El proyecto Bitácora, del Instituto Nacional de Artes Escénicas (INAE), registra procesos creativos de artistas contemporáneos, a los que se puede acceder desde su canal de Youtube o su web, habilitando un ámbito sostenido de trabajo que estimula nuevas líneas de lectura, a la vez que traza una memoria y expande sus alcances creativos, sociales y educativos.

Muchos coinciden en que una obra se crea a partir del acontecimiento y la experiencia. Y mientras unos asumen las fórmulas y otros se ríen de lo que inventan, las artes escénicas se reformulan frente al desencanto de los grandes relatos, la alienación del presente y la necesidad de conquistar otras formas de comprensión. Este desafío de crear nuevas categorías para pensarnos ha impulsado distintas iniciativas: entre las institucionales, en 2014 el INAE lanzó el proyecto Bitácora, que apunta a registrar los procesos creativos de artistas contemporáneos. Si bien durante cinco días investigan y ensayan su proyecto, el resultado final es un video –de 30 minutos– que compendia este trabajo junto a una entrevista en la que el director habla de sus referencias, intereses y motivaciones.

Sobre el escenario, los actores intercambian sensaciones, impresiones sobre las fobias, la inducción y la sugestión. “A veces recurrimos a la literatura y al cine como inspiración inductiva, en la búsqueda de la textura conceptual, ya que no hay que representar, sino apropiarse. Y así el trabajo es ameno, provocador”, dice Roberto Suárez al comienzo del video. A la derecha, se despliegan nombres de artistas consagrados y emergentes que replican la misma dinámica.

“Me parece muy bueno que se lleven adelante este tipo de registros, ya que sin ninguna duda van a servir para posibles investigaciones”, dice el historiador Nicolás Duffau. Para él, esta construcción no responde a una “memoria del presente”, sino a una memoria activa, ya que “no hay memoria que no sea, a la vez, presente y pasado”. Por eso, cree que esta modalidad de archivo se vuelve beneficiosa para estudiar el pasado, y se entusiasma con que se pueda “hacer más de esto en todas las disciplinas”.

En el caso de la directora Mariana Wainstein, Bitácora intenta mantener vivo un espacio, algo tan efímero como el teatro, mientras documenta una instancia de reflexión, un sistema de trabajo, y “hasta te diría que es mirar por la cerradura a un espacio muy íntimo y creativo como es la etapa de ensayos. Cuando un artista habla allí posiblemente esté disfrutando y sufriendo la incertidumbre y el caos, que quizá no coincida con el resultado final de puesta en escena. Y si alguien que está interesado en el oficio ve este material puede llegar a crearse un diálogo a partir de un texto o una metodología”.

Comunitario

José Miguel Onaindia –director del INAE– cuenta que el instituto selecciona los proyectos y les entrega la sala para que puedan investigar y crear, cualquiera sea la etapa en la que se encuentren, y, como no se piensa como sala de ensayo, sino de experimentación, tampoco importa si la obra se estrena. “Nos interesa que vengan los artistas, hagan su investigación con las condiciones propuestas por el INAE –que también brinda una contribución económica–, y la condición es que el último día, con el equipo de grabación de Gabriel Peveroni, se haga un registro audiovisual de lo que el artista decida, para contar con una memoria audiovisual de los trabajos de investigación, que están disponibles en la web y la videoteca del INAE”, dice.

Entre los impulsos de esta iniciativa, para el director se vuelve central la posibilidad de interpelar al medio, colaborar con las próximas generaciones –“tienen fuentes para conocer cómo se realizaron determinadas puestas”–, dialogar con otros artistas, con investigadores y con la comunidad en general, ya que “si alguien no quiere ir al INAE a ver un video completo, y tiene una duda, puede tener acceso a ver cómo trabaja un artista de danza o de teatro. Sabemos que esto no cuenta con una gran masividad, pero creemos que podemos impactar en mayor medida: puede tener intereses pedagógicos, históricos, lingüísticos, sociológicos y, por supuesto, para las críticas o historiografías de las artes escénicas”.

De este modo, una de las prioridades de su gestión es que el INAE no se vuelva una oficina burocrática, ya que se mantiene como un centro de investigación artística, que apuesta a que los artistas se reúnan y ensayen, y a recibir referentes extranjeros. Como parte de estos desafíos, pronto llegará la primera bitácora con una extranjera: la actriz y directora argentina Natalia Menéndez, junto con un grupo de El Galpón, trabajará El pequeño poni (2016), una obra del español Paco Bezerra sobre una pareja que debe lidiar con sus propios miedos y prejuicios ante el acoso escolar que padece su hijo.

