Sala llena. Ya se ha vendido un cuadro de una artista viviente, Jenny Saville, por más de 12 millones de dólares. Todo un récord. El rematador de Sotheby’s llega al último lote: un cuadrito de Bansky –Niña con globo, espray sobre tela– que termina, por 1.400.000 dólares, en las manos de un comprador que ha pujado por teléfono. Segundos después de que el martillo sella la venta, la tela banskiana se sale del vidrio que la protege, empieza a deslizarse hacia abajo y a ser triturada por algún mecanismo incrustado en el marco. Tenemos así la segunda obra (célebre) que se autodestruyó: la primera fue Homenaje a Nueva York, ensamblaje de pedazos mecánicos que Jean Tinguely, luego de haberlo anunciado, dejó que explotara solo, al aire libre, en 1960. Esta vez el efecto sorpresa fue la novedad. Todo el mundo empezó a subrayar que el acto era un “clásico Bansky” mientras el responsable de Sotheby’s anunciaba que habían sido “banskizados”: el “mito” del artista “callejero” más famoso se ha inflado nuevamente. Como a menudo pasa cuando asistimos a la destrucción de algo percibido como intocable, al mirar el video del acontecimiento (que está disponible en la red, por supuesto, y por supuesto se volvió viralísimo), es inevitable que se produzca cierta hilaridad, normal frente a la “desacralización” del objeto de culto (un culto muy cuestionable, obvio, pero culto al fin). Pero apenas uno empieza a reflexionar, no puede hacer otra cosa que fruncir el ceño.

Primero que nada, para que se disipara cualquier duda, Banksy posteó en la web, muy oportunamente, una filmación en la que muestra cómo construyó el triturador de papel que estaba oculto en el marco, en 2006, cuando vendió la pieza a un privado, para luego agregar al video la escena álgida de la subasta. Resultado esperado: el provocador de profesión, contrario a las leyes del mercado (aunque piezas suyas se rematan regularmente y su capital es notoriamente importante), quiso dar un buen latigazo mediático a la explotación mercantil de su arte, y produjo las pruebas. Pero pasó lo que todo el mundo podía imaginar, Bansky in primis: la obra ahora vale más, mucho más. Según algunos expertos, visto el eco en la prensa y en la red, su valor podría ya ser el doble: normal, ya que ahora es espécimen de una intervención artística insólita y, sobre todo, es el testimonio de la “picardía” de su autor. Además, pese a lo que posteó el artista para “justificar” el acto, una supuesta cita de Pablo Picasso que declara que “el impulso de destruir es también un impulso creativo”, no se trató de una verdadera destrucción: por lo que se ve en el video, sólo la mitad de la obra fue cortada en tiras anchas, que ahora cuelgan del lado inferior del cuadro. Vale decir, la pieza puede ser ubicada cómodamente en el living así como está, para contarles a los nietos qué bandido era el artista o, en el caso de que se trate de un coleccionista más conservador, mandarla restaurar, ya que el daño no parece irreversible. ¿Y la obra en sí? Es una de las imágenes más famosas del anónimo de Bristol, en la que una niña pierde (o suelta) un globo con forma de corazón. Es decir, más para reclames de perfumes que para galerías de arte o museos; y sin embargo, en una encuesta inglesa del año pasado resultó ser la obra de arte más amada por los británicos (mal que les pese a Joseph Turner, Francis Bacon, Lucian Freud y compañía). Por supuesto, ya circulan teorías de complots: Sotheby’s sabía, por eso colgó el cuadro en vez de apoyarlo sobre un atril, práctica más común en este tipo de ventas; no controló el armado de un marco que debe resultar exageradamente pesado para el tamaño del lienzo que custodia, y lo dejó como última obra a rematar de la velada, elección rara, ya que generalmente las últimas piezas nunca tienen estimativos altos como esta, porque varios de los posibles compradores ya se han ido (se especula que lo hicieron para no interrumpir las ventas anteriores). Efectivamente, puntos sospechosos hay. Por ejemplo, ¿qué tipo de batería, necesaria para accionar el triturador de papel, dura 12 años? Sin contar con que el comprador podría ser el mismo Bansky, ya que nadie sabe quién es, o, al límite, un testaferro.

Finalmente, si fuera una “falsa destrucción” ejecutada con la complicidad de Sotheby’s, como parecería, ¿podría leerse como un gesto de denuncia ulterior? No, en absoluto, porque previsiblemente la obra y él ganaron de verdad en valor y notoriedad, lo que ubica la “acción” inexorablemente dentro del cinismo capitalista más crudo.

Así, mirando los detalles, ese stunt debería ser lo que sepulta definitivamente el delgado lado rupturista de Bansky (si alguna vez lo hubo: sus mejores obras son ingeniosos y agridulces chistes, a lo sumo), ya no el más mainstream de los artistas callejeros, sino de los artistas tout court. La definitiva consagración (más allá de varias obras arrancadas de las calles y terminadas en galerías, merchandising de todo tipo y cotizaciones estelares) ya se había preanunciado en 2017. En la víspera de una retrospectiva londinense de otro “grafitero” mítico y cuyos precios se están inflando cada día más, el fallecido estadounidense Jean-Michel Basquiat, Bansky intervino un muro del Centro de Arte Barbican que iba a hospedar la muestra, con dos esténciles: uno con policías controlando un personaje basquiatesco y otro que muestra una cola de gente que se sube a una rueda panorámica (¿el Luna Park del arte?) cuyos carritos tienen forma de corona, símbolo de Basquiat. De esta forma Bansky quería “denunciar” la regla del Barbican de limpiar todo lo que aparece en sus paredes, como escribió en Instagram, en defensa de sus “pares” grafiteros. Al poco tiempo, obviamente, las autoridades ya se habían apurado a proteger con grandes acrílicos transparentes los dos trabajos murales. Triste.