad, o uno de los grandes elementos de debate”.
Además, como apunta su colega Santiago Medero, “las tensiones entre casa y vivienda y entre sociedad y comunidad están emparentadas entre sí. Porque la vivienda se relaciona con la sociedad y la casa con la comunidad. O sea, son dimensiones de discusión muy fuerte, tanto disciplinares como extradisciplinares. Por ejemplo, Comunidad y sociedad, de Ferdinand Tönnies, es uno de los libros fundantes de la sociología. Podríamos decir que a nivel del objeto arquitectónico podría ser la contraposición entre vivienda y casa, arraigada a los valores familiares, a un modo de producción precapitalista, generalmente, al lugar donde se vivía y trabajaba. En cambio, la vivienda ya es un producto de la era industrial. Aparte del lenguaje institucional, es el lugar que separa, básicamente, el lugar de trabajo del lugar de producción. Ahora, ¿sigue la casa teniendo todavía significados? Sí. De hecho, para la vida coloquial de todos nosotros, nadie dice ‘vamos a mi vivienda’. La casa tiene connotaciones de ese mundo anterior, de alguna manera”.
La vivienda, por si fuera poco, parece ser algo que se provee ante una necesidad de acceso: “Es la respuesta del Estado o, en un principio, fue la respuesta de ciertos sectores de la burguesía, de la aristocracia local”, suma Medero. “Pero también se puede leer así, como algo que se provee. En cambio, la casa es algo que, más allá del mercado, uno se puede construir”.
Energías concentradas
De manera más o menos parcial, los implicados en este libro ya venían trabajando en temas relacionados, aclara Canén: “Por distintas vías, nosotros volcamos aquí parte de nuestros trabajos previos y actuales de investigación, a veces desde nuestra tesis de posgrado u otras líneas. A la vez, algunos de los autores del equipo teníamos un libro antecedente, denominado Atlas de vivienda colectiva del Uruguay, que habíamos publicado con una editorial en España. No era necesariamente vivienda social, pero sí hacía una suerte de gran compilación de viviendas colectivas del siglo XX, con fotografías, con redibujos. Y podría citar otros trabajos”. Es decir, no partieron de cero; por supuesto que ya había historiografía. Entre los referentes más cercanos que trataron el tema desde los años 1960, en el entonces Instituto de Historia de la Arquitectura (hoy IH), figuran Nydia Conti de Queiruga y Livia Bocchiardo, y más adelante, en las décadas de 1980 y 1990, tomaron la posta Marta Risso y Yolanda Boronat.
Igualmente el libro cobra cierta autonomía en relación con sus antecedentes, y su lectura transversal de algunos episodios seleccionados abre otras líneas para continuar investigando. Aunque, matizan los consultados, conocer las discusiones que hubo en torno a la vivienda no implica tener la clave para resolver ese tipo de necesidades –que cruza temas económicos, culturales, políticos y sociales–, este trabajo constituye sin dudas un insumo de utilidad para eventuales proyecciones.
Por lo pronto, ya está haciendo su propio camino. La semana pasada, Mary Méndez, directora del IH y gran impulsora del tema, presentó junto a Martín Cajade el libro Casas comunes en el Primer Congreso Iberoamericano de Vivienda Social Sostenible (CIVISS), que se llevó a cabo en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Un dato nada menor es que, en tanto docentes de aula, en la FADU carecían de un instrumento didáctico como este, de una historia abarcativa integral de la vivienda social. De manera que la publicación llega además para auxiliar a los estudiantes en asignaturas como Historia de la Vivienda Social en los Siglos XX y XXI (más enfocada en ejemplos del hemisferio norte) e Historia de la Arquitectura en Uruguay, amén de cursos optativos con énfasis en la vivienda social y cooperativismo en Uruguay, o de talleres de proyecto sobre vivienda colectiva/social. A esto se agrega, como parte de las reformas recientes, el Centro de Vivienda y Hábitat de la FADU, lo que demuestra un interés sostenido en el área.
El derecho y el trabajo
“Uno podría pensar que, históricamente, siempre hubo problemas de vivienda”, señala Medero, “por decir algo, desde el Neolítico en adelante”. “Pero es con el mundo industrial que aparece el ‘problema de la vivienda’. Está muy ligado con la problemática obrera. En general, las primeras eran viviendas para trabajadores. Tenía que ver con el imaginario de fines del siglo XIX, principios del XX. Entonces, la aparición de la problemática está asociada al mundo industrial más desarrollado y a la metrópoli”, resume. Es decir, está enrabada con la productividad. “En ese sentido –esto tiene muchos años de revisión–, esto no solamente está asociado a un derecho, sino que es parte de un mecanismo de control, llamémosle, de disciplinamiento, en el sentido foucaultiano. O sea, la vivienda no es solamente algo que el Estado da para resolver un problema social, sino también para resolver problemas de productividad. Es decir, si el obrero no tiene una casa decente, no rinde, etcétera”.
