Coma con mesura, camine despacio, señorita. Muévase sin prisa y beba mucha agua, dicen los cusqueños para darnos ánimo a quienes intentamos caminar por sus veredas a 3.600 metros sobre el nivel del mar. En el hotel ofrecen té de coca y de muña, hierbas andinas estimulantes. De noche nadie duerme. Hay que pasar al menos un día y una noche en la ciudad imperial para aclimatarse. La altura obliga a contenerse con las comidas –algo que puede resultar difícil en un país mundialmente conocido por la calidad de su gastronomía–, la sensación de saciedad se incrementa exageradamente. Hay que aclimatarse; nos espera, al día siguiente, una experiencia imprevisible, inimaginable, única.

A una hora y poco en auto de Cusco, en el Valle Sagrado de los incas, a 3.500 metros de altura están las ruinas de Moray, un paisaje imponente de terrazas circulares –o espiraladas–, milenario centro de investigación agrícola de los incas. La figura del espiral es transversal a toda la cultura andina, representa la forma de entender el entorno, la dualidad, que todo tiene un opuesto complementario: las lluvias y la seca, los apus (montañas, varones) y la pachamama (la tierra, mujer), el inicio y volver a empezar. Detrás de las ruinas hay más montañas verdes, bien verdes, con sus picos nevados, y un cielo seco que convierte el paisaje en una imagen inverosímil que te deja sin palabras.

A metros de las terrazas circulares, enclavado en la altura andina, está Mil, un espacio remoto y mágico que es mucho más que uno de los mejores restaurantes del mundo. Mil es experimental, es un centro de investigación multidisciplinaria donde conviven antropólogos, nutricionistas, cocineros, artesanos, ingenieros, agricultores que trabajan en equipo para promover una “megadiversidad sin fronteras”. Es, en definitiva, una experiencia única en el mundo.

La inmersión te sumerge en el entramado social y cultural de la comunidad alto-andina Kacclaraccay, es decir, con todo lo vivo, animado o inanimado –apus, plantas, animales–, y con una cosmovisión milenaria. Las mujeres warmi nos reciben con collares de flores silvestres coloridas y pushkas con lana de oveja para que aprendamos a hilar. El recorrido está guiado —¿o hilado?— por procesos ancestrales textiles y botánicos, incluidos el pastoreo y los rituales. El paisaje se vuelve más increíble al mismo tiempo que nadie parece estar sufriendo la altura ni los kilómetros caminados. Hay paradas para la recolección y el descanso, mientras las warmi, orgullosas agricultoras y artesanas, nos extienden sus saberes ancestrales sobre las plantas y sus usos cotidianos, culinarios, textiles y medicinales. Ellas caminan, hablan e hilan. Será cuestión de costumbre, pienso, mientras mis hilos se desarman en cada intento de armar mi propio ovillo.

Gentileza restaurante Mil

Gentileza restaurante Mil

A mitad del recorrido llegó el momento de chacchar (mascar) coca y tomar chicha, esa bebida producto de la fermentación del maíz. Eso que parece un descanso y un momento de estimulación es, en realidad, un ritual de agradecimiento y permiso a la pachamama. “Vamos a entrar, a poner nuestros pies sobre ella, hay que pedirle permiso y hay que agradecerle por todo lo que nos da. La pachamama bebe primero”, dijo Elba, y nos invitó a volcar el primer trago de chicha en la tierra. Ella, agradecida. Repetimos cánticos y palabras en quechua. Seguimos caminando hasta terminar muy arriba, al borde de una montaña, con vista a Urubamba, al Valle Sagrado, tomando chicha y comiendo habas tibias, maíces de todos los colores, en una suerte de trance emotivo con la enormidad de los seres animados e inanimados que nos rodeaban. Permiso y gracias.

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Duró unas cuatro o cinco horas la inmersión. Ya de vuelta, en la chacra de Mil, nos esperaba un grupo de agricultores Mullaka’s Misminay junto a Virgilio Martínez, Pía León y el chef Luis Valderrama, para celebrar la abundancia de la cosecha de papas. Bajo montañas de brasa, en la tierra, surgían las más diversas papas que jamás hayamos visto. Virgilio y Luis acercaban cuencos con salsa huancaína para probar aquellas papas al rescoldo calientes y deliciosas.

