¡68, 68, 68! ¿Será el evento más celebrado de todos los aniversarios del año que incluyen nacimientos y muertes ilustrísimas (Karl Marx, Nelson Mandela, Martin Luther King, Lygia Clark, Claude Debussy y Rita Hayworth, entre otros), además de hechos contundentes como el fin de la Primera Guerra Mundial, el brote de la gripe española, la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos? En tiempos (re)polarizados como los nuestros, parece que sí: logra capturar la atención de todos, en todo el globo, y tal vez sea la proyección –para algunos inconfesable y para otros confesada– de alguna revolución venidera. Y aquí, por supuesto, aparece la gran duda. ¿Fue una revolución? Se ha debatido mucho, y se sigue debatiendo, sobre qué fue realmente el 68 (y, necesario corolario, qué nos ha dejado). Produjo, se dice, cambios culturales a corto y sobre todo largo plazo (ya que el poder directo, con o sin imaginación, le fue negado enseguida), aunque qué tipo de cambios generó produce, a su vez, perplejidades. Según el filósofo italiano Mario Perniola, por ejemplo, en el 68 estaban todos los gérmenes de la era Berlusconi (que a nivel planetario podría traducirse como un neoliberismo clownesco que se ha vuelto, hélas, modélico): fin de la familia, erosión de la presencia del Estado en cuestiones educativas y médicas, escarnio del intelectual, etcétera. Era una tesis radical, y la verdad no sostenida siempre con soltura, pero se metía en un terreno que las celebraciones hodiernas parecen generalmente evitar, añadiendo al famoso “mayo” cierto grado de idealización.

Versión local

En el Centro Cultural de España (CCE) están abiertas, contemporáneamente, tres muestras “sesentistas”. En su confección no hay descarados embellecimientos del hecho político, pero, por supuesto, siempre choca ver algo que se supone que fue escurridizo, espontáneo, vitalista y antiinstitucional encerrado entre las paredes de una institución; aunque surge una sospecha: ¿algo tan relativamente nuevo, ya metido hasta el cogote en la sociedad del espectáculo, ya no habrá contenido, sobre todo en su faceta “creativa”, cierta disposición “museística”?

El espectador puede desplazarse en una exposición que está dedicada a una serie de fotos hasta ahora inéditas del mayo francés (Mayo del 68, de Philippe Gras) que reiteran cómo ese evento es un evento, en los registros y, por ende, en el imaginario común, fundamentalmente en blanco y negro (con toda la carga simbólica, involuntaria, que esto comporta: ennoblecimiento, distancia, esteticismo). Puede recorrer otra muestra, llamada El Gran Río. Resistencia, rebeldía, rebelión, revolución (curada por los españoles David Sánchez Usanos y Lucía Jalón) y dedicada a diferentes casos –caóticamente organizados, por medio de fotos, papeles, videos colgados precariamente en las paredes– de contestaciones históricas al statu quo. O meterse en una tercera exhibición –en la que quiero ahondar acá–, organizada en Madrid en 2016 y dedicada a la figura que mejor encarnaría el espíritu de rebelión y desobediencia, Henry David Thoreau, el pensador estadounidense que a mediados del siglo XIX pone las bases, anárquicas, de lo que se desarrollará, sobre todo en el siglo XX, como desobediencia civil y ecologismo.

Lo aparentemente contradictorio de elegir como inspirador de movimientos colectivos a un filósofo que a menudo se considera “individualista” es sólo parcialmente sorprendente: cierto “solipsismo” se puede encontrar ya, sin grandes esfuerzos, en el 68 (junto a chispas románticas). Y, además, la de Thoreau es apenas una evocación, tal vez guiada más por su homofonía con “Godot” que otra cosa. En efecto, el real punto de partida del curador, Gerardo Silva Campanella, no fue el rebelde estadounidense, ni la ya mítica eclosión de los 60, sino algo muy cercano temporalmente, que sin embargo podría leerse como una réplica post o metamoderna del 68: el movimiento español 15 de Mayo, momento de rebelión masiva que floreció en 2011 en un país y un continente exhaustos por la crisis financiera de 2008, y la corrupción de corporaciones y bancos, agentes sustitutos de la política. Estos “indignados”, como se los llamó, fueron inspiradores de manifestaciones similares en otros países –por ejemplo, el Occupy Wall Street neoyorquino–, y de sus cenizas se erigió, entre otros grupos, Podemos. En su momento (la ola fuerte ya se ha retirado) todo pareció un gran logro, pero es difícil pronunciarse sobre el derrotero actual de su herencia.

