En “Big Red One”, un tema de Federico Deutsch y los Máverics, Adrián Biniez canta “I'm ashamed of my CV” (“estoy avergonzado de mi currículum”). Esto podría ser una confesión un tanto real para el argentino que se había instalado a vivir en Montevideo rozando los 30 y con poca experiencia laboral. Sin embargo, a más de una década de su llegada se ha convertido en uno de los directores insignes de estas tierras, con Gigante como una gran revelación (ganadora del Oso de Plata de la Berlinale) y El 5 de Talleres. Ayer se estrenó –en Life Cinemas 21 y Sala B– su nueva película, Las olas, un bellísimo film pequeño pero lleno de ideas, cuyo protagonista al zambullirse en el agua va transitando, como en un zapping existencial, por diversos momentos de su vida. Un extraño equilibrio entre reglas que se tuercen y el armado de un collar de cuentas hecho de pequeños momentos que fueron marcando la vida del protagonista.
¿Cómo surgió la idea de Las olas?
No me acuerdo, pero yo soy mucho de anotar ideas; a veces hago una sinopsis y me divierto, y hago carpetitas con diferentes cosas. Y después, cuando se te ocurre una cosa, te das cuenta de que es la hija perdida, o una mutación. En una de esas vueltas se me ocurrió una película y dije: “Uh, qué bueno, ¿a qué me hace acordar?”. Y empecé a buscar y se llamaba La playa. Desde el principio, lo que quería era que saliera algo muy episódico. En El 5 de Talleres ya había algo episódico, al estar dividida por capítulos que eran fechas, pero quería cambiar el tono y jugar con el absurdo y lo fantástico. Cuando comenzamos a ver las locaciones empecé a escribir para esos mismos lugares, y así se fue dando. Lo otro que estaba antes de pensar la película era Alfonso [Tort, el protagonista].
Tort tiene una forma muy particular de actuar: cuando hace comedia nunca sabés si va en serio o no.
Para mí es muy natural. Quería que él hiciera la película porque acá nunca había tenido un protagónico. En Argentina hizo algunas películas en circuitos muy chicos y yo quería laburar con él; quería que tuviera su película. Es muy vivo para el humor y el timing, y tiene algo afectivo que genera con los personajes...
Hay algo muy interesante y exigente en la actuación, que es jugar con los cambios de edad pero sin llegar 100% a ser un niño o un adulto que hace de niño.
En un momento, a lo que jugábamos era, por ejemplo, a cómo hacer de niño sin quedar completamente aniñado. Es un punto intermedio raro, porque en su vida Alfonso tiene una gestualidad por momentos inmadura, y a veces puede parecer un pendejo. Eso lo pusimos en juego y tratamos de ser muy cuidadosos. Lo otro importante fue que hubiera una distancia cuando apareciera en otra época. Por momentos se involucra en el juego, pero por momentos los mira: lo hace con sus padres pero también con sus amigos. Decíamos “en esta escena, de acá hasta acá los mirás con cierta distancia, y a partir de ahí te metés de lleno con ellos”.
Es un juego muy poroso, porque rompés muchas reglas internas de tu ficción. Y esto terminó siendo un descubrimiento, porque podía quedar algo muy in your face, o chongo. Algunas ideas se rompieron a propósito, y otras se descubrieron ahí.
En Las olas los episodios sistemáticamente dinamitan la lógica interna que se suponía inherente a esos juegos. Por ejemplo, cuando el Alfonso adolescente le dice a uno de sus amigos qué va a ser de él cuando tenga 35 años. Es brillante, porque hasta ese momento parecía que él estaba entrando y saliendo de una forma casi inconsciente en sus tiempos vitales, y de repente te das cuenta de que tiene cierto control y que los otros lo saben.
Desde el principio me interesaba que hubiera cierta ambigüedad, y quería jugar con eso de no saber si esto es un viaje en el tiempo, si son recuerdos, si son sueños... Y, a su vez, jugar con la lógica de la película.
En la mayoría de las películas, si se da ese juego temporal el asunto se coloca en primer plano, o es algo mucho más mezclado y abstracto, como en El espejo, de Andrei Tarkovski [1975].
Un amigo decía que Las olas era un kitchen sink fantastic, y creo que sí; es como algo cotidiano en lo fantástico. Y no quería poner el mecanismo por delante. Desde el minuto cero, en el que Alfonso se tira al agua, ya entrás a ese mecanismo, y esa lógica se sigue hasta el final. Ya en el segundo o tercer viaje el espectador asume las reglas de ese mundo, y esas mismas reglas que se dinamitan. Porque tampoco se trataba de un esquema formal. También implicó incluir cosas que siempre quise tomar del cine, de la literatura... e incluso de la música. De hecho, está bastante inspirada en referencias musicales.
La película es una suerte de educación sentimental respecto de las mujeres.
Sí. Sabés que eso es increíble, porque nunca fue planteado, sino que más bien se fue dando. Creo que me di cuenta cuando la estaba rodando. Lo obvio es lo de las novias, pero el personaje de Alfonso también tiene una hija. La relación con los padres se da más con la madre, y después con la madre del amigo más que con el amigo. Es algo muy inconsciente. Había partes muy obvias, como su vínculo con la madre del amigo, que tiene que ver con la educación sexual. No la quería convertir en una película erótica, sino en algo más sentimental. Después me di cuenta de que podía generar una especie de patrón con las novias de Alfonso, y era que todas las mujeres fueran de ojos claros y rubias.
