Un desagüe puede parecer un disparador circunstancial, pero es una buena metáfora del conflicto profundo que anida en El insulto (2017). Toni es un mecánico de pocas pulgas, fiel militante de una de las alas políticas cristianas más conservadoras del Líbano. Yasser es un apocado refugiado palestino que trabaja como jefe de obra en un municipio de mayoría cristiana. Al comienzo del film, una intervención de rutina en un desagüe mal colocado en su balcón –el agua cae sobre los transeúntes, y la intervención necesaria para repararlo sería mínima, como recortar el caño y redirigir el flujo con PVC– desata la ira de Toni, que no sólo les niega la entrada a los obreros sino que rompe el caño sustituto que Yasser había decidió instalar pese a su negativa. El encontronazo no sale gratis: el jefe de obra insulta al dueño de la casa y a partir de ahí se desencadena un dominó de litigios y reacciones que harán saltar un drama doméstico a escala nacional.
Para resumir este extraño sistema de efectos en cadena, Yasser es obligado a disculparse ante Toni, pero este no sólo no está dispuesto a recibir disculpa alguna, sino que le espeta: “Ariel Sharon quizás haya exterminado a un primogénito tuyo”. Las palabras calan hondo, y quien estaba a punto de disculparse se deschaveta y le mete al otro un piñazo que termina fracturándole dos costillas. El asunto termina en un juicio, alrededor del cual seguirán pegándose materiales fortuitos y de base de un problema mucho mayor, originado en el conflicto palestino-libanés que, como todo en Medio Oriente, aunque venga de tiempos antiguos tiene uno de sus principales mojones en la guerra civil en el Líbano –en la que estuvo involucrada la Organización para la Liberación de Palestina y tuvieron fuerte injerencia Siria e Israel–, que sumió al país en el caos desde 1974 hasta principios de los 90. Entonces se cristaliza el detalle del desagüe: se puede decir que mucha agua pasó bajo el puente, pero el agua no reencauzada cae desde la intimidad de un hogar sobre la cabeza de todo un pueblo.
El director Ziad Doueiri parece meter mano en el estilo de pequeños dramas morales a escala ultradoméstica que caracterizan a la obra de Asghar Farhadi, así como también a la de Ronit y Shlomi Elkabetz. Tanto en La separación (Farhadi, 2011) como en El divorcio de Viviane Amsalem (Elkabetz, 2014) –incluso, si nos permitimos licencias, en Close-up, de Abbas Kiarostami (1991)– se hacía del litigio el centro de la trama, pero a diferencia de la mayoría de los films de juicios estadounidenses y similares, en los que lo más interesante son el “whodunnit” –quién es el responsable– y el éxito o fracaso de las estrategias de los abogados o fiscales, en las películas del iraní y del matrimonio israelí el juicio sirve como escenario de los dilemas morales al tiempo que como caja de resonancia de los complejos –y, a veces, angustiosamente absurdos– vericuetos que uno debe atravesar para hacer valer su opinión. El proceso, más que su resolución, es lo que entra en primer plano. Especialmente en El divorcio de Viviane Amsalem, la contundencia del film radicaba en el cansancio que causan todos los procesos que tiene que atravesar una mujer para divorciarse en el Israel actual. Es decir, son películas en las que un pequeño detalle, muchas veces ínfimo y nada espectacular, va cocinando a fuego lento todas las perspectivas morales construidas a su alrededor.
El insulto quiere lograr todo eso, pero se queda a medio camino en todos los flancos. En primer lugar, trata de parecer imparcial, pero desde la misma construcción de los personajes es casi imposible no tomar partido por Yasser. Se podría decir que, sin importar cómo están armados los personajes, desde la base misma del conflicto se podría tomar partido por el palestino, pero la presentación del querellante es tan exagerada y molesta durante casi todo el film que ya al final cualquier intento de equilibrio y redención parece fútil.
El problema no radica sólo en los protagonistas: todos los personajes, por secundarios que sean, son caricaturescos hasta en la ropa con que se los viste: el empresario libanés que emplea a Yasser es presentado como un cajetilla desde la camisa y los lentes negros que usa, mientras que los dos bandos enfrentados que acuden a las audiencias del juicio son exagerados en todos sus rasgos de casi barrabravas.
Cada pequeña escena puede ser entendida o anticipada con sólo 20 segundos de rodaje. Todo está ahí por algo, todo va por una línea única de tono didáctico que termina resultando irritante. En un momento, el abogado de Toni expone un caso antiguo de Yasser, quien fue acusado de haber usado una grúa alemana que terminó costándole el doble a la empresa, por no elegir la china que le tenían asignada. La forma en que quieren que funcione la metáfora resulta casi infantil en su obviedad: al comienzo del film habíamos visto al mecánico libanés diciéndole a un cliente que siempre es mejor comprar cualquier repuesto alemán, por más viejo que esté, antes que uno chino. Cuando su abogado presenta este caso, la tribulación en el rostro de Toni parece, de golpe, humanizar al enemigo: el hombre no entiende por medio de palabras ni de historia, sino mediante repuestos.
A su vez, la intención de dar solución a un conflicto nacional e intergeneracional toma un giro de telenovela al revelar que los dos abogados litigantes son padre e hija (la hija, buena y purísima; el padre, corrupto y xenófobo, evidente desde los primeros dos segundos en que aparecen).
Pero el problema no es sólo de contenido, sino de forma. Mientras que en las películas de Farhadi el tono naturalista incluía tomarse tiempo en los planos y permitir que la escena fuera cargando su propia tensión –obligando a que los espectadores reflexionáramos, aun contra nuestra voluntad, sobre lo que estaba sucediendo en pantalla–, El insulto se carga de primeros planos, movimientos de cámara, flashbacks y música incidental que parecen querer llevarnos de las narices para que entendamos todo lo que el director quiere comunicar.
El mensaje es claro –es necesario reconocer los errores de los dos bandos para poder sanar las heridas–, pero el didactismo es tal que no hay espacio para que algo nos conmueva o nos haga cuestionar, verdaderamente, nuestro lugar o el de los otros.
El Insulto. Dirigida por Ziad Doueiri. Con Adel Karam y Kamel el Basha. En Life Cinemas Alfabeta.