Este registro, que promueve la reflexión del quehacer de la práctica misma, cuestiona, inevitablemente, los esquemas habituales y, como insistía el teórico argentino Osvaldo Pellettieri, se acerca a una concepción del teatro como práctica social, instrumento de conocimiento y toma de conciencia. Según el director y dramaturgo Gabriel Calderón –coordinador del INAE entre 2013 y 2015, y propulsor del proyecto–, se trata de un espacio neutral en el que se reúnen la poética, la narrativa y cierta metafísica que se comienza a construir en relación con el ensayo. “Cuando vas a un espacio neutro tenés que ver qué sucede; la mirada del otro y el cambio de coordinadas espaciales te ayudan a reflexionar si lo que vos pensás, en relación con la creación, está sucediendo realmente, y después en pensarse y construirse a uno mismo”. En esta línea, concibe las bitácoras más allá de su valor documental: “cuando vi la de Roberto [Suárez] me pareció buenísimo poder conocer su ejercicio, su ensayo, cómo cuenta. También me acuerdo mucho del trabajo de Levón [director y actor de la Comedia Nacional]. Creo que es muy importante ver los procesos de los demás”. Esto es algo que refuerza la dramaturga Sofía Etcheverry, que las define como una excelente oportunidad de reflexión y “testeo de prácticas escénicas”.

No comercializar el desconocimiento del otro

A Leonor Courtoisie (actriz, directora) le interesa plantear preguntas o hipótesis para que desarrollen los actores, y ver cómo reaccionan ante el material, evitando así lo que el dramaturgo argentino Mauricio Kartun llama la condena de “el cuentito” (aquello imprescindible que los autores cuentan al espectador porque sin él la obra les resulta incomprensible). Dice que en la Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático cursó actuación cuando en verdad quería dirigir, pero en el país no había cursos gratuitos de dirección. “La gente hacía asistencias, iba al teatro, leía, dirigía, y así aprendía. Si me pienso ocho años atrás, tener la posibilidad de acceder a un material tan vasto y con diversas poéticas como este habría sido increíble, porque los libros sobre el tema son de personas que no tienen nada que ver con el contexto de producción local, además de que está buenísimo entender las formas de abordaje, porque de alguna manera son parte de una historia, hay una tradición, una forma, y entender de dónde viene y cómo se maneja cada persona es alucinante”. Como ejemplo, recuerda la participación de Levón y Luciana Achugar (performer y coreógrafa), dos personalidades a las que admira. También destaca la posibilidad de reconocer la importancia del proceso más allá de los resultados, lo que permite pensar al artista como alguien que hace una práctica y que utiliza determinadas herramientas para articular un oficio.

En ese mismo sentido, a Marianella Morena (dramaturga, directora) la provoca esta posibilidad de conocer desde qué lugar se crea, porque “ya no es la caduca representación o la presentación de un texto en sociedad”. Es algo que ha motivado un cambio en su relación con el otro; ahora le interesa que estos procesos lleguen al espectador y no sólo a los destinatarios habituales (estudiantes, artistas, periodistas).

Coincide con Courtoisie al plantear el riesgo que implica que el resultado acapare la idea de la creación, “porque sin riesgo no hay arte que sobreviva. Es ley: cuando perdés ese faro es cuando te convertís en un supermercado. Ojo, también las grandes tiendas tienen cosas ricas y preciosas, pero seriadas, de consumo masivo. Es bueno tenerlo claro, y es fundamental no comercializar el desconocimiento del otro”.

Reconoce que la formación ha cambiado: hace poco tiempo, cuando trabajó en la sala Beckett de Barcelona, la sorprendió una propuesta pedagógica mucho más dinámica en relación con las necesidades del estudiante, a partir de un seguimiento tutorial. “La formación de un artista no puede ser pautada por la academia; esas son miradas del siglo XlX”, señala, y agrega que estas bitácoras deberían ser implementadas en los centros de creación y formación. “Hay una ignorancia total en cuanto a cómo se crea escénicamente y en lo que viene sucediendo en las artes escénicas, en las que el director toma el rol del autor y deja de lado su mera interpretación de lo que estaba pautado (solamente) por el texto. Se han caído las fórmulas, y creo que es fascinante ver el misterio de cerca”. Dice que a ella muchas veces le preguntan –tanto acá como en el exterior– sobre su forma de trabajo, y considera que estas modalidades son un modo de legitimar algo que “casi no se enseña académicamente: la creación escénica. Fijate que en Uruguay tenemos escuelas de actuación por doquier; ahora está la TUD [Tecnicatura Universitaria en Dramaturgia], pero no hay un curso de creación escénica”.

