Concepción Company es española y desde los 19 años vive en México, pero nunca se mudó de la lengua española, territorio inmaterial con raíces enterradas en dos milenios por los que ella se pasea. Esta lingüista, catedrática en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua Española, autora de innumerables investigaciones en el campo de la gramática histórica y coordinadora de la monumental Sintaxis histórica de la lengua española (2006), llegó a Uruguay a dictar cursos en la Maestría de Gramática organizada por el Departamento de Español del Consejo de Formación en Educación y el Departamento de Teoría del Lenguaje de la Universidad de la República, oferta académica que se ha abierto para profesores de educación media de Español, Literatura y lenguas extranjeras, maestros y traductores. Quien disfrute la ocasión de escucharla tendrá la oportunidad de hacer viajes en el tiempo que nada tienen que envidiar a los que hacen los personajes de El Ministerio del Tiempo; paseos letrados en los que se podrá ver la marcha inexorable de la lengua, sus cambios y sus permanencias. La única limitación es que no se puede escuchar a los hablantes, porque como aclara Company, ya están todos muertos. El viajero podrá, sin embargo, pasearse por las gestas del Cid Campeador y asistir al latido de la lengua española en sus distintas épocas, que dejan su herencia estructural hasta nuestros días.
Las raíces se hunden en el latín, lengua de la que Company estaba “enamoradísima” desde que tuvo cursos en los últimos años de primaria y durante toda secundaria en España. “Me modernicé un poco”, dice, porque ya en México, como no le gustaba la forma en que estudiaban la lengua latina, se dedicó a Lengua y Literatura Hispánicas. Graduada de la UNAM y ya puesta a dar clases en bachillerato, le urgía titularse y buscó hacer una “tesis rápida”. Cuenta que fue “con una maestra que me había dado gramática histórica, fonología histórica, fundamentalmente en la licenciatura, y le dije: ‘Oiga, doctora, ¿me puede dirigir una tesis?’, y me hizo una recomendación que fue el disparador de que yo llegara a este enamoramiento de la lengua y del proceso de investigación”. La docente le sugirió que se leyera unas 30 gramáticas para saber qué son los auxiliares, y que tomara un fragmento del Cid: “Me leí las gramáticas, no entendí nada; me supe de memoria las gramáticas y, en un proceso de hartazgo, de estar leyendo sin saber para qué leía, dije ‘vamos a ver, lo que quiero es acabar, voy a ir a los tres textos que me dijo la doctora’, me puse a fichar auxiliares y aquello era un mundo, porque las gramáticas identifican como auxiliares estar, ser, tener, poder, deber –una cosa de locos, era de locos–, y entonces me empecé a dar cuenta de que en el Cid había un contraste interesante entre construcciones como ‘el Cid es venido a Valencia’, ‘el Cid es entrado a Medinaceli’ versus ‘El Cid (o Doña Jimena) ha rezado las oraciones'’. Es decir, había un contraste curioso donde estaba ser con participio y haber con participio...”.
Lo que quería era terminar con el enorme trabajo, y dice que, “en acto de rebeldía que era sobrevivencia”, para resolver el caos mental en que la habían sumido las 30 gramáticas, se fue al final de la Edad Media, en la que se dio cuenta de que “quedaba ser en dos construcciones, nada más, y haber había invadido aquello con participio, que es el origen de los tiempos compuestos”. Encontró la pasión del descubrimiento, “el placer de que uno empieza a encontrar el cosmos, el equilibrio que tiene la gramática, de que aquello está por algo”. Supo que su mundo era el de la investigación, y que era vital adquirir una metodología que, según ella, se resume en tener un mecanismo para aprehender los datos y, recién después, ponerse a leer lo que ha dicho la teoría, para acabar enterándose, como constata risueñamente, de que Andrés Bello, el gramático venezolano, ya lo había dicho todo antes.
La lengua es una criatura que no para de moverse, pero, al mismo tiempo, “tiene ese carácter estático que hace que tú y yo, siendo de dialectos tan diferentes, podamos estar aquí platicando sin problema; es fascinante, es una gran estaticidad, continuidad, estabilidad, y al mismo tiempo un gran dinamismo que nos permite ser creativos”.
