Jonas y el circo sin carpa empieza con una serie de planos cerrados de unos gurises manoseando objetos y armando algo que, de a poco, entenderemos que es un minicirco en el jardín de la casa en la que vive Jonas, el líder. Aunque los planos son cerrados, el audio (tan bello y técnicamente cuidado como las imágenes) nos da la idea de un entorno suburbano: sonidos de aves, gallos y gallinas, perros, y apenas, muy lejos, el posible rumor de tráfico motorizado. Los recursos con que cuentan los muchachos son sumamente precarios, pero hay mucho espíritu de camaradería entre ellos. Ensayan un tipo de juego práctico, sólido, que viene siendo poco común en nuestro mundo informatizado: serruchar madera, atar cuerdas, pintar avisos. Luego veremos que estamos en Dias d’Ávila, un municipio de la región metropolitana de Salvador, Bahía, esa misma zona que, según el noticiero que escuchamos en la radio, tiene el mayor índice de mortalidad por crímenes de todo Brasil, y la mitad de esas muertes tienen que ver con el narcotráfico e involucran a jóvenes de entre 15 y 25 años. La edad de imputabilidad penal acaba de ser rebajada a los 16 años.

Los niños cirqueros (púberes, que parecen tener entre 11 y 13 años, ayudados por algunos más chicos) recorren las calles haciendo propaganda de su Circo Tropical, y luego su espectáculo es visto por niños de la vecindad, que pagan por el ingreso un real (menos de un tercio de un boleto de ómnibus). Hacen de payasos, imitan a Michael Jackson, Jonas tiene alguna habilidad con el trapecio y los malabares. Ensayan mucho y Jonas tiene la actitud de director, acatada por los demás en función de su mayor conocimiento y de su personalidad. Como buen líder, comparte con los amigos algunas decisiones y les asigna lugares creativos. La precariedad se mezcla con recursos de la actualidad que hace unas pocas décadas hubieran sido impensables: tremenda playlist de música de circo que anima los espectáculos desde un estéreo con micrófono inalámbrico.

La cámara observa los espectáculos y su preparación, pero también los conflictos en la familia. Todos los parientes de Jonas son o fueron cirqueros, y él vive con la madre y la abuela, que recuerdan con nostalgia su tiempo de actividad circense profesional. Pero la madre insiste en que el niño tiene que anteponer los estudios a sus fantasías, y esa exigencia lo aplasta, ya que se muere del aburrimiento cuando le enseñan sobre los faraones que murieron “hace millones de años”. Entre los deberes de estudiante y otras circunstancias varias, el equipo se dispersa y Jonas se deprime. A falta de su circo de entrecasa, él quisiera sumarse a la troupe circense profesional de su tío, que lo recibiría de brazos abiertos porque piensa que Jonas es un talentazo, pero la madre, comprensiblemente, no quiere que se vaya de casa tan joven ni que abandone los estudios para llevar una vida de artista itinerante interiorano.

Hay muchas partes de la película que son observacionales (la cámara invisible registra los eventos, que parecen espontáneos, y los yuxtapone en el montaje para construir el relato), pero la cámara, la directora y el acto de hacer la película tienen un papel que agujerea de forma interesantísima esa estructura observacional. En una ocasión vemos al camarógrafo reflejado en el espejo y la cámara no evita mostrarse. A veces Paula, la directora, dialoga con Jonas y con los de su entorno, les hace preguntas que escuchamos. La maestra convoca al equipo a su oficina y lo interpela: el documental es un mal ejemplo, porque Jonas hace de cuenta que es un buen alumno cuando está siendo filmado, pero en realidad es un atorrante, y que reciba el estatus de objeto de atención para una película constituye un muy mal ejemplo para los demás, que sí estudian. Al fin de cuentas, como escuchamos decir en una clase, la escuela es una fábrica de ciudadanos, y la alternativa es la fábrica de ladrones, que van a terminar en cana.

Entonces, Jonas le comenta a Paula que se siente raro, porque los amigos no entienden por qué ella lo filma a él (y la explicación que ella le da es de una belleza y una ternura increíbles). Sobre todo se siente avergonzado, porque Paula quería hacer una película sobre su circo y su circo dejó de existir: ¿la película va a tener un final así, triste? En un momento excepcional, vemos la mano de la directora entrar por el costado del encuadre para acariciar el pelo del niño. No está en consideración aquí la actitud “imparcial” u “objetiva”. La imparcialidad y objetividad son más una pose que otra cosa, así que, en su sinceridad afectiva, la película quizá resulte mucho más expuesta que la mayoría de los documentales de actitud más circunspecta.

Y en realidad sí, es triste. Parte el corazón ver a Jonas aplastado por una normalidad que, sabemos –y él también sabe–, es en buena medida un simulacro (estudiar es bueno, en tesis, pero con ese esquema educativo enajenado de sus realidades, con la profesora casi a los gritos para que su voz se haga escuchar en medio del bullicio y enseñando cosas que poco tienen que ver con la realidad vivida por los estudiantes, ¿tiene sentido?). Parte el corazón pensar que, ante la falta de perspectivas atrayentes, hay una probabilidad muy grande de que él en algún momento pueda verse tentado hacia la vida de las bandas callejeras de su zona. Hace ya tres años de la película, Jonas debe de tener 16; ¿qué será de su vida?

De forma menos drástica, duele el fin de la infancia, el descarte de algunos futuros que parecían posibles (y que quizá lo fueran), y sobre todo en un caso como este, el de una infancia que se parece tanto a la noción que los mayores tenemos arraigada como infancia.

Jonas y el circo sin carpa (Jonas e o circo sem lona). Dirigida por Paula Gomes, Brasil, 2015. En Sala B.