La historia fue revelada recién en 2006 y difundida en un libro de memorias publicado en 2014. El autor, Ron Stallworth, fue el primer policía negro de Colorado Springs. En 1979 integraba el Departamento de Inteligencia de la ciudad y tomó la iniciativa de “infiltrarse” en el Ku Klux Klan. Parece chiste, pero es real. Stallworth hizo el contacto en forma telefónica y, en las ocasiones en que necesitó que su personaje diera la cara, envió en su lugar a un colega detective blanco que tenía la voz parecida. El operativo implicó un aprendizaje relevante sobre la manera de operar del KKK y desenmascaró a un grupo de oficiales del Ejército que integraban la organización racista y que a partir de ahí fueron destituidos o trasladados a posiciones inocuas.

No conozco el libro. Quizá ahí se aclare por qué decidieron seguir la operación de esa forma retorcida y algo frágil (Stallworth haciendo el personaje por teléfono, y su colega blanco el personaje en persona, con el consiguiente riesgo de inconsistencias que podrían haber expuesto al detective). La película no lo explica, acentuando un costado de chiste que convive con el thriller detectivesco y con la pedagogía política.

La propia combinación entre seriedad y chiste, entre verosimilitud y absurdo, ya establece un elemento distanciado, que refuerza el costado pedagógico. Y ya que estaba, Spike Lee se tomó unas cuantas libertades adicionales con el relato histórico.

La historia fue trasladada a la primera mitad de la década del 70, supongo que por razones de swing: 1979 fue un momento relativamente indistinto para la cultura negra estadounidense, antes de la eclosión de Michael Jackson pero ya mermado el movimiento black power. Lee quiso impregnar su película de una negritud más gráfica, con los enormes peinados afro, los medallones, el r&b empapado de soul, una divina escena de baile en un club de negros al ritmo de una canción de Cornelius Brothers & Sister Rose. Kwame Ture (el nuevo nombre del ex pantera negra Stokely Carmichael), recién regresado de África, da un discurso sobre la belleza de ser negro, que Lee ilustra con unas imágenes de rostros negros increíblemente hermosos sobre un fondo negro casi abstracto, a veces recortados del espacio real. Los personajes discuten sobre las virtudes relativas de distintos exponentes del blaxploitation. Y la lucha por los derechos civiles se encontraba en un estadio menos desarrollado (resulta mucho más dramática una historia sobre racismo en la era Nixon que en la era Carter).

Uno de los logros de la película es que uno acompaña la historia con interés, involucramiento y, por momentos, tensión y suspenso, a pesar de varios recursos que imponen distancia y trasladan a cada rato el foco de la narrativa hacia la exposición conceptual. Hay reflexiones varias sobre el cine y, de hecho, el primer plano de la película es la emblemática toma con grúa de Scarlett caminando entre los soldados heridos y culminando con la bandera confederada rota, en Lo que el viento se llevó (1939). El nacimiento de una nación (DW Griffith, 1915) es mencionada varias veces, y si bien a los estudiosos del cine la referencia puede parecerles medio obvia, hay que tener en cuenta que la mayoría del público no tiene idea sobre de qué se trata. Además, hay una escena conmovedora en la que un veterano (interpretado por el mismísimo Harry Belafonte) establece un vínculo entre ese clásico del cine, el renacimiento del Klan y el linchamiento de Jesse Washington en 1916. Ture habla sobre la manera en que, cuando niño, las películas lo llevaban a hinchar por Tarzán contra los nativos africanos. Y Patrice pone en cuestión la factibilidad de Pam Grier vengándose de los blancos en las películas de blaxploitation (lo que, en alguna medida, termina resonando en los momentos heroicos hacia el final de la película que estamos viendo).

Luego del plano de Lo que el viento se llevó hay un segmento de falso documental en que un doctor de nombre insólito (Kennebrew Beauregard) hace un feroz discurso segregacionista, con una imagen de textura granulada y en blanco y negro. La falsedad del documental es evidente desde el inicio, porque el doctor en cuestión está actuado por el conocidísimo rostro de Alec Baldwin. Pero la “falsificación” queda aun más expuesta cuando algunas de las imágenes ilustrativas de fondo empiezan a proyectarse sobre su rostro, a veces en color, y él consulta con una asistente (¿o directora?) fuera de campo, además de emitir unos gruñidos inconexos. Al final de la película, imágenes documentales, que esta vez son reales, mostrarán la vigencia de ese tipo de discursos en la manifestación Unite the Right (“Unir a la derecha”) en Charlottesville, 2017.

Clásico a la altura

Hay otras intervenciones varias sobre la imagen que contribuyen a generar extrañamiento, sobre todo en lo que tiene que ver con la reiteración rígida de ciertos procedimientos y motivos. Son múltiples los esquemas de plano y contraplano en el eje, en que cada uno de los interlocutores se muestra casi de frente, como hablando hacia la cámara, sin una referencia que los amalgame y asegure que efectivamente están en el mismo espacio. Es un artificio asociado al humor quirky (recuerda el cine de Wes Anderson) y juega con el componente algo bizarro de la historia. Luego, en un momento crucial cerca del final, ese esquema se va a repetir exagerado, ya que el jefe de Policía aparece en primer plano con una gran angular deformante que le da un aire de caricatura de autoridad, mientras que el contraplano muestra a los cuatro policías enfilados mirándolo intimidados. En los parlamentos, algunas enumeraciones de ejemplos o de argumentos reciben un tratamiento “percusivo” en el montaje, con un corte y cambio de ángulo para cada ítem enumerado, como una manera de subrayarlos. El teléfono con el que Ron dialoga con los directivos del KKK se muestra enorme en unos planos de detalle exagerados (muchas veces repitiendo un mismo encuadre).