Sobre para qué cambia la lengua, dice que es “para ajustar la comunicación”, y que hay “éxito comunicativo” si el oyente “responde a la información que le da el hablante”. Enfatiza que a los hablantes “nos mueve el significado y las valoraciones que hacemos del otro hablante, y cómo queremos ser valorados al hablar”. Compara la vieja discusión sobre “si los cambios lingüísticos deben verse de manera causalista o de manera teleológica” con la que hubo en la biología “desde Darwin: si las jirafas tienen el cuello largo para poder alcanzar ciertos frutos o si, porque tienen el cuello largo, alcanzan ciertos frutos”. Esa discusión “está desde el siglo XIX” y, entre el para qué y el por qué, piensa que es más enriquecedor preguntarse los porqués, que remiten a causas gramaticales, sociales y culturales.
Lenguaje y autoridad
Cuando le preguntamos si los hablantes tenemos algún poder de modificar algo deliberadamente, no duda: “Para la gramática nada, para el léxico todo”. La pregunta tiene en cuenta las propuestas de alterar, por ejemplo, los morfemas de género de los sustantivos y los adjetivos, en busca de formas neutras como todes o compañeres. Explica que “para que un cambio se instale tiene que ser acogido por toda la comunidad”; no basta “con que [haya] unas mujeres u hombres defensores de esta distinción genérica en aras del respeto de la equidad de género y del respeto a la visibilidad de las mujeres, etcétera, si la comunidad no lo acoge: aquello, por más natural que sea, no va a prosperar”. Recuerda que hubo “una cantidad de cambios que tenían naturalidad, y decías ‘esto va a cuajar’ y 50 años después ves que está tirado a la basura, que se olvidaron de ello”. Insiste en que “la comunidad –la comunidad es el pueblo llano, las masas– es la que respalda un cambio; un cambio que sólo se da en la Cámara de Diputados no es cambio; un cambio que se da en medios de escritura, en el periódico, eso no es cambio, eso es una moda. Un cambio lingüístico es que aquellos dos auxiliares se perdieron porque sólo quedó uno; uno de ellos quedó desbancado, eso sí es un cambio lingüístico. Toda la lengua española lo hizo: toda, toda, toda; los 500 millones de hispanohablantes tienen sólo auxiliares con haber”.
Señala que los cambios lingüísticos no son publicitados: “Ni cuenta nos damos”. Y desarrolla: “Los hablantes no queremos cambiar nada, somos tacaños, tacañísimos, queremos sostener el patrimonio. La lengua es un patrimonio intangible, nuestro patrimonio inmaterial, y, como patrimonio, lo consideramos un tesoro. Es un poco paradójico, porque no hacemos nada para tener ese tesoro, nos es dado; si no tenemos una patología biológica en el cerebro, nos es dado de manera natural, y el medioambiente en el que naces te hace hablar español de Uruguay. Nos es dado”, insiste. En la gramática, que sería el campo de batalla del todes, los cambios ocurren “de manera imperceptible, se deslizan, el oyente infiere una cantidad de información; porque los hablantes creemos que damos toda la información completa y correcta y que hablamos con todas las palabras que tenemos que decir, y nos comemos muchísimas informaciones. Entonces hay mucha información inferida que el oyente tiene que reconstruir, y en ese desajuste de hablante-oyente, en la reconstrucción, se deslizan los cambios. Son como deslices, realmente”. Concluye en que “estamos asistiendo a un intento de cambiar la lengua, pero que no es deslizado; los cambios que han quedado para la historia de la lengua española, que son muchos, siempre han sido involuntarios. Ni el mejor escritor, por más que proponga algo, logra que [un cambio en la lengua] prospere; son ajustes, como una maquinaria perfecta que se está ajustando e imperceptiblemente va dejando pequeñas modificaciones”. Agrega que el debate sobre el llamado lenguaje inclusivo “es interesante, porque es un cambio voluntario, es un cambio respaldado desde instancias [superiores]. No sé en Uruguay, pero en México está respaldado desde instancias oficiales; la Secretaría de Gobernación [Ministerio del Interior] hizo un opúsculo lleno de reglas de cómo se debe tratar en espacios públicos, de desdoblar todo: los ministros, las ministras, los secretarios, las secretarias, los jueces, las juezas”. Le parece “una locura”. “Eso no va a prosperar; primero, porque no tiene la dinámica normal del cambio, que es que nadie quiere cambiar nada y se te cuela porque es útil, es exitoso aquello que se coló”. Y cierra con contundencia: “Entonces, me parece a mí que se están fijando en la superficie y no en cosas importantes, como las brechas salariales entre hombres y mujeres”.
