Ayer al mediodía, cuando volvía de comprar un pollo orgánico del mercado que todos los miércoles se arma en la cortada Discépolo, a pasos de Callao y Corrientes, escuché un maullido extraño apenas entré al hall de mi edificio. Me asomé a la escalera que está detrás del ascensor, y descubrí a un niño peleando con un gato negro y blanco. El niño tiraba de él, y el gato se aferraba como podía –con sus patas– a los escalones de la escalera. Cuando me acerqué preguntando qué pasaba, el niño primero no me prestó atención, y siguió en lo suyo. Pero finalmente se dio por interpelado, levantó al gato y subió por la escalera con él en brazos hasta casi el primer piso. Me señaló la puerta del departamento que da al contrafrente, y me dijo: “Mi mamá no me va a dejar entrar hasta que no lo saque a la calle”. Entendí todo enseguida: ese gato era el que, desde hacía días, todo el edificio escuchaba maullar diariamente desde el patio correspondiente a ese departamento. Alguien estaba tan harto de él que había decidido hacerlo dormir afuera. Pero algo debía haber sucedido, algún limite se debía haber cruzado, y ahora ni siquiera con eso alcanzaba.

El niño tendría menos de diez años y no sabía muy bien qué hacer. Estaba puertas fuera con su gato, del que debería deshacerse para poder volver a ser aceptado en su hogar. Su mirada era devastadora. Le dije que no podía tirar el gato a la calle así nomás, que en todo caso recurriera a un par de veterinarias que estaban cerca, una a la vuelta, por Lavalle, y la otra cruzando la avenida Corrientes. Y que si no se armase de paciencia hasta que su madre lo dejase volver a entrar a su casa. Después de todo, no lo iba a dejar afuera para siempre. Y me fui de ese problema a continuar con los míos. Pero durante el resto del día no pude dejar de pensar en él. En ellos, en realidad: en el niño y también en su gato. Y anoche, al volver a mi casa en el mismísimo centro de Buenos Aires, después del dólar en el cielo y el país en el infierno, ese recuerdo paradójicamente funcionó como un consuelo. Porque nada iba a ser peor que el calvario que atravesó ese niño, condenado a arrojar su mascota a la calle si quería volver a casa. Pensaba esto mientras me sometía a Intratables, el seudo programa político barra propaganda conducido por el joven estrella de la televisión argentina, Santiago del Moro. Porque de pronto me di cuenta de que estaba viendo cómo todos los que estaban sentados ahí encarnaban una versión civilizada –algunos, otros ni eso– de esa madre, pidiendo que todos fuésemos arrojados a la calle, ya que, según ellos, sólo así la casa podría estar en orden. Cagados de miedo, todos ellos. Algunos celebrando, incluso –a pesar de ser todos defensores y casi ideólogos del gobierno de Macri–, que hubiese un paro por delante, como para canalizar el fastidio. Recuerdo a un economista desquiciado que no dejaba hablar a nadie y que pedía lo peor a los gritos, con un absurdo nombre digno de las figuritas Basuritas: Germán Fermo. El conductor le rogaba que dejase hablar a los demás, pero en realidad todos pensaban lo mismo. ¿Qué hacer?, se preguntaban. Y entonces el gato a la calle, no se les caía ninguna otra idea.

Por favor, no me pidan que le busque remate a esta anécdota, porque aquí en Buenos Aires, Argentina, todo aún está por verse. Y el que, al menos por acá todos conocemos como gato, no es precisamente el de la anécdota. Y tal vez descubramos, en breve, como en tiempos porteños y argentinos no tan lejanos, que la calle, lejos de ser algo que temer, será el lugar donde habrá que estar.