Los procesos sobre el resultado

Esta posibilidad de captar procesos de trabajo, creadores en acción y voces in situ es, para María Dodera (directora), algo valioso, testimonial y proyectivo: “Valioso, por el momento de gracia y de apertura en el que es captado, en el que tu mente no está contaminada con las interferencias profanas de lo cotidiano; testimonial, ya que tenemos una punta del iceberg de ese misterio que es el proceso de creación; y proyectivo, porque nos invita a imaginar, a indagar, a seguir pistas”.

Como señala Carolina Silveira (coreógrafa, directora, ensayista), estos proyectos tienen dos variantes: el artista crea algo para desarrollar en esa instancia, o lo toma como un espacio de intensificación de lo que ya viene trabajando. Este fue su caso, y ella, además, fue la primera coreógrafa que participó en Bitácora (luego reincidió, pero esa vez como parte de los proyectos de Carolina Besuievsky y Florencia Martinelli).

“Lo que me parece relevante del proyecto es la zambullida en los procesos creativos y reflexivos de cada disciplina; que esto se empiece a ver y a divulgar como material de estudio y acercamiento a la obra de los artistas; y que, a su vez, opere como disparador para formalizar una escritura sobre los modos de hacer del artista, que tampoco es algo que en la danza sea tan común. Y si te fijás, por ejemplo, en la teoría teatral (donde la práctica de la escritura está más extendida), buena parte del material de estudio para el actor y todos los implicados en esa disciplina son diarios de trabajo de directores y actores, o escritos de personas que están junto a los artistas en sus procesos y van generando un material. Es decir que la mera crítica o análisis de la obra como producto resulta muy escasa para pensar procedimientos artísticos y su relevancia social”, indica.

Como crítica, dice que trabaja desde ese campo que no juzga productos sino que analiza los procesos, valorizando lo que está en juego en cada creación como espacio de convivencia humana, de prácticas colectivas tanto corporales como conceptuales. “Y es eso lo que hago a partir de los textos que escribo para las obras que se estrenan en el ciclo Montevideo Danza. Desde 2016 lo venimos haciendo. Es un convenio entre el ciclo y el INAE. Cada obra tiene un texto de acercamiento a su proceso de trabajo, que proviene de una entrevista, la visita a ensayos, y el acercamiento a todos los materiales que fueron referencia para los creadores”, explica, y recuerda la importancia de que las bitácoras también hayan incluido la producción de un texto, práctica que aun es poco usual en el medio la danza.

Con la música

En su bitácora, Luciana Achugar se refiere a la necesidad de llevar el proceso creativo de la danza hacia un lugar precapitalista, al concebirlo como algo ancestral. Cree que la potencia de la danza no está, fundamentalmente, en los escenarios, y como referencia recuerda fiestas en las que coincidían distintas clases sociales, cuerpos y edades, “como una suerte de templo de la danza”. El proyecto que trabajó se posicionó como un homenaje a esta idea y a favor de desacralizar la motivación primaria de bailar con la música, algo que considera clave y esencial.

Así, a lo largo de los archivos se exponen relatos, reflexiones y desarrollos fragmentarios que nos interrogan sobre el rol que ocupamos como sujetos y ciudadanos, y se convierten en una gran alternativa a la formación espontánea y autodidacta de los artistas. Confirmando lo que Mauricio Kartun decía hace un tiempo a la diaria: “La transmisión del oficio se produce por medio del arte. Se aprende de la obra de otro, pero eso es incompleto cuando se intenta darle carácter de fórmula a algo que es mera forma. Si intento transformarlo en un modelo a repetir, lo achico”, planteaba, y explicaba que el oficio se debía transmitir mediante el oficio, o sea, “de oficiante a oficiante”. En ese recorrido, “alguien le cuenta a otro, trata de poner en palabras lo que hace. Se lo muestra, abre de manera generosa su proceso, e intenta que el otro pueda tomar de allí lo que necesite”. Porque, para el dramaturgo argentino, esos saberes se profundizan y se van “haciendo otra cosa, y otra cosa, y otra cosa. Ese gran camino de profundización es el que encara la dramaturgia”, advertía, y hoy las bitácoras confirman la aventura.