Roma. El auto avanza hacia el exterior de la ciudad. El panorama muda significativamente a medida que el centro se aleja y los anónimos edificios de vivienda de clase media y popular son sustituidos por las fábricas y los grandes centros comerciales. En pocos kilómetros el escenario cambia y empieza a divisarse lo que queda del agro, devastado por la carrera hacia la industrialización emprendida en los 60. Los campos fueron abandonados hace 40 años; las fábricas que se instalaron en ellos como centinelas de un bienestar ilusorio han sido desmanteladas en los últimos 20. El panorama que queda es pesado y desolado. En el numero 913 de la calle Prenestina había un frigorífico, la fábrica de embutidos Fiorucci; en los 90, la producción fue trasladada a otro lugar y la estructura fue abandonada a sí misma hasta que la compró una constructora, Salini SRL, con el objetivo de construir edificios residenciales. Pero antes de que esto sucediera, en 2009, el inmueble fue ocupado por el movimiento Bloques Precarios Metropolitanos, una organización romana nacida en 2007 para pelear por el derecho a la vivienda; el objetivo de la ocupación era ofrecer un techo a 60 familias –alrededor de 200 personas– formadas por inmigrantes, italianos y gitanos que vivían en emergencia habitacional. El espacio fue llamado Metropoliz o Città Meticcia (Ciudad Mestiza) y se proponía ser muchas cosas: una solución al problema de la vivienda, una respuesta a la especulación edilicia llevada adelante por el coloso de las construcciones Salini SRL, y un laboratorio para experimentar, a escala urbana, una forma diferente de interacción entre las diversas culturas a las que pertenecían los habitantes.
En 2011 el antropólogo Giorgio de Finis llegó hasta allí con un proyecto de cine y arte: Space Metropoliz. No un documental sobre Metropoliz, sino una película diseñada como la construcción de una nave espacial lista para salir hacia la luna/Metropoliz; en una era en la que todos huyen a otro lugar, los habitantes de Metropoliz reivindicaban su derecho a vivir allí y la oportunidad de crear un espacio con nuevas posibilidades, donde comenzar de nuevo con diferentes reglas y valores de convivencia. La luna en el centro, como metáfora de un espacio público que no pertenece a nadie.
A partir de ese momento el arte ya no se fue del lugar, Gian Maria Tosatti hizo un telescopio con tambores de aceite que se destaca en la torre alta de la fábrica y señala a los transeúntes que algo especial está sucediendo dentro del edificio. Día tras día, el espacio se enriquece con el trabajo de artistas contemporáneos de todo el mundo. De esa experiencia surge el MAAM (Museo dell’Altro e dell’Altrove di Metropoliz: Museo del Otro y de los Otros Lugares de Metropoliz).
Al comienzo fue una mujer, Veronica Montanino, con su intervención en la ludoteca del edificio; luego llegaron otros artistas, cada uno regalando su obra a esa estructura viva que logra conjugar el arte con la ciudad y la vida. Paradójicamente, el punto fuerte de este proyecto es su vocación periférica, su ausencia total de fondos, su falta de asepsia; el MAAM es un museo vivo, habitado y relacional. Uno al lado de otro conviven los habitantes de la Ciudad Mestiza y los trabajos de los artistas. Todos los sábados, ese espacio que el antropólogo francés Marc Augé llamó un superlugar, porque es una comunidad activa en la que se crean vínculos entre diferentes personas, que protege a los refugiados, a los pobres, a los excluidos, que abre sus puertas al mundo. La ocupación y el museo viven una interdependencia única, a la vez armadura preciosa y colección artística, que es determinante para protegerse de la amenaza siempre presente de un desalojo forzoso. La producción artística aquí contenida llega por diferentes canales. Algunos artistas son invitados, otros se proponen llegar o llegan por intermedio de sus colegas. Es importante que sean profesionales, porque el valor económico de las obras es el verdadero baluarte contra la demolición de este complejo, una especie de barricada artística en defensa de Metropoliz y de sus habitantes. Una forma diferente de concebir y proponer el arte. El MAAM, respetando cada personalidad artística, presenta las obras una junto a la otra, en una especie de continuidad que transforma el museo en una gran obra única, una instalación coral que no es más de nadie.
En la pared que rodea los 20.000 metros cuadrados de la estructura se encuentra la Piedad de Gonzalo Borondo, dos figuras desnudas que se funden en un abrazo; adentro, entre las 500 obras que actualmente son parte del catálogo, hay trabajos de artistas como el yemení Aladin; de Diamond, maestro de arte de la Academia de Roma; de Solo, street artist romano famoso por sus superhéroes; de Michelangelo Pistoletto, que ha enviado para una exposición temporal su famosa Venere degli Stracci; la Cappella Porcina-eMAAMcipazione, de Pablo Mesa Cappella y Gonzalo Orquín; y el Castello di Rivoli, uno de los museos italianos de arte contemporáneo más importantes, regaló también una obra al MAAM.
Como un castillo entre los campos baldíos y la industria en retroceso, el MAAM es un desafío a la lógica y al orden establecido. Al combinar lo más prestigioso de la ciudad –el museo– con la periferia más difícil y marginalizada, presenta un cortocircuito que revela la naturaleza profunda de las nuevas relaciones sociales, políticas y económicas. Y como debería ser toda institución cultural digna de ese nombre, ofrece sólo preguntas y ninguna respuesta.