“Por otra parte”, agrega, “está el interés del Estado en que la población utilice el tiempo de determinadas maneras y no de otras. Las fuentes primarias lo dicen. Cuando se crea el Instituto Nacional de Viviendas Económicas, uno lee los documentos y manifiestan esto explícitamente. Con esos barrios jardín estaban buscando crear un nuevo trabajador, de alguna manera, alejado del ‘vicio’, que mande a los niños a la escuela, que pague regularmente, que cuide la casa. Hay todo un montaje. Por supuesto que en Uruguay esas voluntades también tienen sus límites. En general, era muy poquita la vivienda que se producía. No es que esto fuera una gran ingeniería social... En realidad, la eficiencia de este tipo de cosas se empieza a cuestionar y recién en los años 1950-1960 se empieza a ver un interés en generar una escala de producción que pueda realmente atender la problemática”.
Canén señala, a su turno, que “además, cuando uno lo ve a escala ‘universal’, sobre todo en referencia a la historia europea –estudiamos bastante el período de entreguerras–, el problema se plantea con mucha claridad, pero cuantitativamente los casos que se producen no son tan grandes. En cambio, después de la Segunda Guerra Mundial hay un shock de producción: la serialización, la prefabricación, que ya hacía dos décadas y pico era una suerte de sueño de ciertos arquitectos modernos para igualarse con la industria automotriz, por ejemplo, y otros ámbitos de la manufactura. En aquel momento la tecnología de la construcción todavía no acompañaba aquello. En Europa, en la segunda posguerra, y luego se trasladará a otras partes del mundo, la serialización y la prefabricación, en cierto momento, toman un fuerte auge. Después eso va a ser muy criticada, tanto como la escala de los grandes conjuntos. Nosotros vamos a vivir ese proceso con cierto desfasaje. Pero en el entorno de la década de 1920, un famoso arquitecto como Le Corbusier advertía (en el ensayo Hacia una arquitectura) que la cuestión estaba entre arquitectura o revolución. Si no resolvíamos el problema de la clase obrera, lo que iba a terminar pasando era el estallido social. La revolución rusa había pasado hacía pocos años. Discursivamente, este asunto se vuelve muy caro en las agendas políticas, con diversas interpretaciones”.
Sin desconocer la existencia de posturas más conservadoras, Medero cuenta que en Europa hubo más radicalismo: “Ves expresiones de arquitectos que hablaban de que el suelo tenía que ser común. O sea, que no hubiera propiedad privada. ¿Acá quién pone el problema de la vivienda (sobre el tapete)? El batllismo, por supuesto, que lo trabajó, pero no llegó a hacer concreciones institucionales de importancia. Hubo algunos experimentos más bien puntuales. Caído en desgracia su empuje reformista, aparecen una serie de regímenes, y viene [Gabriel] Terra... Y es con Terra, realmente, porque es en 1934, la primera vez que aparece en la Constitución el derecho a la vivienda. Es con un gobierno conservador. Y la primera Comisión de Vivienda Obrera es de 1935; después, en 1937, se crea el INVE. Tiene sentido porque, como decía, no es solamente un mecanismo de derechos; no estamos negando esa dimensión, que está bien reivindicarla, pero es como la escuela vareliana: nadie puede negar que es uno de estos mecanismos por los cuales se disciplina y se gobierna a las poblaciones. Ahora, no estoy en contra de la escuela, al contrario, pero hay que entender que la vivienda también tiene esa dimensión. Es parte de la conversación, por lo menos en ese período. Después las cosas se han ido transformando. No tiene las mismas connotaciones hablar de vivienda social que hace 90 años”.
Canén recalca que Casas comunes no es un libro para ir a buscar estadísticas, sino que desarrolla un enfoque histórico cualitativo, “que intenta razonar sobre los nudos que encierran los momentos álgidos de la política, con algunos casos materiales. Le damos bastante importancia a ese cruce entre una historia política con los artefactos materiales que ilustran esas respuestas”. Así como la investigación refiere la ‘paradoja’ constitucional ocurrida durante el ejemplo del gobierno de Terra, capítulos más adelante el libro trata el origen del cooperativismo, en la década de 1960, vinculado al mundo rural, católico, que, como señala Canén, “se va a resemantizar después de la Ley de Vivienda [13.728], de 1968, y en la previa de la dictadura, a principios de la década de 1970, ya hay una relectura del fenómeno cooperativo y, por qué no, una resignificación desde ámbitos de la izquierda organizada. Sin embargo, el origen va por otro derrotero. En particular, un capítulo escrito por Mary Méndez explica muy bien ese origen que, quizás desde el presente, no es tan obvio para quienes no están internalizados en esa historia. El libro intenta arrojar un poco de luz sobre esos episodios”.
