Me mudé la semana pasada. De un apartamento pegado a otros siete que rodeaban un patio abierto, a uno dentro de un edificio. Por un lado, al faltar el patio como espacio común, se siente más anónimo vivir así, sin que los demás sepan inmediatamente en cuál apartamento estás y sin que tengas que interactuar demasiado con ellos. Por el otro, los ruidos producidos por los otros habitantes son mucho más cercanos: los platos chocándose, el timbre que suena, la conversación de pareja podrían estar sucediendo en la habitación de mi casa.

Mayor es el anonimato pero menor la intimidad; las ventanas no tienen persianas y se enfrentan a las de los demás. Ayer mi vecino idiota hizo ruidos específicos para hacerme saber que escucha cuando les hablo a mis gatos, y ahora ya no me siento cómoda sin cortina en la cocina (aún no sé si se enfrenta a la cocina de él).

En el celular Google indica mi nuevo barrio, aunque yo no se lo dije; aunque claro que se lo dije cientos de veces, cuando usé una app para orientarme por las nuevas calles, otra para pedir comida, e incluso, muy probablemente, cada vez que hablé por celular o cerca de él.

Así que, por supuesto, Google sabe enseguida que cuando tipeo “Samanta”, él –“él”– en mi caso tiene que completarlo con “Schweblin”. Ya no me sorprende, pero tampoco me hace gracia. Tampoco hago nada al respecto: dejo que lo complete para seguir en conexión con Kentukis, el nuevo libro de ella, con la misma ansiedad con que muchos de sus personajes intentan restablecer la conexión con su “kentuki” –una “mascota” que consiste en un bicho de plástico manejado remotamente por una persona desconocida y asignada al azar– cuando la pierden.

Así como pasar el sábado de noche mirando The Haunting of Hill House se sintió particularmente apropiado en esta nueva casa, donde al igual que los personajes de la serie no reconozco de dónde viene cada sonido ni a qué atribuirlo –y eso alimenta la paranoia si una ya se siente medio susceptible–, el cambio de escenografía ayudó a que Kentukis se me metiera debajo de la piel, como suelen hacerlo las historias de Schweblin, pero esta vez de forma aun más inmersiva. No saber del todo quién puede estar mirando ahora mismo por la ventana de mi cuarto, qué juicios de valor está haciendo sobre mí, si es una persona que está en la suya o alguien como mi vecino idiota; y cómo se sentirán ellos cuando yo, distraída, levanto o bajo la vista y me topo con una ventana o patio ajenos –distraída, sí; cuando sepa de ellos voy a perder esta frágil sensación de anonimato, que quiero disfrutar mientras dure, citadina como soy y reacia a que se meta en mi espacio más inmediato, sin ser invitada, gente de carne y hueso y no meros creadores de sonidos misteriosos–.

¿Qué forma de protegerse es más efectiva? ¿Expulsando al otro o dejándolo entrar? ¿Con reglas delimitadas o sin ellas?

El otro va a entrar. No digo literalmente al apartamento, sino en la vida en general. La idea de expulsar todos los encuentros inesperados de nuestras vidas, esa ilusión de un mundo controlado detrás de los barrios privados y las rejas y los porteros eléctricos no se sostiene ni un minuto, ni viviendo en el country más top y remoto (¿quién limpia en las casas de esos ricos?). Hay excepciones, y son tristes: el viejo que muere en su casa y sólo es encontrado cuando empieza a largar olor, los hikikimoris en Japón, personas jóvenes que se encierran completamente en sus apartamentos por no soportar la ansiedad social.

A menos que nos vayamos a extremos, el encuentro (o choque) con los otros, deseado o temido, es inevitable, y no es posible conocer de antemano las consecuencias, que serán desde inocuas a extraordinarias, una interacción que podemos olvidar unos segundos después o una que nos cambiará la vida, para bien o para mal, y todo lo que está en el medio.

La historia en Kentukis es del estilo twenty minutes into the future, es decir, propone un mundo que podría suceder en un futuro muy cercano, con tecnologías que ya podemos desarrollar ahora, como decía la autora en la entrevista que le hizo Débora Quiring en el suplemento pasado: “La ocurrencia surgió como una tontería: cómo puede ser que todavía no exista algo tan elemental como lo que después llamé un kentuki”. Y no me sorprendería que alguien decidiera convertir la ficción en realidad: la idea de meter a una persona desconocida dentro de la casa, pero en forma de mascota –sin posibilidad a priori de usar el lenguaje con ella, y de un tamaño y movimientos demasiado reducidos como para representar una amenaza inmediata–, puede sonar desquiciada al principio, pero basta con detenerse a pensar un poco en cómo interactuamos con la tecnología todos los días para asimilarla con bastante rapidez, y si agregamos que detrás del bicho de plástico no hay un millón de algoritmos procesando nuestra información para convertirla en estadísticas sino otra persona, sólo una persona, puede resultar aun más natural y también mucho más seductora. Ser visto por alguien o mirarlo –o ambas cosas a la vez– en los momentos más privados; establecer una intimidad azarosa pero con límites que creemos conocer, dejarse llevar por el voyeurismo o por la necesidad de que alguien sepa que estamos ahí... la idea es apenas tan desquiciada como lo somos los seres humanos todos los días. De la novela decía Schweblin en la entrevista mencionada: “[cuando conocemos a una persona nueva] hay una pregunta enorme del otro lado, que necesitamos contestar enseguida. Mientras no se confirma, todo está bien”. Y ese es el punto de seducción del kentuki (y de Kentukis): el vínculo en suspenso, la “pregunta enorme” que se mantiene por un rato más de lo normal, pero que, de una u otra forma, siempre termina contestándose, de forma siempre única y siempre inevitable.