Habas, maíz, papas a la huancaína directo de la tierra. De aquello de comer con mesura quedaba poco y aún faltaba el menú de ocho pasos.

El menú de Mil está basado en ecosistemas de altura, donde el producto es protagonista sin mayores transformaciones, servido en vajillas artesanales y maridado con infusiones, vinos peruanos, fermentos, hidromiel, mócteles (cócteles sin alcohol) u oxalis: un fermento elaborado con ese tubérculo, cuyo nombre en español es oca. Los pasos incluyen maíz, tubérculos, cordero, alpaca, pato, pseudo cereales andinos, como la quinua que pudimos ver crecida al costado de los caminos de Moray.

Ya en el restaurante, comenzó a correr el rumor: hay una uruguaya en la cocina de Mil. Hay una joven uruguaya en una de las mejores cocinas del mundo. Sofía Cuevasanta es de Paysandú y se formó en pastelería y cocina en Montevideo. Llegó a Mil en 2023, pero antes trabajó como encargada de pastelería en Central, el mejor restaurante del mundo según la lista The World’s Best del año pasado, cuya edición 2024 se celebró la semana pasada en Las Vegas (la lista completa, a la que Mil reingresó en el puesto 73, puede revisarse en https://ladiaria.com.uy/UrI.

Gentileza restaurante Mil

Gentileza restaurante Mil

Sofía además está presente en el salón. Como buena creadora, acerca sus platos, nos cuenta de qué se tratan, nos invita a disfrutarlos. Sofía llegó a Mil después de manifestarle a Virgilio Martínez su deseo de conocer el restaurante andino en profundidad, la conexión con las comunidades. El trabajo, a esa altura, con ese nivel de exigencia, es desafiante, claro. Pero la cocinera se adueña de los desafíos de su oficio y los redobla: para ella la exigencia no sólo es vertical. “Si una decide trabajar en una cocina de talla mundial, como son Central, Kjolle o Mil, sabe que la exigencia va a ser alta. Y no es una exigencia que una reciba de sus jefes, sino que es personal”. Hay algo que es cierto y, aunque de alguna manera se ha vuelto una especie de tabú, la autoexigencia es importante para ir sorteando obstáculos y tener éxito en ciertos espacios donde “la vara”, dice Sofía –tanto de los colegas como de los comensales–, está muy alta. Mil es una experiencia única que no se trata únicamente de comer, dice Sofía, que habla con una cadencia amorosa y apasionada por lo que hace. Es todo lo relacionado a la comida, la interacción con las costumbres de las comunidades, el rescate de técnicas milenarias, la investigación.

Claro, la investigación. Porque cruzando el patio, en Mil, está Mater, un centro de investigación y experimentación que busca recolectar información y hacerla accesible, preservar agrobiodiversidad y rasgos culturales de distintos grupos humanos a los que se acercan, cruzar fronteras, educar, emocionar, conectar a través de la experiencia gastronómica y revitalizar las identidades culturales. Vaya, entonces, si será desafiante. El trabajo de Mater/Mil es en conjunto, cuenta Sofía. Es con toda la información recabada por el equipo multidisciplinario que ellos pueden terminar contando historias a través de la experiencia gastronómica. El trabajo de antropólogos, ingenieros agrónomos, o la sabiduría de la comunidad local, “pasa al personal de bar –bartenders, sommeliers, baristas– y a la cocina, donde hacemos un match de información con el que comenzamos a experimentar con diferentes insumos locales, de la montaña, de la selva, de todos los alrededores. Después los resultados se comparten entre todos, para darnos feedback”. Una vez que el producto se considera bueno, se lo presenta a Pía, Virgilio y Malena (Martínez, hermana de Virgilio e investigadora en Mater) para que ellos den su visto bueno.

Foto del artículo 'En lo alto: sobre el restaurante Mil, en Cusco, entre los mejores del mundo'

Sofía es optimista en cuanto al futuro de la gastronomía latinoamericana. Es, en realidad, optimista respecto del presente. Le gusta mucho lo que está pasando, “mucho”, insiste. Eso que sucede es la relevancia que cobró la gastronomía latinoamericana a nivel mundial. Cree que el primer puesto de Central a nivel global les dio visibilidad a nuestras cocinas, tan ricas, generosas, diversas.

Mientras tanto, y habiendo sido parte de los equipos que llegaron tan alto, Sofía habita los espirales virtuosos de Moray.