–¿Sabías que en Italia no hay hormigas? –me dijo ayer un compañero.

–¿Cómo, ninguna?

–Sí, lo aprendí en un cuento –me dijo tan campante, y me reí.

–¡Es ficción!

–Ah, no sé, yo aprendo de la ficción –dijo él.

Camino por la Feria del Libro, entre miles de páginas de ficción –y también de hechos “reales”, y de hechos que alguna vez fueron reales y ahora pasaron a la ficción, y de consejos para bajar el colesterol e instrucciones para hacer el mejor gin tonic– y, al igual que hago cuando estoy en el ómnibus y veo a alguien con un libro en manos, estiro la cabeza como una suricata para espiar a mi prójimo lector.

Los libros de autoayuda siguen siendo un gran favorito del público. Otra ficción. Pero no lo pienso de forma peyorativa (al menos esta vez –confieso–), sino que me hace preguntarme por qué la gente aún compra libros de ese tipo cuando hay tantas listas de consejos para ser feliz disponibles en Facebook o incluso en forma de mensajes de whatsapp; ¿por qué la gente sigue deseando el libro?

Y es que cualquier historia –“verdadera” o no, pero construida como tal– implica zambullirse en una narrativa ajena a la que uno construye para sí todos los días, desde que se levanta y se lava los dientes o toma un café hasta después incluso de dormirse, cuando las historias que nos contamos siguen otras reglas pero también forman parte del relato de quién es uno. Ese relato constante que a veces es ruido de fondo, a veces está en primer plano en nuestra mente y a veces tiene un público más amplio –“Vos sabés cómo soy yo, no me puedo callar lo que pienso”, le decís a una amiga–. Una narrativa ajena nos obliga –seductoramente– a aceptar otras reglas, el famoso pacto ficcional. Y si es convincente, si algo de ella resuena en nosotros, es una experiencia parecida a conocer a otra persona, con particularidades que no volveremos a ver en otra. Y si no somos un témpano de hielo, conocer a alguien o leer un libro –incluso si no se llega a terminar– nos deja marcas. Estruendosas o sutiles.

Estruendosas: leer Rayuela en un momento particular de su vida sumió a una persona muy cercana a mí en una depresión que duró por meses.

Sutiles: a una edad en la que tal vez no hubiera convenido –y en un momento en particular en el que definitivamente no me convenía hacerlo– leí La piel del cielo, de Elena Poniatowska, y una simple frase, algo parecido a “¿Por qué te bañas después de hacer el amor? ¿Piensas que soy una prostituta?” me dejó un surco profundo gracias a la maraña que aún había en mi cabeza respecto del sexo y qué significaba para mí ese concepto tan enorme, un surco tan grande y doloroso al punto de que nunca volví a leer un libro de la pobre Poniatowska, ni pienso hacerlo.

Un ejemplo menos dramático pero que también significó un quiebre en mi visión de niña me lo dio Caja de secretos, de la editorial Barco de Vapor. En una cena, un álter ego de la escritora opina que la gente tímida de hecho es arrogante (no se arriesga a dar su opinión en caso de que sea equivocada). Para una niña tímida que se refugiaba en los libros fue un balde de agua fría viniendo de una adulta en la que confiaba y con la que sentía una complicidad que tal vez sólo pueda sentir un niño con uno de sus autores preferidos.

Nunca podremos medir con exactitud qué efectos tienen nuestras palabras en los otros; qué parte de nuestra historia se entrecruza con la de la otra persona y toca un nervio inesperado, como se puede comprobar conversando con viejos amigos o amores y sorprenderse con qué recuerda uno y qué recuerda el otro de los tiempos compartidos.

Los libros tienen la magia de provocar el mismo efecto mariposa en las personas, descontrolado y deslumbrante o reconfortante u oscuro. Nos puede romper la cabeza un libro entero o un simple párrafo. Pero el choque es entre una narrativa ajena y la propia. Ese choque no puede salir de una lista que consumimos y desechamos como quien come una hamburguesa, viene de meterse por un momento en la historia tejida por alguien más, aceptar su forma de ver el mundo aunque sea por un rato, que la coherencia que tratamos de mantener cuidadosamente en nuestra cabeza se tope con otras coherencias, sin saber de antemano qué resultará de eso.

Caminando de puesto en puesto, pienso que de la Feria del Libro se habla a menudo despectivamente; mesas de ofertas, pocos invitados internacionales, siempre las mismas editoriales –aunque no hay que darlo por asumido; este año he visto varias nuevas y de gran calidad–. Y, sin embargo, es un ritual que se repite año a año, con jóvenes y adultos y niños y viejos buscando historias específicas o abandonándose a la sorpresa (ya sea que compremos un libro que no hubiéramos tomado en cuenta pero que sale 100 pesos y es lo que tenemos en el bolsillo, o que lo hagamos porque la tapa es tan preciosa que ni miramos la contratapa, o que escuchemos una conversación ajena y nos gane la curiosidad).

Un comentario que se escucha todos los años entre los puesteros es que la Feria es el único evento al año en el que miles de personas se acercan a los libros (¿por qué en una ciudad con tantas librerías pasará eso?). Una vez al año hay gente que se da el lujo de no considerar a los libros intimidantes o aburridos, y va a buscar esas historias que la sacan del devenir diario y las devuelven con una idea o sentimiento o siquiera un dato de color –¡en Italia no existen las hormigas!– nuevo, meras letras que pasan a ser parte de un organismo vivo, el encuentro con otra subjetividad.