Lo más interesante de esos juegos con lo cinematográfico se da cerca del final, luego del supuesto desenlace. Todo parece terminar bien, pero son tantas las cosas que se van resolviendo de la manera éticamente más gozosa que podamos imaginar, es tan completo y satisfactorio el castigo a los malos y la retribución de los buenos, que, con el paso de los minutos, empieza a ganar un aire de sátira. Cuando todo viene así de bien es que habrá una decepción (como cuando en las películas de terror la gente se muestra demasiado aliviada de que se murió el monstruo), y uno ya no las disfruta tanto. Me cuesta evaluar de una manera clara el estatuto de esos elementos frente a las críticas que Spike Lee hizo a Django sin cadenas (Quentin Tarantino, 2012), en el sentido de que su final catártico era mentiroso. Toda la parte final de El infiltrado del KKKlan, los episodios de acción y suspenso más sensacionales, son ficticios. Spike Lee nos propicia, él mismo, el placer de una catarsis equivalente a la de Tarantino (sin la exageración spaghetti-western de Django, pero catarsis al fin, en proporción con el tratamiento y ámbito de esta película), un poco porque quiso regalarse (y regalarnos) dichas catarsis, y bienvenida sea. Los recursos que usa para el enfriamiento de la catarsis no llegan a ser un baldazo de agua helada, ya que, en definitiva, en el mundo real, se sabe que Ron Stallwarth se salió con la suya. Lo que muestran los fragmentos documentales posteriores, en todo caso, es que, a nivel global, el racismo dista de haberse extinguido en Estados Unidos, pero nadie esperaba lo contrario. Así que se puede decir que Spike Lee preserva su perspectiva crítica con respecto a las opciones de Tarantino en Django sin cadenas, pero también que, en alguna medida, cedió a las mismas tentaciones. Desde un punto de vista personal con respecto a sus críticas malhumoradas contra el colega, le pegaría un tirón de orejas, porque no es lo más jugado quedarse con un pie de cada lado (con el placer –y la taquilla– de la catarsis, y también con el prestigio crítico cínico de la puesta en cuestión de la catarsis). Pero el efecto cinematográfico de esa ambivalencia es riquísimo.

La película es ostentosamente pedagógica. Algunos aspectos pueden parecer demasiado simples, o demasiado evidentes. Son los casos, por ejemplo, del proceso de concientización de Ron en el mitin con Ture, de la toma de conciencia de Flip sobre su herencia judía en el correr del metraje, del montaje paralelo entre el ritual del Klan y la reunión con el veterano negro culminando en la oposición entre las consignas de “poder blanco” y “poder negro”; o en la ironía inherente al diálogo en que Ron se ríe frente a la idea de que “alguien como David Duke” pueda llegar siquiera a competir para las elecciones presidenciales, cuando sabemos que Donald Trump está muy cerca de ser una persona así (y por si eso no quedara claro, Trump aparece diciendo una de sus bestialidades en las imágenes documentales finales).

Siguiendo la tradición de las mejores películas de Spike Lee, esa militancia directa y unívoca se combina con otro tipo de pedagogía, la que plantea preguntas que no tienen una respuesta simple, o cuya respuesta es menos simple que lo que podría sugerir el costado panfletario con el que conviven. Ron, al fin de cuentas, es un cana, y uno convencido de su rol. La película plantea simultáneamente la necesidad de policías como él, y la insensatez de que un negro estadounidense confíe en la Policía. Cuando el blanco Flip alude a que la mayoría de sus héroes son negros (un eco lejano de un diálogo famoso de Haz lo correcto, 1989), uno de tales héroes, el principal, resulta ser “OJ” (es decir, OJ Simpson, entonces la máxima estrella del fútbol americano, pero que hoy día sabemos que es un criminal debidamente condenado). El discurso de Kwame Ture tiene las mismas ambivalencias que aparecían en Malcolm X (1992): ¿hasta dónde llega la justa necesidad civil de autodefensa frente a la opresión, y dónde empieza la imparable escalada de odio y violencia? La mártir emotivamente homenajeada al final de la película es una blanca (Heather Heyer, asesinada en la contramanifestación de 2017 en Charlottesville).

Con El infiltrado del KKKlan, Spike Lee –uno de los “grandes directores” más irregulares y falibles que pueda recordar– hace una nueva película a la altura de sus grandes clásicos: divertida, incisiva, cuestionadora, recargada de ideas, preciosista y original.

El infiltrado del KKKlan (BlacKkKlansman) | Dirigida por Spike Lee. Basada en un libro de Ron Stallworth. Con John David Washington, Adam Driver, Jasper Pääkkönen. Estados Unidos, 2018. Torre de los Profesionales, Casablanca, Grupocine Punta Carretas, Movie Punta Carretas, Portones, Las Piedras Shopping, Punta Shopping, Colonia Shopping, Shopping Salto, Siñeriz (Rivera).