Tras una generación de creadores que se abrió camino malhiriendo o matando –como debe ser– a padres y madres simbólicos mediante la negación del pasado (léase el pasado reciente o los estilos performativos tradicionales), y tras la construcción de un presente kitsch y desenfadado de pequeños conflictos familiares que luego volvió sobre sus pasos, para revisar ese pasado, reflexionar, reestructurarlo y darle –era necesario, la audiencia lo pedía a gritos– una nueva vuelta de tuerca, cabe preguntarse si la escena creativa está imponiendo nuevas voces. Si lo que se está perfilando es no ya el gesto de desdén o de pura irreverencia, sino la mirada hacia otros lados. Olvidarse de los padres, ignorar a los hermanos mayores, sean estos simbólicos o no.

En esta categoría podríamos incluir a Cheta, de Florencia Caballero Bianchi, estrenada este año en el Centro Cultural Tractatus. Un espectáculo que, con pocos ornamentos, definía un espacio y tiempo concretos (los barrios Coppola, Marconi, Las Acacias y Cerrito durante la crisis de 2002) para retratar el universo duro de los adolescentes y niños de ayer. La referencia a los adultos de hoy y a las tantas ramificaciones de aquella crisis, sin embargo, era sólo uno de los efectos de la obra, acaso el más inmediato, directo. El efecto más rotundo –si concebimos la pieza desde el sistema teatral nacional– era precisamente la instalación de nuevos conflictos; en términos más abstractos, la renovación (a nivel temático) de las relaciones entre teatro y sociedad actual. Un nuevo pacto, si queremos.

También entraría en este giro temático No ver, no oír, no hablar, de Stefanie Neukirch. Y resulta difícil escribir sobre este espectáculo, dirigido por Diego Arbelo, sin develar su trama y, por lo tanto, en parte, traicionarlo. Una variante compleja del spoiler alert se instala en este caso: no la revelación de datos concretos, sino de entramados, de combinaciones de referencias y esfuerzos actorales. El lector está avisado, entonces. En el lado derecho de la sala 2 del Circular, convertido en cocina (en el izquierdo, a oscuras, hay una oficina), una madre discute con su hijo, que fue golpeado por un compañero de clase: el diálogo es poco fluido, ambos parecen repetir lo dicho tantas veces, ella se detiene por momentos, balbucea, sufre. Una escena similar sucede entre otra chica y quien podemos asumir que es la misma madre. Pero no lo es. Como el escenario partido en dos, la acción también se quiebra con la información dada en el lado izquierdo. Neukirch entrelaza en su texto el tópico de la escena familiar estándar –con los ecos de los pequeños grandes conflictos que ella generaba en escena, para la delicia de los espectadores– a la última frontera de la actuación: la actual existencia de agencias para el alquiler de familiares, interpretados por actores, para paliar la soledad o cubrir las apariencias, en el seno de la sociedad japonesa. La madre, por lo tanto, no es madre, sino una actriz que tiene como cometido representar, de por vida, a dos madres diferentes y que, en el momento de la acción, entra en crisis existencial. La performance de la madre es clave en este edificio doble, pues debe permitir considerar al público, a posteriori, los titubeos y angustia inicial en un segundo grado; ese doble estrato de actriz que actúa de actriz que actúa de madre. En la función que vi, Bettina Mondino dio sólo en parte ese doble nivel, es decir, la fatigosa y muy efectiva construcción del proceso interior durante la primera parte no logró diferenciarse lo suficiente –en gestos y tonos– del momento en que el personaje, en diálogo con su empleador, abre su verdadera identidad, en el que devela sus capas ante los espectadores. Algo que no invalida el efecto de conjunto, pero lo mitiga. A medio camino entre la realidad y la distopía, No ver, no oír, no hablar matiza humor y oscuridad para colocarnos frente a una suerte de alegoría del teatro mismo y de lo que podría ser su nueva frontera o ética.

Otra frontera. Coda necesaria para seguir especulando sobre cómo se piensa el teatro de hoy y de mañana. Antes de empezar el espectáculo, en una sala de luces prendidas todavía, entran tres actores discutiendo e interrumpiéndose mutuamente. El espectador distraído (o que no conoce el elenco de No ver, no oír, no hablar) piensa que la obra empezó. El espectador atento o informado, los primeros segundos, no entiende. “Somos un poco freaks”, dice al pasar uno de ellos, y explica que forman parte del elenco de El amigo fantasma, de Fernanda Muslera, dirigida por Moré en la sala 1 del mismo teatro, y que se equivocaron de sala. Lo que se vio fue la propaganda de otro espectáculo, una puesta en escena breve, puro empuje de los límites. El viejo y querido teatro invisible de Augusto Boal en clave de marketing. Veremos cómo sigue esto.

No ver, no oír, no hablar | De Stefanie Neukirch. Dirigida por Diego Arbelo. Con Bettina Mondino, Martín Castro, Dulce Elina Marighetti y Juan Graña. Teatro Circular, sala 2. Sábados a las 21.00 y los domingos a las 19.30.