Proyectos por barrios obreros
A nivel zonal, pueden rastrearse en el libro esbozos de proyectos de vivienda social hace un siglo, primero en La Teja, luego en Buceo y más tarde en Peñarol. Sobre este aspecto, Medero comenta: “Cuando se crea el INVE, uno de los objetivos es hacer suburbios tipo jardín. La ciudad jardín es una idea que surge a fines del siglo XIX, prácticamente en el borde: en 1898 el británico Ebenezer Howard publica un libro con una propuesta utópica que de forma muy rápida empieza a ramificarse. Como decía Pablo, las cosas tienen un origen ideológico y rápidamente se transforman en otra cosa. Esto pasa mucho con la arquitectura y con el urbanismo”, explica. En el caso de esta idea utópica de ciudad jardín, deviene en el suburbio jardín. “No tiene nada de utópico, es simplemente la ciudad dormitorio. Y Montevideo es una ciudad que a principios de siglo y en el año 1920 todavía es una ciudad con un centro muy claro, con una Ciudad Vieja y un barrio centro que son el núcleo urbano. En los 20 avanza hacia Cordón, hacia la Aguada, una zona más amplia. Pero después es una ciudad hecha casi de suburbios, o sea, barrios muy ensimismados donde había terrenos más baratos, había más amplitud, y donde ese tipo de experimentación de barrios jardín se podía hacer. Por otro lado, también, eran barrios donde estaban las industrias. Uno tiene que construir vivienda obrera donde trabajan los obreros. No los vas a hacer tomar el tranvía para que pierdan más tiempo”.
Cada barrio contaba además con su micromundo, que forjó un sentido de pertenencia. “La verdad es que una Montevideo integrada, que funcione como una metrópolis, es algo más de nuestra experiencia. Pero a principios del siglo XX cada barrio tenía una vida relativamente autónoma. Mucha gente ni iba al Centro. La identificación de los barrios tiene que ver con ese origen, que hoy está mucho menos presente, pero por supuesto que muchos lo mantienen”.
Esas primeras intervenciones se basaban en esas ideas dominantes, pero Medero introduce un matiz: “Los gobernantes sabían perfectamente que muchos obreros trabajaban en zonas céntricas. No solamente había obreros en La Teja o en Nuevo París. Había también en el Centro, porque había pequeñas industrias. En ese sentido, también promovieron viviendas, que después llamaron casas colectivas, en zonas céntricas. Pero estamos hablando ya de más adelante, en los años 1940”.
Lo que es y será
Sobre los tramos finales, Casas comunes pone sobre la mesa asuntos como la ubicación en la trama urbana, la prefabricación y los sistemas tradicionales, el tipo de tenencia (propiedad y/o alquiler) y la cuestión de las tipologías (recuperaciones parciales, con algunas persistencias, a lo largo del tiempo).
En cuanto a una expresión frecuentemente utilizada en las últimas décadas, la segregación socioterritorial, Pablo Canén apunta que “es un tema sobre el que el libro reflexiona sobre todo en el capítulo que se titula ‘La solución liberal. Los núcleos básicos evolutivos entre la política y la academia’, y después en el cierre, ‘Experiencias recientes. Soluciones dispersas’. Allí lo que sintéticamente se afirma y se constata –quiero decir que no es un hallazgo en sí mismo, ya ha sido planteado– es que las soluciones que el Estado ofrece muchas veces se vinculan más con la dimensión fáctica de la conveniencia política de la disponibilidad de predios, que no siempre garantiza –en particular en los núcleos básicos evolutivos del 90 en adelante– los atributos de urbanidad para esos habitantes. Por lo tanto, consolida realidades materiales que se separan, que se distancian en el espacio de forma clara. En ese capítulo previo al epílogo se comenta un poco la cuestión de cómo la agenda de los últimos años ha discursado en contra de la expansión ineficaz hacia la periferia de la mancha metropolitana, con densidades bajas, que tienen altos costos infraestructurales. Pero en los hechos esa tendencia ha sido matizada pero no revertida, por ejemplo, con la Ley de Promoción de la Vivienda de Interés Social, actual Ley de Vivienda Promovida, de 2011. Merece una discusión en sí misma si podemos nombrar vivienda social a las soluciones que se vinculan a ese espacio del sistema de vivienda, que en este caso el Estado acompaña mediante exenciones fiscales. Lo que sí es cierto es que eso promovió una inversión, un corrimiento de la construcción, hacia áreas centrales. No quita, sin embargo, que el hábitat popular, en medida importante, ha seguido desplazándose hacia diversos vectores de la mancha metropolitana. No es nuevo en Uruguay ni en otras partes cierto desacople entre el diagnóstico y el discurso político de las buenas prácticas, incluso en las agendas de los principales partidos hay cierto acuerdo en el encarecimiento que eso significa, pero a la vez, puede haber cierto alineamiento en los hechos a que esa tendencia no se revierta”.