Érase una vez un tiempo y un lugar en los que la poesía fue celebración y destino: Montevideo en la década de los 90. Por aquel tiempo, Julio Inverso leía el poema “Los insectos”, de Dámaso Alonso, como un conjuro al comenzar el ritual de cada viernes –tertulias nocturnas, pero también lunáticas– en la casa de Julio Kiss. Lourdes Pena dirigía ZoonaTres hasta que los leones vecinos comenzaban a rugir para iluminar el filo de la noche. Ruben D’Alba nos proponía la transmutación de la magia por la poesía. Nilson de Souza usaba el lente de su cámara como una lengua sigilosamente voraz. Y Pablo Galante, desde las páginas de su submarino amarillo, buscaba a las muchachitas en flor como en un film aún no escrito de Jim Jarmusch. Fueron, también, los tiempos del Festival de Poesía: 1993 nos trajo una bocanada de aire fresco de lo que estaba sucediendo en otros países del continente. Todo cambió al suicidarse Julio Inverso en 1999, como una lección más para atravesar el Aqueronte. Pero quedó demostrado que la poesía era una de las líneas de fuga de una realidad que se podía intuir como espesa, compleja y múltiple.
Aún nos queda esa resaca de aquel tiempo como una agridulce efervescencia. Había maestros de poesía: Lauro Marauda, Elías Uriarte, Jorge Meretta, Washington Benavides, Roberto Echavarren. Había una clara reivindicación de rescatar a poetas como Selva Casal en Ediciones de Uno. Había poetas protagonistas –como Eduardo Espina con La caza nupcial (1992); Paula Einoder con La escritura de arcilla (1996); Federico Rivero Scarani con Ecos de la Estigia (1998); Roberto Genta con Caída libre (1996) y Marosa di Giorgio, performática reina mariposa leyendo sus Misales desde 1991. Había poetas de los que siempre esperábamos el segundo libro, como Alicia Srabonian Chiesa, Jorge Luis Hernández o Walter Biurrum. Había poetas que se instalaban en los márgenes de la poesía, y desde allí la contemplaban como un objeto que provoca la ironía. Y así se escapaban de los cánones de la Poesía –con mayúsculas– y lograban una poesía auténtica, filosa y contemplativa. Un ejemplo claro es Gabriel Di Leone (Minas, 1951). Su obra poética es lenta como un ejemplar castigo a sus lectores. El título de su primer libro, 27 de Möebius y la Capitana (Eladio Linacero Editor, 1994), nos recuerda las revistas españolas de cómics de los años 80 y 90. El libro, de tan sólo 27 poemas, es importante porque traza y despliega los temas que abordará a lo largo de su trayectoria. El poeta logra una certera antipoesía cuyos ecos nos recuerdan a Juan Gelman, Nicanor Parra, Francisco Urondo, Ernesto Cardenal, Roque Dalton. Pero a toda esta tradición de poetas y poesía se agrega el fútbol (“cualquiera es crack bajo tal / anaranjada violenta capitana”, dirá en la página 27); el rock y sus letras malditas (Joe Cocker, The Beatles), el cine, el lugar donde el poeta residía –y aún reside– como eje del mundo (Maldonado, Punta del Este, Gorlero, La Mansa), una lectura de Maldoror como mito fundante y la mujer como eje y sentido de su poesía. Y todo encintado como precioso objeto con la cinta de Moebius como el símbolo de un tiempo que siempre se nos presenta como ambiguo.
Un segundo libro, Incendio intencional (Civiles Iletrados, 1997), continua esta línea: es una poesía que sigue desarrollando sus temas personales. Pero se suma el humor, que ata y desata todos estos temas, y se logra una poética que sintoniza con el lector común: “bebo cerveza y escribo con una pilot negra mientras ella / llora y Eros Ramazotti –a pedido– canta”. Es así como el poeta se vuelve paródico, irónico y libre de cualquier tradición poética. Y vuelve al lector crítico de sí mismo, de la sociedad en la que vive, de los monumentos poéticos que debe demoler con el ejercicio de la lectura.
A esta aventura poética siguen dos libros publicados por Trópico Sur y su participación como antologador –y antologado– en La ballena de papel: antología de poesía de Maldonado (2015- 2017), que es un libro necesario para comprobar que el interior es, hoy, una central poética similar a Tacuarembó en los años 60.
Ya con más de 60 años Di Leone entrega, ahora, su último libro, llamado La edad de la indecencia. Los títulos son importantes para él: funcionan como un resumen de la poesía que encierran. Pasó con el primero, pero también con el último, como si la escritura fuera una cinta de Möebius en la que todo fin es también el comienzo. Acá también se encuentra una primera analogía en el título: si la sabiduría popular afirma que la infancia es la edad de la inocencia, la vejez, según el autor, se podría definir como la edad de la indecencia. El poeta entonces es viejo y, por ende, indecente. Y esto es tanto la falta de observación de las normas morales de una sociedad como el acto que las contraviene. Esto nos lleva a la segunda analogía, que remite a la novela de Edith Wharton (La edad de la inocencia, 1921) y aun más a la película del mismo nombre, una adaptación de 1993 dirigida por Martin Scorsese y protagonizada por Daniel Day Lewis, Michelle Pfeiffer y Winona Ryder. La película ganó el Oscar a mejor vestuario y su eslogan fue: “En un mundo de hipocresía y traición, ellos se atrevieron a romper las reglas”. También, de cierta manera, Gabriel Di Leone pretende, con su escritura marginal, romper las reglas de la alta poesía y aproximarse al lector con las armas del desenfado, el humor y la ironía. Y así, parodiándose a sí mismo, establece una complicidad, una cercanía. Deconstruye palabras (como en el título del poema cama/feo) y actitudes de la mujer que la sociedad impone y reprime: procaz / lolita oral / malhablada / virgen cochina. En ese transitar, el poeta se describe como héroe de cómic, se masturba “como un troglodita en trance”, recuerda anécdotas de niñez, erotiza la vida y sus simplicidades, define personajes ordinarios que se encuentran en cada esquina como un pornógrafo en un sex club, viaja por Punta del Este para decir “Maldonado mata / y olvida”, cita anécdotas de poetas que lo iluminan en su tránsito de escritura, establece una poesía que es cotidiana pero también necesaria. Y todo eso recuerda a un niño. Un niño Kaput, como el del poema de Roque Dalton: “El niño que mostraba el gusanito a los condenados / que inauguró el amor con un perro o una mata de plátano /.../ el niño que no ha perdonado ni al canario / fue finalmente enviado a Dinamarca / porque imagínese usted”.
Un niño indecente en su edad, como Gabriel Di Leone, que escribe desde sí mismo para construir un lugar de escritura que se encuentre a salvo de las normas de toda sociedad. Tal vez ese lugar se llame Maldonado, como la Dinamarca del poema de Dalton, dibujada por un “niño tirabuzón”, un “niño-abrelatas”.
Sí, ese escritor indecente y maldonauta que, desde los años 90, siempre asombra.
La edad de la indecencia, de Gabriel Di Leone. Maldonado, Civiles Iletrados, 2018. 69 páginas.