¿Qué es lo que más has cambiado en tu estilo de dirección desde Gigante hasta ahora?
El proceso es más abierto. En Gigante tenía un guion que debía respetar, y, además, yo nunca había ido a una escuela de cine; fui descubriendo de a poco cómo se filma.
De hecho, tus comienzos fueron muy azarosos.
Desde pendejo quería hacer cine. Después, nunca terminé secundaria y me puse a tocar en bandas. No conocía a nadie que hiciera cine, y se me fue yendo. Aunque me acuerdo de estar viviendo en Argentina y pasar todo el día viendo cine. Siempre fui cinéfilo. De todas formas, tengo una duda con el término “cinéfilo”, porque para mí la idea del “cinéfilo” es la del tipo que ve cine en salas de cine, y yo nunca lo fui. Mi consumo siempre fue en VHS, televisión, cable, y ahora puro torrent...
¿Cuál fue la primera película que te hizo pensar que el cine era algo que podías hacer?
Por ejemplo, el quiebre de Pizza, birra y faso [1998, Israel Adrián Caetano, Bruno Stagnaro] con respecto al cine anterior lo viví realmente. Porque el cine anterior estaba en una órbita o un mundo muy diferente al de mi vida. Cuando apareció Pizza, birra y faso yo laburaba de cadete: en la película hay una parte filmada en el Ugi’s [una pizzería] del obelisco, y yo siempre paraba en ese Ugi’s, comía una pizza y me tomaba el subte y el tren a casa, en la zona sur. Y eso de cierto modo te quiebra, porque decís: “Pah, realmente se puede hacer cine”; algo que se acerque al mundo en que uno vive. Eso fue muy importante. Después se consolidó con la llegada de Mundo grúa [1999, Pablo Trapero], y el Bafici [Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente], que genera algo mucho más firme.
¿Cómo decidiste venir a Uruguay?
Habíamos venido a tocar cuando tenía el grupo llamado Reverb, y el mánager era uruguayo. Paramos en la casa del tano de Exilio Psíquico, Maxi Angelieri, y la segunda vez que vinimos a tocar acá, en 1999, conocimos a Pablo [Stoll], al Duque, a Tüssi [Dematteis]. Esa fue la primera vez que conocí gente que hiciera cine. Pablo estaba por filmar 25 Watts [2001], y en todo ese tiempo yo estuve viniendo. La primera vez que vine a Montevideo me pareció lo peor del mundo. Era agosto, llovió los cinco días seguidos, y paramos en el Salvo. Además había paro y un frío terrible. Todos éramos fanáticos de Jaime [Roos], y cuando llegamos a Durazno y Convención nos queríamos matar. “¿Esto es?”. No sé qué idea nos habíamos hecho. Cuando volví a Buenos Aires me empezó a gustar, pero por lo feo. Y a partir de la segunda vez me empezó a copar, y ahí me enganché. Ahora me gusta mil veces más que Buenos Aires.
De todos los directores del medio, tu carrera fue la que se dio de forma más rara.
En Argentina nunca la hubiera hecho; no conocía a nadie. Hasta los veintipico, mi juventud fue bastante fulera por cosas personales, pero también porque venía de una familia de clase obrera y no conseguía laburo. Imaginate los 90 y la crisis... Tenía 28 o 29 años y cuidaba a la abuela de uno de los integrantes de mi banda, porque era el único laburo que podía conseguir. Me tiraba dos mangos y con eso zafaba. Argentina estaba terrible en ese momento. Acá llegué de vacaciones y me fui quedando. En algún momento pensé que la música podía generar un cambio y hacer que mi vida fuera por otro lado. De hecho, ahora veo menos cine que lo que escucho música. Y lo que más hago es leer. Leer es como una enfermedad.
En la película se filtra mucho del mundo de la literatura infantil.
La vuelta al mundo en ochenta días [1872] es lo más autobiográfico que hay en la película. Ese libro fue el primero que saqué de la biblioteca de Escalada cuando me hice socio en 1984. Yo estaba fanatizado con Julio Verne, y de niño leí muchísimo. Después, cuando sos más grande, te das cuenta de que muchas de esas obras eran adaptaciones: Julio Verne, [Emilio] Salgari, [Robert Louis] Stevenson, Jack London. Y en la película me gustó jugar un poco con que todos los títulos aluden a una especie de aventura marítima del siglo XVIII, tipo La isla del tesoro [1883] o La isla misteriosa [1874]. Más allá de que los uruguayos reconocen cada una de las playas que aparecen en Las olas, me interesaba que todos esos lugares parecieran islas.
¿Sos más partidario de construir una obra haciendo muchas películas que de pulir una hasta convertirla en una piedra preciosa?
Soy partidario de que la práctica hace al maestro. Y soy partidario de hacer cosas diferentes, probar y experimentar. Pero es una cuestión de energía; no lo pienso. No me interesa tener una carrera de cine. Quiero hacer un montón de películas porque así es como aprendo. Sí, es probable que si seguís este camino alguna te salga mal, pero eso no me da miedo.