Durante varios años, y desde que dejamos de celebrar en el campo entre las libélulas y pasamos a la ciudad, la tradición navideña en mi familia fue alquilar varias películas policiales e ignorar el bullicio y las luces de afuera. Siempre fuimos grandes lectores de novelas policiales. Probablemente tengamos toda la colección del Séptimo Círculo desperdigada en distintas casas, y Agatha Christie hasta hoy me hace pensar en vacaciones de verano. Leí los hiperviolentos y sensacionalistas libros de Patricia Cornwell quizá a una edad demasiado temprana, y a su tocaya infinitamente superior, Patricia Highsmith. Nos sumamos, por supuesto, al fenómeno Montalbano y al policial nórdico. Tal vez mis preferidos sean los hard-boiled de los 50-60. James Hadley Chase, Raymond Carver, Dashiell Hammett... una California soleada y somnolienta poblada de cínicos en las antípodas del American dream.

Ya de adolescente, la tensión entre Humphrey Bogart y Lauren Bacall en Tener y no tener (Howard Hawks, 1944) activaba mucho más mi imaginación que los romances explícitos en películas más modernas.

Cuando crecí y me hice más haragana, el papel de los libros y las películas policiales empezó a ser ocupado por las series televisivas. Particularmente, las que trataban de asesinos seriales, un morbo que muchos comparten, como se puede comprobar viendo la amplia oferta de entretenimiento centrada en el asunto.

Pero en los últimos años estas series empezaron a cansarme, y el año pasado, cuando intenté ver la aclamada Mindhunter, entendí por dónde venía mi hastío: el desbalance absoluto que hay entre la admiración y fascinación de los protagonistas “buenos” por los métodos de los asesinos seriales, por sus pulsiones, por lo sanguinarios y hasta creativos que son sus crímenes. ¿Las víctimas? Mero conteo de cuerpos. Y, dependiendo de la serie –y de la cadena que la produce–, la oportunidad de mostrar grandes cantidades de cuerpos desnudos femeninos, delicados y mutilados.

El horror de los investigadores de estos crímenes no es empático, es morboso; la víctima es sólo un vehículo para entender mejor la compleja mente de las personas más antisociales entre nosotros –que son, por supuesto, un espejo en el que los detectives no pueden evitar mirarse–.

La vida que imita al arte, o al revés: en los noticieros vemos a las víctimas, al fin y al cabo, igual que las ven los asesinos: cuerpos envueltos en bolsas de plástico en una cuneta. No hay una verdadera indagación de quién habitaba ese cuerpo antes del hecho, y, por lo tanto, no hay empatía verdadera posible.

Me pudrí rápido de Mindhunter. No me acuerdo si fue antes, después o durante, pero casi al mismo tiempo vi Alias Grace, serie canadiense basada en una ficción histórica de Margaret Atwood –no confundir con la distopía El cuento de la criada–. Se basa en documentos de un juicio real que le hicieron a una sirvienta por los asesinatos, en 1843, de su empleador y el ama de llaves de la casa en la que trabajaba. En la vida real el juicio no fue resolutorio, y la ambigüedad se mantiene en la serie; la misma Grace, eligiendo cuidadosamente sus palabras, nunca nos dejará clara la línea entre víctima y victimaria. Y lo explicita: “Cuando estás en el medio de una historia, no se trata de una historia en absoluto, sino sólo de confusión; un oscuro estruendo, una ceguera, restos de vidrio roto y madera astillada; como una casa en un tornado, o un barco estrellado contra un iceberg o arrasado por los rápidos, que no puede detenerse. Sólo después se convierte a algo parecido a una historia; cuando la estás contando, ya sea a vos misma o a alguien más”.

Hay hechos concretos, tajantes –dos cuerpos sin vida en una bodega–, pero alrededor de los hechos hay percepciones, explicaciones, razones. Alias Grace entiende bien la naturaleza elusiva del deseo y también la entiende su protagonista al contarle su historia (una de sus posibles historias) a un psicólogo que acude a diagnosticarla; la mayor tensión y atractivo del relato será no saber nunca dónde estamos parados, que se desnude nuestra subjetividad y la del otro, y saber que todos estamos contando un relato, constantemente, al igual que la persona enfrente a nosotros.

Si bien nunca tendremos acceso directo al mundo interior de Grace (una decisión deliberada de ella, que perdió todo excepto sus secretos, que no está dispuesta a dar a ningún hombre), sí veremos distintas escenas que, juntas, forman un patchwork como las mantas que ella hace, que tienen distintos motivos de acuerdo a si están destinadas a una mujer casada o a una soltera. Las mantas matrimoniales sirven, por ejemplo, como amuletos de protección para la mujer, “porque usted puede creer que la cama es algo pacífico, señor, y para usted puede significar descanso, confort y una buena noche de sueño. Pero no es así para todos; y hay muchas cosas peligrosas que pueden suceder en una cama”. Entendemos esta frase cuando el relato nos lleva por un aborto clandestino malhabido, una violación conyugal; estamos hablando de personas pobres en 1800, pero ¿habrá tanta diferencia con las personas pobres y no tan pobres en 2018? El hogar, por miles de años, fue el santuario y la cárcel de las mujeres, y la cama, el lugar donde una está más vulnerable, un campo de batalla.

Si bien no sabemos quién es realmente Grace, el relato que se va configurando tiene evidentes rasgos de verdad, y de una verdad aterradora: la vida de una inmigrante irlandesa en Estados Unidos en 1800 puede ser la de ella y la de miles de personas más, allá y también en Nuestro Año del Señor de 2018.

La belleza física de Grace (que fue lo que hizo famoso el caso en primer lugar, y probablemente la mayor fuente de duda respecto de su culpabilidad), el misterio que la rodea y algunas escenas intensas y perturbadoras protagonizadas por ella y su cara de esfinge remiten a la figura de la femme fatale, tan amada en las novelas policiales, pero iluminada desde otro lugar, que la hace escapar a la categorización fácil.

En esta serie, la posible victimaria también es claramente una víctima del lugar que le correspondió en la sociedad. Ser víctima no significa necesariamente ser inocente, especialmente en un mundo en el que las tácticas de supervivencia son constantemente necesarias y necesariamente retorcidas.

En el mundo de Alias Grace las mujeres pasan por tanta violencia como en cualquier otra serie policial, pero el horror se siente, no se mira desde afuera, como un espectáculo que apenas está para demostrar la pericia o la maldad del asesino de turno.