Cuando intentan consolar a Eugenia, que acaba de separarse de su marido, con el cliché “hay que empezar de cero”, ella responde, en un total arrebato de lucidez: “No hay que empezar de cero. Hay que seguir, nomás”. Sin embargo, más que seguir, la vida de Eugenia se dispara para diversos lados, como las esquirlas de una explosión silenciosa. En un tris, deja su ciudad natal para viajar a Cochabamba, donde vive su padre con su flamante y jovencísima esposa; trabaja como asistente de maquillaje de un amigo y se incorpora al cast de una película amateurísima, de dudosa calidad.
Estos son sólo algunos de los múltiples caminos que ensaya Eugenia (Andrea Camponovo), quien, al contrario de lo que ensaya en esa frase con poder de leitmotiv, parecería comenzar de cero un montón de vidas paralelas. El film capta bien esa sensación de sorprendente y, a la vez, angustiante libertad que envuelve a quien se separa luego de varios años de relación. De golpe, hay muchas –demasiadas– posibilidades, y ante la multiplicidad de aventuras posibles es frecuente quedar un poco mareado. Uno de los logros de Eugenia es llevar al formato técnico y narrativo esta desorientación vital. Al comienzo del film, todo lo vemos recortado, como si Eugenia nos fuera ofrecida por trozos: su mano limpiando los restos de su último encuentro sexual, sus lentes a lo Clarice Lispector, su pelo, su espalda y sus piernas de garza (un detalle obsesivamente filmado por el director, quien también es su esposo fuera del film), diseminados en el montaje como si fuera una muñeca ensamblada por partes.
Hasta acá, un ligero atisbo al recurso –más radicalmente aplicado, hay que decir– de Jean-Luc Godard en Una mujer casada (1964), con la nouvelle vague como un faro evidente que guía al metraje. Sin embargo, la estilización nouvellevaguesca no sigue una línea recta e incorpora diversos elementos que funden las referencias de varios otros directores. Por un lado, la estructura medio libre y el protagonismo femenino –así como el peso de ciertos primeros planos–, que recuerdan a Philippe Garrel, entremezclados con cierta herencia del cine de John Cassavetes (sobre todo la última escena) y un estilo de cine guerrilla con cierta mirada al background propio de un cine más realista o incluso documental. Quizá este último aspecto sea el más interesante, sobre todo en la forma en que se van recopilando historias mínimas de personajes que entran y desaparecen de cámara con total naturalidad. En este sentido, en la primera mitad del film, la fractura emocional –y visual, o semiótica– de la Eugenia recién separada se funde con Cochabamba y eleva a la ciudad como la verdadera protagonista. En especial, hay un travelling interesantísimo en el que la cámara registra una plaza con un montón de afiches de puestos para un plebiscito (sería ideal saber qué es lo que se estaba debatiendo en esa campaña), en donde conviven carteles de “Sí” y “No” que se alternan enloquecidamente y sin criterio alguno. Estos “Sí” y “No” hablan de la peculiaridad variopinta de la ciudad, pero también del grado de incertidumbre en que se encuentra la protagonista, en una especie de paralelismo psicourbano.
Esta visión fracturada se continúa con escenas grabadas en formato fílmico que contrastan en su granulado con el digital del resto del film (son los recuerdos de antepasados de Eugenia, que también fueron parte de una filmación privada del director acompañando a la actriz a conectarse con sus raíces; grabaciones que, según entrevistas, fueron el puntapié inicial para pensar la historia); y la película que comienza a filmar la protagonista. Hay dos curiosidades en esta obra dentro de obra. Primero, un guiño kitsch que hace aparecer a Eugenia disfrazada de guerrillera, deambulando con fusil al hombro por las calles de Cochabamba. Uno nunca llega a saber si esa película es simplemente malísima o si hay una idea de videoarte en lo inverosímil de la guerrillera Tamara Bunke caminando entre puestos de recarga de celular. Sea cual fuere la opción, el resultado estético es el de ver una ciudad en la que pasado y presente siguen conviviendo (recordar que Bolivia fue el país en el que tanto el Che como la famosa espía encontraron la muerte) sin saber a ciencia cierta quién es fantasma de quién: si Bunke caminando en una ciudad que parece haberla olvidado, o la Cochabamba del pasado y la del futuro fundiéndose como dos espectros en un desenlace que la guerrillera no podía prever.
El personaje histórico sirve también para metaforizar la identidad fracturada de Eugenia, en tanto la revolucionaria argentina tuvo en su vida varias identidades: Tamara, Tania y Laura. También alude a la identidad de una rebelde dentro de la rebelión, la de una mujer que no solía acomodarse al rol que le asignaban los hombres, aun cuando sus deberes de espía la obligaban a adaptarse a ese papel para acercarse a figuras importantes del gobierno.
La película transcurre, así, en la rebelión de Eugenia ante ese mundo creado por y para hombres, y establece un esquema de ensayo y error sobre su vida laboral, familiar y sexual.
En el último tercio pega un giro medio clásico que, salvo por la poderosa escena final, hace que pierda un poco de fuerza.
Eugenia es un caso curioso, porque si se la despojara de estos variados recursos técnicos podría aparecer como una película conocida, casi trivial. Sin embargo, es en la forma en que conviven un montón de recursos, lenguajes y devaneos experimentales que el film adquiere una suerte de estructura ensayística, como si la obra fuese un personaje desmontado en un sinfín de versiones. La imagen de Eugenia apuntando a la cámara, es decir, al mismo espectador (como Anna Karina en Pierrot el loco –Godard, 1965–), no hace más que confirmar este tono juguetón y rebelde.
Eugenia | Dirigida por Martín Boulocq. Bolivia/Brasil, 2017. Con Andrea Camponovo, Álvaro Eid, Alejandro Lanza y Alicia Gamio.