Diverso

Silva, entonces, reunió a ocho artistas españoles a los que sumó, en esta ocasión, dos uruguayos: los trabajos utilizan medios distintos, algo que extraña un poco. Hubiera sido más lógico encontrarnos sólo con “productos” fabricados tecnológicamente, ya que la comunicación mediante aparatos electrónicos ha sido el sello de todos los “nuevos 68” y las “nuevas primaveras”: porque donde antes obraba el mimeógrafo ahora reina Facebook, está claro. Sin embargo, hay hasta pintura. La exposición arranca con Enterrados, de Abel Azcona, registro fotográfico de un happening de 2015 en el que el artista en el norte de España recubre de tierra a familiares de personas asesinadas en la Guerra Civil: didáctica, aunque seguramente emotiva en su sencillez, es una puesta en escena de cómo las heridas históricas pueden reabrirse en cualquier momento, con profuso sangrado de memoria. Elemental en su estructura (lingüística), estilo “vigilar y castigar”, sobre todo pecuniariamente –como para subrayar el autoritarismo también económico que le hace de trasfondo–, es Ley mordaza, una serie de carteles creados por Dos Jotas que cuestionan medidas gubernamentales instituidas en 2015 para limitar la libertad de los movimientos ciudadanos, que se expusieron en el centro de Madrid (recuperando así la idea de mensajes callejeros típicos de la contrainformación de los “insurrectos” de antaño).

Daniela Ortiz también juega con la producción legal-documental del Estado que (re)crea un formulario y, sobre todo, el Manual para superar el test de integración a la sociedad española que “corrige” el verdadero manual, agregando datos y noticias (espeluznantes) sobre el flujo de migrantes en España, sobre todo africanos, y su “tratamiento”. Algo anexo a la burocratización de la vida (un elemento que obviamente molesta sobremanera a los insubordinados) es un falso y simbólico contrato que las madres deberían firmar, secretamente, con la sociedad contemporánea, negando básicamente su derecho a salir de la imagen tranquilizadora de la mamá. En El pacto secreto, una serie de siete cuadros de Cristina Llanos, con tonos vagamente herméticos, ilustra el rechazo de un modelo único y estandarizado de maternidad: acertado idealmente, un poco débil a nivel de eficacia persuasiva. Al revés, pura tecnología y liviandad es la Guía de la conducta cibil con B, de Beatriz Sánchez, aparatosa colección de videos interactivos que deberían funcionar como “manual de autoayuda” para “escapar de las rutinas de la vida en una ciudad”, a través de “una serie de acciones estúpidas que pongan en cuestión el orden y toda lógica civil”: parecen más bromas light, estilo Youtube.

La participación local comprende Cerdos inmobiliarios, de Fernando Foglino: fotos de un par de las más de 250.000 viviendas vacías que se encuentran en el país, llenas de esculturitas de chanchos –también presentes en la sala– hechas con los carteles-anuncios de ventas de inmuebles. Foglino sigue trabajando el plástico como material de elección, lo hace elegantemente, y estas alcancías-origami tienen fuerza y humor. La otra uruguaya, Luciana Damiani, construye una máquina de escribir –¿“deseante”?– cuyas letras están alteradas, deformando hasta el nonsense los textos que compone, en este caso, “Río de los pájaros”, de Aníbal Sampayo, columna de la formación escolar del país (no dejen de apreciar que se trata de una Underwood, ¿tal vez la que se escondía debajo del duchampiano Artículo plegable de viajeros, ¿1916?).

Quedan las piezas más interesantes: una que, de verdad, borra los límites entre obra e intervención social, y que en sala se presenta como un simulacro de oficina en el que aparecen video-collages de informativos y otros programas sobre la crisis griega, y más tragedias contemporáneas: se trataría de la falsa sede de una organización real. Esta Troika Fiscal Disobedience Consultancy, basada en una idea de Núria Güell, reúne a activista europeos, con sede en Irlanda, que, y aquí dejo al lector la explicación oficial, “asesora a sus clientes usando las propias reglas de la Unión Europea y su mercado único, basándose en las mismas estrategias que utilizan los asesores de las grandes corporaciones para reducir sus obligaciones fiscales, pero en este caso con el objetivo de apoyar proyectos locales que buscan restablecer derechos sociales que han sido suprimidos debido a las políticas de la troika”. ¡Bravo!

Como cierre, sin embargo, elijo un sardónico escrache. You haven’t seen their faces (No vieron sus caras), de Daniel Mayrit, ocupa una gran pared con un mosaico de retratos fotográficos en baja definición, con colores exangües, y nos muestra las 100 personas más poderosas de la City londinense, médula de la finanza global; “negativo” de las fotos señaléticas de los criminales o de los participantes en manifestaciones, cada vez más fáciles de individualizar gracias a la proliferación de cámaras de vigilancia. Los rostros del verdadero poder –casi la contracara oculta de los hipermediáticos políticos–, son así reducidos a sus meras y por momentos indistinguibles características somáticas (inmediatamente “vandalizadas” con bigotes, garabatos y frases irónicas), en un proceso de identificación que desmonta la fuerza del anonimato del especulador en un mundo donde el ciudadano vive sobreexpuesto.

Esperando a Thoreau. Expresiones desobedientes | Curador: Gerardo Silva Campanella. Centro Cultural de España (Rincón 629). Hasta el 30 de setiembre.