El gobierno, por medio del sistema educativo, ¿puede operar sobre la lengua? El asunto es qué es lo que está a su alcance y qué es útil que haga. Al respecto, Company piensa que se debe “enseñar que hablar bien no significa no decir malas palabras sino hablar con claridad, hablar con una gramática que se entienda, no ‘cantinflear’.” Añade que “el uso de la lengua te da poder, significa que puedes hacer que tu oyente responda a lo que tú necesitas, significa que te va a dar inserción laboral adecuadamente”. Aclara que hay que “enseñarle al alumno que puede usar malas palabras en ciertas instancias, pero que, si llega a pedir un trabajo y lo primero que hace es funcionar con un registro ineducado, ni siquiera va a pasar el primer filtro. Porque somos seres muy valorativos, esa es la esencia: valoramos al otro. Yo te diría que la esencia de la lengua es ‘dime cómo hablas y te diré quién eres’. Suena elitista, sí: la lengua es elitista”. Company no vacila en decir que “hay que educar hacia arriba, no hay que educar diciendo que cada quien hable como se le pegue la gana”. Aunque lo haremos, “porque nadie va a impedir que hablemos como se nos dé la gana”. En conclusión, se expide acerca del viejo asunto de la utilidad de la gramática: “Cumple la misma función que la matemática: estructura la cabeza, te ayuda a pensar, te ayuda a tomar decisiones, porque la variación es inherente y sabes que tienes que aprender cuándo puedes (o más bien, de manera intuitiva, cuándo debes) decir ‘debo comer’ o ‘debo de comer’. De manera intuitiva sabemos cuándo usar uno, cuándo usar el otro; te ayuda a tomar decisiones, te ayuda para la vida, y eso me parece que es no poca cosa”.
Oralidad y escritura
“En mi profesión digo, de broma, que tengo todos mis hablantes muertos. Y uso literatura o textos jurídicos, uso textos antiguos. Y cuando llego al siglo XXI uso texto escrito, literario, periódicos, etcétera”. Es que, explica,“la literatura tiene el rasgo de reflexividad, de sedimentación que no puede tener la lengua oral; escribir te cuadricula la cabeza todavía más que hablar, es la hora de la verdad: cuando tienes que redactar algo es cuando tienes claro si lo sabes o no. La oralidad es el mundo del acoplamiento, de saber en qué espacios puedes usar [la lengua] de una manera u otra; la oralidad –incluso en una conferencia– es mucho más dinámica que una escritura: la escritura es la hora de la verdad en la que sabes si lo que estás pensando lo puedes llevar al papel. Entonces la lengua escrita tiene un poder de esclarecer absolutamente qué sé y qué no sé.” Y, con la experiencia de su trabajo con la historia de la lengua, afirma que la escritura “tiene, además, ese carácter inmanente, que permanece: ahí está y va a quedar. Entonces te cuidas más, incluso en esta escritura tecleada que está ahora en el Messenger, en Whatsapp. La gente, aunque sea espontánea, sabe que eso puede llegar a ser expuesto públicamente. La escritura es un enlentecedor de las dinámicas y es un gran esclarecedor de la cabeza”.
Para ella, la lectura es un placer. Basta escucharla cuando se refiere a la exquisitez de Octavio Paz o cuando devora rápidamente un texto que alguien le acaba de acercar. Y dice que la cultura sirve “para hacernos más libres, para pensar. Esta es toda una discusión en México: para qué sirve la cultura y para qué debemos tener humanistas y gente dedicada a la educación y la cultura”. Como se ve, pues, además de compartir una lengua, vivimos en las mismas discusiones. Eso sí, para poder discutir de verdad no bastan dos o tres consignas: hace falta embarrarse con los datos y pasarse horas de metódica adhesión a la silla.